Luis Alberto de Cuenca

Luis Alberto de Cuenca

   Por algún poema tenía que empezar. Porque tengo la sensación de que tarde o temprano acabaré comentando todos los poemas de Luis Alberto de Cuenca, el poeta más grande, colosal y magnífico que respira en nuestros días -junto a Ángel González, por supuerto-. No voy a detenerme en un estudio pormenorizado de la poesía de Luis Alberto de Cuenca porque podría hacer correr maremotos de tinta, y mi intención no es sino esbozar un breve comentario sobre uno de sus poemas más cautivadores. Porque es en cada poema concreto donde se manifiesta la personalidad artística del poeta, y en el caso de «Sobre el Cantar de los cantares«, Luis Alberto está más presente que nunca, o tan presente como siempre.

   En muchas ocasiones me pregunto cómo es posible que a pesar de estar en desacuerdo con el contenido de un poema no deje de cautivarme. Es lo que me ocurre con la «Oda al libro» de Neruda. Pero en el caso del poema de Luis Alberto es una atracción aún más fuerte. No hay duda de que son circunstancias personales las que crean las redes de filiaciones profundas que hacen que nos sintamos predispuestos a aceptar poemas con determinados temas como propios, que toquen lo más profundo de nuestra sangre. Pero independientemente de ese hecho, hay que admitir que cualquier tema tiene cabida en poesía, y cualquier tema puede ascender al mundo de las esferas que es el arte. El desamor es un tema como otro cualquiera. De hecho, en la lista de temas, probablemente sea el primero. Un día, hace tiempo, juré no venderme a la moneda barata del desamor. No es difícil encender la máquina de poemas tristes y fabricarlos como churros. Lo difícil es ser Walt Whitman y cantarle a la felicidad y a la grandeza del hombre.

   Por estos motivos debería no gustarme este poema de Luis Alberto de Cuenca, y porque estos suponen un ataque directo con el que sea posiblemente el más grande de los poetas universales: San Juan de la Cruz. Es difícil atacar al Cantar de los cantares y dejar intacto a San Juan, ya que el primero es pilar del segundo. Pero Luis Alberto no da golpes ciegos, sino punzadas certeras, dardos agudos. Sus definiciones condensan toda la poesía del Cantar y de San Juan, en esos versos cargadas de una ironía aplastantemente hermosa: … Bésame, vamos, / qué bella eres, soy la flor silvestre, / paloma mía, no hay en ti defecto, / despierta, corre, ven, dame tus labios, / enferma estoy de amor, llévame al lecho, / levántate. Versos que sin duda recuerdan a aquella frase cargada de belleza de Miguel Ángel Asturias en su Señor presidente: más dulce que la palabra esposa en el Cantar de los cantares. El rabino Jonatán había ordenado los tres grandes libros sapienciales asimilándolos a las etapas de la vida: la junventud correspone al Cantar, la madurez a los Provervios y el Eclesiastés a la senectud. Parece que Luis Alberto también habla con desengaño del paso del tiempo. A mí, joven, me corresponde el Cantar, camino que yo mismo elegí para mi propia poesía. Pero un día justo, o una noche desapacible, leyendo a Luis Alberto, tuve como diría Borges, una suerte de revelación, en silencio, como cuando suceden todas las grandes cosas. En una noche de esas, que alguna vez convirtió a Blas Pascal. Fue entonces que lo vi claro: no apartar nunca a San Juan de la Cruz, pero seguir el camino marcado por Luis Alberto de Cuenca -porque el camino de San Juan ya había sido recorrido por el propio San Juan y explotado por sus imitadores-, y el de Luis Alberto sin embargo era ancho como el mundo -pronto dará sus frutos la nueva decisión, espero-.

   Son muchos los que acusan a Luis Alberto de Cuenca de pedante -posiblemente los mismos que acusan a Borges de pedante, pero que ellos no olviden que esta característica está también presente en el inspirado y desordenado Rayuela-, pero para los que amamos la cultura es un placer constante perderse en la red de referencias continuas, en donde todo, incluso el mundo de los cómics tiene cabida. Sólo alguien como Luis Alberto podría hablar del amor a través de la Biblia y del Cantar de los cantares. Tal vez pueda parecer pedante, pero de alguna forma, muchos sentimos que el Luis Alberto maduro se ha despojado de todas aquellas ansias juveniles por mostrar conocimientos -las ansias sobre todo de Elsinore del 72-, y en El bosque y otros poemas toda referencia intertextual forma parte de lo esencial -los ejemplos se multiplican, por citar uno sólo, el poema «Gilgamés y la muerte».

   A través del Cantar nos habla del amor, y nos hace temblar. Desconfía de su amor vivo y pleno. Porque a través del Cantar habla de sí mismo y del desamor. Y es curioso que en todo el poema las referencias personales se reduzcan a un verso y medio: … y tú te has ido, / y estoy de mal humor últimamente. Así es Luis Alberto: utiliza la referencia intertextual para hablar de sí mismo, para hablar de la Humanidad, porque como decía Borges, todos los libros son el mismo libro, y el mundo está contenido en todos los libros. Esto hace de Luis Alberto un poema de una modernidad desbordante -alejado del yo puramente romántico-, y haciendo las delicias de Bajtin, Roland Barthes y compañía, que hablaban de un mosaico textual.

SOBRE EL CANTAR DE LOS CANTARES

Cuando leo el Cantar de los cantares

pienso: ¿cómo es posible que la dicha

-simbólica o real o figurada-

tenga que ver con el amor? ¡Qué raro!

Imagino que hay veces en la vida

en que el deseo nubla los sentidos

y apetece fundir dos soledades

en una sola y construir el mundo

desde el principio, como si la historia

no contase y el tiempo y el espacio

no estuviesen ahí. Pero esas cosas

deben guardarse dentro y no contarlas

a todo el mundo en plan «Bésame, vamos,

qué bella eres, soy la flor silvestre,

paloma mía, no hay en ti defecto,

despierta, corre, ven, dame tus labios,

enferma estoy de amor, llévame al lecho,

levántate» y demás intimidades.

El amor positivo, el que nos guía

hacia arriba y nos salva del infierno,

es siempre una excepción. Si Margarita

logró que Fausto no se condenara,

eso no significa que ya siempre

vaya a ocurrir lo mismo. Margaritas

no abundan. Lo corriente es que el amor

te sepulte en la sima de la angustia

y no que te conduzca al paraíso.

Amor es pesadilla, duro fármaco

que crea dependencia y sufrimiento.

Por eso de los libros sapienciales

que ennoblecen la Biblia (y añorando

las Biblias de verdad, las que tejieron

los viejos pueblos de Mesopotamia

y que, ay, no han llegado hasta nosotros)

no es el Cantar mi libro favorito.

Me gustan más los Psalmos (con ps)

Job y el Eclesiastés, por ese orden,

libros todos escritos desde el fondo

de una fosa, en el zulo de la vida,

como mandan los cánones humanos.

Será que no soy joven ya, y la muerte

va dibujando abismos a mi espalda,

y Dios no me hace caso, y tú te has ido,

y estoy de mal humor últimamente.

Será que cada vez me dice menos

el pensamiento judeocristiano.

No sé lo que será, pero he leído

muy despacio el Cantar; en una nueva

y erudita versión, y su lectura

me ha servido de poco, más o menos

lo mismo que un rumor que no se oye

o una luz que se apaga.

   Luis Alberto de Cuenca, El bosque y otros poemas, 1997.

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