Fotografía de William P. Gottlieb

Fotografía de William P. Gottlieb

   A Charlie Parker, in memoriam

   Parker´s Mood – Charlie Parker

   Allí, frente a todos, ajeno a todos, como pendiente de otra parte, un carámbano deslumbrante y glacial, Charlie, ese demonio oscuro con cara de niño melancólico, saca el saxo de su funda de terciopelo, ese relámpago de hidromiel que se estampa contra nuestros ojos. Lo desefunda como si fuera una banana o como si fuera un collar de diamantes, y lo sostiene entre las manos, acariciándole la forma con líneas limpias y suaves. La yema de sus dedos anchos y ligeros se desliza a través del metal, como si tocara, adorando, el pubis de una linda jovencita. Todo converge, porque no es casualidad la analogía entre las palabras saxo y sexo. Y porque cuando Charlie toca su saxo es como si hiciera el amor con el aire, aunque siempre alejado del erotismo fácil y complaciente del blues. Es como una ráfaga de dolor caliente, como el grito de la tierra a medianoche, el suspiro jadeante del viento, extasiado, exhausto, doblegado en un puñado de notas rápidas.

   Charlie ha bajado de entre las nubes en esta jam-session como un ángel caído, con su destino desgarrador, abriéndonos el alma a golpe de saxo. Ahora es uno más entre la muchedumbre ansiosa, pero no está ahí, porque es difícil saber qué ha sido de él. Un impulso de Titán salvaje le ha arrebatado de entre nosotros y le ha desbocado las entrañas, y nos ha hecho recordar una vez más por qué Charlie es Charlie Parker. Antes la nada. Después todo. En unos segundos ha improvisado una frase, que ha sido una especie de revelación, una señal que marca un alto en el camino. Cuando Charlie improvisa no da a luz, sino que da a sombra, con ese fraseo de genio loco desbocado, rompiéndonos la noche en las narices, y abriendo puertas que nunca hubiéramos imaginado que estaban ahí.

   Todos lo hemos escuchado. Lo que antes parecía imposible e inimaginable ahora se vuelve necesario, vital. Ese torrente de fuerza que de repente cae sobre nosotros y nos hace ver más claro… Sol, mi, fa, sol, do, si, la, sol, fa, re, la, mi, re, re…

Fotografía de Herman Leonard

Fotografía de Herman Leonard

   El cuerpo levemente inclinado hacia atrás, con la boca y el cuello en tensión, como en Dorothy Rogers, y por supuesto, en uno de esos momentos sublimes de Herman Leonard. Es ese sol la rosa de los vientos, la piedra de Roseta, cimiento angular sobre el que se articula todo el entramado armónico de notas. En esta primera nota Bird vuela, el gran pájaro negro surca los aires, con sus subidas cósmicas de estrella que se rompe. Todavía tiene los ojos abiertos, y se podría pensar que un tenue lazo le une a nosotros, pero este sol le ha arrancado toda la vida, en un soplo de desesperación. En el saxo alto el sol se toca como para hacer otra cosa, porque es un instrumento en mi bemol –por ello, pérfido–, que no suena menos exactamente al oído entre el fa sostenido y el la bemol, aunque en verdad es un sol. Charlie lo hizo en Fuckin´ the Bird, un fragmento en re bemol menor. Pero a pesar de todo sigue siendo en sol.

   No como Richard Kennard, que transparenta a Charlie. Nuestro Charlie es más oscuro. Así este mi que sigue al sol en esa frase de semidiós, inserta en una inflexible necesidad entre el sol que le precede y el fa que le sigue. En esa segunda y tercera nota casi se puede intuir un dejo magistral de Lester Young, casi se deja entrever la grandeza fulminante de Prez. Pero Charlie no se detiene en su fraseo furioso de potro enloquecido, de toro brillante. Poco le importan a Charlie los dejos, los dimes y diretes del jazz. Eso es pasto para los críticos, que sin duda harán acto de aparición mañana en su Jazz Hot –he podido reconocer la presencia de algunos de ellos, como Boris Vian o el barón Visi–; Charlie tal vez piense que es estiércol para los críticos, pero le importa tan poco que seguramente ni siquiera piense eso.

   Marmaduke – Charlie Parker

   Y después del fa –ahora viene verdaderamente lo grande, lo misterioso– Charlie vuelve al sol, en movimiento místico –en realidad poco hay de místico, porque a Charlie le importa muy poco si Dios está o no detrás de esa nota–, que es tan rápido que sólo Stig Olson consiguió captar un leve reflejo del manoteo sin salida, un suave bozo de esa tormenta de sangre que no le haría justicia a Bird. Y es que Charlie sabe que el saxo es un instrumento ingrato con respecto al piano, porque mientras que en el piano se llega a doce o hasta quince notas por vez –de veinte a veinticinco con un codo, y a casi todo el teclado si uno tiene los pies de Barney Spierler–, en el saxo, con diez dedos y una boca no se puede hacer más que una nota.

   Cuando Bird llega a ese do, ya ha cerrado los ojos. Ese do que es como un tigre que llevara días sin comer y recién escapado de su jaula. Charlie se ha perdido en alguna parte, entre las notas, se ha perdido en su mediocridad como ser humano, que es todavía más evidente a la luz de lo sublime de su aliento. Ahora hay que pensar que William Gottlier, a pesar de su grandeza, no supo captar bien el genio de Parker en esos momentos. Es sin duda Herman Leonard el gran triunfador, aquel que ha conseguido crear escuela. Charlie se convierte entonces en el Johnny cortaziano, en un gigantesco Perseguidor –esto ya lo tocó mañana– de algo que sólo Dios sabe qué es y que apenas se deja asomar por entre la frase que nos está improvisando ahora en esa corriente inabarcable de enormísimo cronopio –a la altura de Louis Armstrong–. Pero las fugas de Charlie, esas huidas, no llevan a ninguna parte, porque el camino que marca es al mismo tiempo destino, ese huir es al mismo tiempo llegar.

   Y todo por ese do. Pero después llega el si, y el la… Fue Ruven Levav quien mejor supo pintar este momento: las bocanadas de Charlie –que tal vez apestan a whisky, a coñac o a marihuana–, se está convirtiendo en flores, delante de nosotros, en lirios nocturnos o en tulipanes desesperados. Su saliva, que impregna ya la boquilla del saxo, se mezcla con la música, dándole un sabor agrio a las notas. Todo ello podría ser inútil si la orquesta de Duke Ellington no supiera aprovecharlo perfectamente. El si entre el do y el la… ¿cómo no haberlo visto antes? Ahora que es real en nuestros oídos parece evidente, parece estúpido que no se le hubiera ocurrido antes a nadie. Por eso Charlie es un demonio. Porque una vez más, como dijo Miles Davis, Charlie ha puesto de cabeza la sección rítmica.

   Después, encadenándose, se insertan el sol, el fa, el re… Con ese fraseo pulido en la escuela de Buster Smith, vuela caprichosamente alrededor de la línea melódica de las notas superiores de los acordes, apenas sugerida, acompañados con una progresión armónica. En esta improvisación, Charlie está tocando lo que oye dentro de él, a través de una intuición sobrehumana de huida hacia alguna parte, de interrogación alta, como su saxo. Y nos está enseñando más sobre nosotros mismos de lo que nunca podremos aprender.

   Imagino a Charlie pateando el culo del dios Cronos, escupiéndole o meándole en la cara, riéndose a carcajadas, complacido de sí mismo en esos dos minutos que con el saxo alto han crecido hasta convertirse en quince o en veinte minutos. A través de las líneas flotantes del off-beat, de los espacios entre, del no tempo de Pierre Boulez –tiempo no pulsado–, Charlie nos ha arrancado de la tiranía de Cronos, de su boca goyesca de dientes afilados, y nos ha arrastrado al reino del Aiôn –definido por Deleuze y Guattari–, del tiempo indefinido, del fantasma de Tiempos, que nos acerca a aquello que algunos han convenido en llamar Inmortalidad.

   ¿Os dais cuenta? No, no os dais cuenta. Tararead un poco para ver… sol, mi, fa, sol, do, si, la, sol, fa, re, la, mi, re, re… Ahora sí, ya está, ahí estáis… ¡Oh! ¡vaya fraseo…!

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