El Quijote en las aulas

El Quijote en las aulas

   Hace algunos días, con motivo del aniversario de la publicación de la primera parte del Quijote emitieron por televisión un programa especial en el que numerosos escritores e intelectuales se reunían en torno a una mesa para discutir las grandezas de este magnífico libro, su actualidad y su presencia en las aulas. Cuando se trata de decir maravillas de esta obra todos coincidimos; sin embargo, las conclusiones a las que llegaron en cuanto a su destino escolar no podrían ser más desoladoras.

   Parece ser que en los institutos ya no se lee el Quijote, porque está escrito en un idioma extraño y ajeno, muy alejado del moderno lenguaje adolescente. Es por eso que todos estos intelectuales llegaron a la conclusión de que el Quijote no se lee y resulta pesado. Estaría de más que alabara los aciertos de esta obra y que la ensalzara como el mejor de los libros escritos en castellano, porque, apara de que podría sonar a tópico -y desde luego no lo es, porque por suerte o por desgracia he tenido la fortuna de profundizar en el Quijote más que como un mero lector- no es ese el motivo de estas palabras. En mis tiempos de instituto sí que se leía el Quijote de forma obligatoria, y así lo hice a mis dieciseis y decisiete años. No me pareció un libro arduo ni mucho menos -me divertí y sufrí mucho-, aunque entiendo que aquellos que no sieten el placer estético de la lectura se puedan sentir abrumados. Como cualquier obra de semejante extensión -algo que también puede pasar con Harry Potter o con El señor de los anillos– exige cierto esfuerzo. Este esfuerzo aumenta considerablemente si es que el alumno ve la obra como algo lejano y extraño.

   Las soluciones que propusieron todos estos grandes intelectuales no son menos descabelladas que la que propuso a principios del siglo XX el escritor Antonio Zozaya. Según Zozaya: «El Quijote no es una lectura para párvulos ni para adolescentes… En la escuela no hacen falta Don Quijote ni Hamlet». No me voy a extender más en las palabras de Zozaya, pues ya Ortega le dedicó un oportuno ensayo titulado «El Quijote en la escuela» en el número 3 de El espectador. Pero las soluciones que he podido escuchar recientemente no son demasiado diferentes a las de Zozaya. La más descabellada sin duda puede ser la de Andrés Trapiello.

   La lógica de Trapiello carece de lógica en este caso. Según este autor, puesto que el Quijote al ser traducido a otros idiomas como el francés o el inglés se traduce a un idioma actual y no a un francés o a un inglés del siglo XVII, no comprende por qué estamos «condenados» a leer el Quijote en la lengua desfasada de Cervantes. Ya había tenido la oportunidad de escuchar este despropósito en la presentación de su novela Al morir don Quijote, que narra las aventuras de Sancho después de la muerte de don Quijote, a modo de tercera parte. El mismo Trapiello utiliza esta técnica y actualiza dos fragmentos del Quijote dentro de su novela. Según el autor nadie podría haberse dado cuenta del truco, aunque admite que nadie tiene el suficiente valor como para versionar la obra cumbre de nuestras letras. Ahora bien, me pregunto por qué ninguna editorial ha emprendido la aventura tan quijotesca que Trapiello propone, como por ejemplo la colección Odres nuevos de Castalia.

   Lo que Trapiello parece que olvida es que los grandes cambios que se produjeron en el idioma y que hacen que hoy el castellano medieval resulte incomprensible para la gran mayoría de lectores tuvieron lugar en los siglos XV y XVI, y para el año 1605 ya se habían consolidado. Estoy hablando, por supuesto, del adelantamiento de la articulación dentoalveolar a la interdental y el retraso de la prepalatal a la velar. La distinción entre sorda y sonora ya había desaparecido, y el uso de las grafías «b» y «v» se había regularizado. A principios del siglo XVII aún quedan algunos rasgos que no se normalizarían hasta que no actuara la Academia, como por ejemplo los cambios de timbre de las vocales átonas o los grupos consonánticos cultos, pero esto no hace incomprensible el idioma y se pueden solucionar fácilmente mediante el uso de notas a pie de página y de glosarios para el léxico. Es por eso que me pregunto: «¿a qué se refiere Andrés Trapiello cuando dice que el idioma del Quijote puede resultar extraño y que es necesario hacer una versión moderna?». Aún más, el español de Cervantes siempre ha sido modelo de corrección del idioma castellano y ha sido utilizado en innumerables países para el aprendizaje del español a extranjeros.

   Teniendo en cuenta estas consideraciones no cabe más que juzgar de errónea la propuesta de Trapiello, que además fue secundada por la directora de la Biblioteca Nacional, Rosa Regás, que para celebrar este aniversario ha preparado lindezas al estilo de Trapiello, entre ellas, conciertos de hip hop cuyas letras están basadas en la obra de Cervantes, según ella para acercar el Quijote a los jóvenes. Esto es, desde luego, pone el práctica el viejo dicho de «si Mahoma no va a la montaña la montaña irá a Mahoma». Esta solución es tan poco adecuada como la de hacer resúmenes por capítulos. La inutilidad de hacer resúmenes de las grandes obras maestras ya fue resaltada por Hemingway en un conocido artículo titulado «Cómo condensar los clásicos». Según Hemingway es posible resumir el Quijote en una columna y media, o incluso llegando a resúmenes en plan titular de periódico, que son los textos condensados por excelencia. El Quijote bien podría caber en un par de líneas: «CABALLERO DEMENTE EN UNA LUCHA ESPECTRAL. Madrid, España (Agencia de Noticias Clásicas) (Especial). Se atribuye a histerismo de guerra la extraña conducta de don Quijote, un caballero local que ayer por la mañana fue arrestado mientras «combatía» con un molino. Quijote no supo dar una explicación de sus actos». Parodias aparte, esto sirve más bien de poco.

   Todas estas propuestas caen en el mismo error. Se centran demasiado en el contenido del Quijote, en los hechos, pero olvidan la importancia de la forma. La relación entre significante y significado está presente en todas las artes, pero siempre en forma gradual. Así, en la música la unión es total, y en la pintura es más estrecha que en la literatura. Esto ocurre porque una nota por sí sola carece de significado, y un color por sí sólo tiene menos significado que una palabra, la cual sí tiene significado completo. Ya señaló Jakobson mediante su función poética que el lenguaje literario se caracteriza porque el significado se expresa a través del significante, a través de una única forma posible. La unión entre significante y significado ha sido defendida por un gran número de estudiosos, entre ellos, Dámaso Alonso en su Poesía española. Este es el segundo error en el que cae Trapiello y todos aquellos intelectuales que pretenden «vendernos» versiones adulteradas del Quijote.

   Pero independientemente del plano teórico, me gustaría hacer una breve reflexión práctica sobre las implicaciones de tales propuestas. Admitir que es imposible leer el Quijote en las escuelas -o sólo mediante versiones- significa rechazar la lectura directa de cualquier obra anterior al siglo XVIII. Supondría, por tanto, evitar que el alumno leyera a autores como Quevedo o como Góngora. Es evidente que un adolescente es incapaz de enfrentarse a un soneto de Quevedo o al Polifemo de Góngora por sí mismo, pero es ahí donde entra en juego el profesorado -¿porque si no para qué sirven?-. Los profesores deben proporcionar a sus alumnos las herramientas adecuadas para alcanzar la comprensión de los textos, al menos de todos aquellos textos posteriores al siglo XVI -en textos anteriores sí podría plantearse la necesidad de hacer versiones-. Si evitamos que los jóvenes tengan un contacto directo con los textos la literatura se convertirá en una relación de nombres de autores, fechas, nombres de obras y de argumentos, algo que desgraciadamente ya está ocurriendo en las aulas desde hace algún tiempo.

   Es cierto que hoy en día puede parecer un tanto ingenuo pretender que un adolescente se lea el Quijote entero y por su cuenta; pero es precisamente ahí donde debe actuar el educador, mostrando a sus alumnos por qué se considera que tal o cual libro son obras maestras -en todos los casos la respuesta es la misma: porque nos hablan de los sentimientos más universales del ser humano-, motivando así a los jóvenes para que lean. El camino que se ha seguido hasta el momento es completamente erróneo, y cada vez se está empeorando más la situación. Se está optando por una educación cada vez más sencilla y esquemática, que es el camino más fácil. Cada vez se le exige menos a los alumnos, y por supuesto, como era de esperar ante tales estímulos, los alumnos cada vez rinden menos. Seguramente sea por eso que ya pocos adolescentes puedan leer el Quijote.

   Sin embargo, no toda la culpa es del sistema educativo -aunque tenga una gran culpa-. Las primeras lecturas obligatorias se exigen a partir de los doce o trece años -a veces incluso a partir de los catorce-. Un niño de trece años que jamás haya leído y que esté habituado a jugar a consolas, ver televisión, chatear o a utilizar el móvil, cuando se tenga que enfrentar a un libro lo verá como algo pesado y aburrido. La culpa de la situación a la que estamos llegando también parte de los padres, por el escaso fomento que hacen de hábitos de lectura. Esta situación no se solucionará probablemente ni a corto ni a largo plazo, y el camino por el que optará el sistema educativo será una vez más el de bajar el listón de exigencias. A pesar de ello, es necesario denunciar esta situación, que lentamente nos conduce a un empobrecimiento cultural, como se está comprobando en las continuas recopilaciones de estúpidas respuestas de exámenes, que para algunos es más un motivo de preocupación por la calidad de la enseñanza que de burla. Arrancar el Quijote original, el texto escrito por Cervantes, y sustituirlo por sucedáneos baratos no es más que otro paso en este empobrecimiento cultural.

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