Miguel de Unamuno

Miguel de Unamuno

   Y si la bondad nos eterniza, ¿qué mayor cordura que morirse? «Verdaderamente se muere y verdaderamente está cuerdo Alonso Quijano el Bueno»; muere a la locura de la vida, despierta de su sueño.

   Hizo Don Quijote su testamento y en él la mención de Sancho que éste merecía, pues si loco fue su amo parte a darle el gobierno de la ínsula, «pudiera estando cuerdo darle él de un reino, se le diera, porque la sencillez de su condición y fidelidad de su trato lo merece». Y volviéndose a Sancho, quiso quebrantarle la fe y persuadirle de que no había habido caballeros andantes en el mundo, a lo cual Sancho, henchido de fe y loco de remate cuando su amo se moría cuerdo, respondió llorando: «¡Ay, no se muera vuesa merced, señor mío, sino tome mi consejo y viva muchos años, porque la mayor locura que puede hacer un hombre en esta vida es dejarse morir sin más ni más!» ¿La mayor locura, Sancho?

Y consiento en mi morir

con voluntad placentera

clara y pura;

que querer hombre vivir,

cuando Dios quiere que muera,

es locura,

pudo contestarte tu amo, con palabras del maestre don Rodrigo Manrique, tales cuales en su boca las pone su hijo don Jorge, el de las coplas inmortales.

   Y dicho lo de la locura de dejarse morir, volvió Sancho a las andadas, hablando a Don Quijote del desencanto de Dulcinea y de los libros de caballerías. ¡Oh, heroico Sancho, y cuán pocos advierten el que ganaste la cumbre de la locura cuando tu amo se despeñaba en el abismo de la sensatez y sobre su lecho de muerte irradiaba tu fe, tu fe, Sancho, la fe de ti, que ni has muerto ni morirás! Don Quijote perdió su fe y murióse; tú la cobraste y vives; era preciso que él muriera en desengaño para que en engaño vivificante vivas tú.

   Miguel de Unamuno (1864-1936), Vida de Don Quijote y Sancho (1904), capítulo LXXIV

   No debió haber un momento más duro para don Miguel de Unamuno en el Quijote como el final; y no precisamente por la muerte del héroe, que como todo héroe verdadero muere mártir, sino por la traición que supone a sus ideales.

   El libro de Unamuno, La vida de don Quijote y Sancho, se ha vuelto imprescindible para comprender la obra de Cervantes. A Unamuno se le conoce como una personalidad de fuertes contradicciones: aparentemente es un respetado profesor universitario, pero en su interior se esconde la sangre de un caballero quijotesco; en su alma transcurre la batalla entre la fe de Dios y el ateísmo más desgarrador y existencialista. Estas oposiciones, que también están presentes en el Quijote, entre el caballero y el escudero; y en don Quijote, entre la locura y la cordura. Es precisamente del choque entre estas contradicciones donde surgen los momentos geniales de dos personalidades tan similares, don Quijote y Unamuno. Semejantes posiblemente porque el profesor salmantino tenía en el caballero castellano a un modelo de conducta y de postura ante la vida. Muy pobre sería la visión del Quijote sin Unamuno, que llevó hasta los últimos extremos la visión romántica que se tenía del personaje. Para Unamuno don Quijote es más que un héroe, es un mártir, un hombre que dio su vida para salvar a los demás, semejante a la figura de Jesucristo, o casi intercambiable. A falta de fe en Dios, que no es constante en Unamuno, sino que oscila, pretende refugiarse en una nueva fe, en una fe quijotesca, por lo que transforma al caballero en profeta.

   Esta tendencia de la búsqueda de fe de Unamuno en don Quijote se observa en su máxima expresión en su maravilloso e impecable ensayo titulado “El sepulcro de don Quijote”. Este texto describe un viaje iniciático en busca de esa fe perdida, en busca de los apóstoles del caballero, y que acaba afirmando que el sepulcro de don Quijote es el sepulcro de Dios. El tratamiento que Unamuno hace de don Quijote no está exento de cierta frustración y de cierto miedo al vacío. Es por ese motivo que Unamuno proyecta un nuevo modelo de vida sobre el caballero. De alguna forma dice que sólo siguiendo los pasos de don Quijote y volviéndonos quijotescos podremos salvarnos del vacío existencialista de la vida. Sin embargo, el juicio de Unamuno es tan subjetivo y parcial que pierde de vista el conjunto del mensaje de Cervantes. Lo que Unamuno lee e interpreta en La vida de don Quijote y Sancho no es el Quijote de Cervantes, sino el Quijote de Unamuno. Poco o nada interesa a Unamuno Cervantes.

   Unamuno sigue una línea de pensamiento que arranca del drama pirandelliano, que más tarde tiene repercusiones en Roberto Arlt, y que el propio Unamuno practica en su fantástica Niebla. El pensamiento pirandelliano consiste en considerar que los personajes son superiores a los escritores, es decir, que las criaturas de ficción están muy por encima de sus creadores, situándose en la escala opuesta a escritores como Quevedo o Valle-Inclán. Es también un juego que utiliza y explota con bastante eficacia Jostein Gaarder en su famosa novela El mundo de Sofía. Lo que hace Unamuno en La vida de don Quijote y Sancho es más que un simple juego, ya que en este recurso se cimienta toda su teoría quijotesca. En esta visión existe además un cierto resentimiento hacia la figura de Cervantes, que puso a su personaje en tantas desventuras y desdichas. No podía ser de otro modo, porque ridiculizar a las novelas de caballerías, propósito principal de Cervantes, no podía hacerse sin ridiculizar a su personaje; lo cual no quiere decir que en ocasiones no se compadezca de él, y que nos pueda resultar entrañable.

   Unamuno cae en este error. Hay un abismo entre la primera parte del Quijote de 1605 y la segunda parte de 1615. Cada una de las dos partes tiene sus aciertos y sus desmejoras, pero en general habría que decir que la segunda parte es mucho más perfecta, porque la primera parte tuvo un mayor componente experimental, en ella Cervantes fue haciendo tanteos. En la segunda parte está mucho más preparado, y evita cometer los errores de la primera, sobre todo en cuanto a la técnica. Con todo eso, el Quijote de la primera parte es infinitamente distinto al de la segunda parte. El error de Unamuno fue tratar a ambos Quijotes por igual. Su punto de vista se aplica únicamente al Quijote de la primera parte, pero cojea cuando se intenta aplicar al de la segunda parte. En la primera parte sí encontramos un caballero que lucha por unos ideales, incansable a pesar de que siempre recibe palos, porque siempre tiene presente la victoria. En la segunda parte, en cambio, el caballero se vuelve triste y melancólico, porque la derrota se esconde a cada vuelta de esquina.

   Es fácil apreciar la diferencia entre ambos caballeros. El de la primer aparte tiene visiones: ve gigantes en molinos y ejércitos en rebaños. En la segunda parte las visiones han desaparecido por completo, como se comprueba en el episodio más desgarrador del libro: la visita que hacen a Dulcinea. La aldeana ya no aparece encantada, porque don Quijote ha perdido su visión caballeresca. Este episodio le marcará a lo largo de toda la segunda parte y desembocará irremediablemente en su muerte. El hecho de que don Quijote vea a su Dulcinea convertida en aldeana es determinante para la creación de este nuevo personaje, pero esto es algo que ya venía de antes. El nuevo don Quijote empieza a nacer después de la derrota de la primera parte, y de un tiempo de reposo en su casa, donde tiene que soportar las constantes visitas del cura y el barbero, que le repiten una y otra vez que los libros de caballería no son reales. Por todos estos motivos el Quijote de la segunda parte siempre duda, está triste y torturado por sus propios fantasmas, que cobran la forma de Dulcinea. Esto hace que tenga la necesidad constantemente de poner su vida en peligro, como en el episodio del león –parodia del Cid–, o el descenso a la cueva de Montesinos –donde tiene su única visión de la segunda parte, pero a causa de un sueño–. Unamuno no se da cuenta de que el caballero ha cambiado en la segunda parte, de que ya no es el Quijote de antaño, y lo sigue tratando como entonces. Trata de justificar por todos los medios aquellos momentos realistas en los que don Quijote cae, sobre todo en el momento de su muerte. Estas explicaciones no llegan a ser del todo satisfactorias.

   No cabe la menor duda de que el verdadero don Quijote de la segunda parte es Sancho Panza. En él va germinando la semilla de lo quijotesco. Este proceso es gradual, aunque ya está presente desde el primer momento de la segunda parte, desde que Sancho tiene noticia de que sus aventuras están escritas. En la primera parte, como ya se ha indicado, la técnica es algo más rudimentaria, y los personajes se construyen en oposiciones más radicales. Es evidente que don Quijote es el idealismo y Sancho es el realismo, que don Quijote lo caballeresco y Sancho el pueblo. En la segunda parte esto no es así. Tampoco se puede decir que en la segunda parte se inviertan los papeles y que don Quijote sea el realismo y Sancho el idealismo. Esto pasa desde luego al final, con la muerte de don Quijote, pero es un proceso bastante más complejo a lo largo de la segunda parte. Unamuno debería haberse centrado en Sancho, como en el hombre que va adquiriendo una nueva fe, y no en don Quijote, que la va perdiendo.

   La visión que da Unamuno de don Quijote es la de un Jesucristo que se sacrifica en la cruz de la fe, para poder salvarnos a todos con su locura perdida. Lo importante no es la muerte del hidalgo, sino la muerte de su locura. Pero resulta que todos somos Sancho; y por eso don Quijote se vuelve cuerdo, por todos nosotros, para salvarnos. De este sacrificio nacerán Sanchos quijotescos, más fortalecidos que el propio don Quijote. La teoría pirandelliana de Unamuno olvida importantes cuestiones técnicas, y olvida sobre todo que don Quijote fue creado por Cervantes, y no en contra de Cervantes, o por encima de Cervantes. El proceso que se produce en la segunda parte es el de un hombre desengañado con la vida. Cuando don Quijote le dice a Sancho en su lecho de muerte que los libros de caballerías son falsos no intenta poner a su antiguo escudero a prueba, se lo dice de todo corazón. Sin embargo, a pesar de los posibles errores que pudiera cometer Unamuno, su punto de vista no deja de ser imprescindible para comprender la genial obra de Cervantes, porque consigue llenarnos a todos los lectores de esa fe en la locura quijotesca y consigue desvelarnos una de las magias principales del libro.

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