La Eneida de Virgilio

La Eneida de Virgilio

   La Eneida es la historia del troyano Eneas, que después de la destrucción de su ciudad natal, se ve obligado a viajar movido por fuerzas que desconoce hacia la tierra extraña, perdiéndose en circunstancias contra las que difícilmente puede luchar: el amor y la guerra. Y a pesar de todo, se abre camino, y finalmente cumple con su destino: la fundación del glorioso pueblo romano.

   Ya no sólo por la gran variedad de temas que trata y la profundidad psicológica que entraña, además de la belleza y el elevado sentimiento épico, sino que además, nos presenta una serie de problemas morales y filosóficos que no quedan resueltos más que en la conciencia del propio lector. Así, por ejemplo, la obra ha sido calificada a veces como Epopeya del Destino. Es cierto que el fatum juega un papel primordial a lo largo de toda la obra, pero en algunas ocasiones este elemento extraño y devastador entra en conflicto con los propios dioses, que a veces quedan en entredicho, mostrando una faceta tal vez demasiado humana.

   La primera duda que se presenta nada más comenzar la historia es la destrucción de la patria del protagonista, de la ciudad de Troya. La batalla había sido propiciada por la propia diosa Venus, madre de Eneas. Sin embargo, los griegos después de diez años no han conseguido atravesar los muros troyanos, según fuera su intención. Después que Ulises haya tramado el engaño del caballo, se comienzan a encadenar una serie de acontecimientos que derivan inevitablemente en la destrucción de la ciudad. Ciertamente Troya ya está destruida al comenzar la obra —la historia de su caída es el recuerdo en los labios de Eneas para la reina Dido—, al igual que estaba destruida cuando Virgilio comenzó la obra —puesto que se basa en la historia de la Ilíada homérica—. Luego el lector asiste perplejo al primer acontecimiento fatal y necesario: Troya debía caer para que Eneas pudiera fundar en Italia el pueblo romano. No está libre la obra de una serie de anuncios que conectan con el futuro, como por ejemplo el nacimiento entre llamas de Paris o las predicciones de Casandra. Así se puede entender la trágica muerte de Laooconte. De hecho, hay un momento en el libro II en el que todos los dioses, excepto Venus, están atacando al pueblo troyano. Esto forma parte del fatum, era necesario para crear al héroe, y para crear al nuevo pueblo de gloria inmortal.

   Sin embargo, parece que la diosa Juno, rabiosa con Eneas, está constantemente impidiendo que actúa el fatum. Esto parece caer en una grave contradicción, ya que aparece un dios oponiéndose al Destino. Habría que interpretar a Juno en la Eneida como una fuerza vengadora, que somete al héroe, al pío Eneas, a una serie de pruebas, propias de la épica, para que la victoria final alcance el merecido reconocimiento. Pero la oposición de Juno al destino de Eneas no puede menos que extrañar al lector. Hay que considerar que el fatum, el Destino, proviene únicamente de Júpiter, y el resto de humanos y dioses están en un grado por debajo de él, supeditándose a sus órdenes. En ese sentido el fatum sí es coherente, porque Júpiter no se contradice a sí mismo en ningún momento, tal vez pueda favorecer momentáneamente a la diosa Venus o a la diosa Juno, pero finalmente pasará lo que ya está escrito.

   Las pruebas a las que el héroe se ve sometido se desarrollan en el mar —sobre todo antes de llegar al libro VI—, bajo la tierra —en el propio libro VI— y sobre la tierra, en el hierro de las armas —a partir del libro VI—. En cada una de estas pruebas parece que Eneas se pone al límite de sus posibilidades, sobre todo al final, parece que cada vez se va volviendo más ciego, y más esclavo de su propio destino; ya que conforme va avanzando, el objetivo de su vida va tomando cada vez una forma más definida. Al principio sólo son predicciones poco claras: el sueño de Héctor o las profecías de Héleno; pero cuando Anquises, padre de Eneas, le revela claramente su destino, Eneas ya es consciente de cuál es su deber, y está dispuesto a llevarlo a cabo le pese a quien le pese, así tenga que devastar a toda Italia para conseguirlo.

   Donde el fatum se muestra de una forma más extraña sería en el libro IV. Parece que Juno y Venus han olvidado cuál es la misión de Eneas, y planean las bodas del protagonista con la reina Dido. Dido, todo hay que decirlo, ha sido sometida a un engaño por parte de Venus y Cupido, éste último encarnado en el bello Ascanio, hijo de Eneas. Estos dioses son arbitrarios, se mueven fuera del fatum, cada uno sigue su propio interés. A Venus no le importa enamorar a Dido simplemente para proteger a su hijo Eneas. Pero en realidad parece que el fatum ha sido olvidado en este episodio, e incluso Júpiter se ve obligado a mandarle a Eneas a Mercurio como mensajero para recordarle que tiene un deber que cumplir. ¿Estaba pues el amor de Dido dentro de los planes del fatum? En principio parece que no. Es muy cruel pensar que la muerte de Dido ya estaba prevista de antemano, que todo estaba sellado tal y como ocurrió. Esto, por lo tanto, se escapa del control de Júpiter. A pesar de todo, Eneas abandona a Dido y va decidido a cumplir su destino.

   Este conflicto entre dioses, humanos y Destino es algo constante a lo largo de toda la historia; y embarga al lector de un enigmático sentimiento de desconcierto. Muchas veces es difícil saber si lo que está pasando ocurre bajo algún tipo de control, o son las circunstancias las que se van haciendo a sí mismas. De todos modos, está claro que el final sólo podía ser único, era la única forma de ensalzar la figura de Augusto.

   La Eneida está tal vez llena de muertes injustas. Júpiter se presenta como un dios justo, que cumple con su palabra a pesar de todo. Estas muertes están escritas, son inevitables, ya sean las muertes de Dido, Palinuro, Palante, Camila, Niso, Euríalo, Mezencio, Turno, etc. Algunas de estas muertes sumen al lector en una desconcertante tristeza. Algunas, incluso tratan de ser impedidas por algunos dioses; pero está claro que el poder de los dioses está subordinado al fatum, fuerza inmensa e incontrolable que nace de Júpiter. La extrañeza viene de lo siguiente: estas muertes se conocen de antemano, y sin embargo, los dioses, seres todopoderosos, intentan evitarlas, en vano. En este sentido sí hay una lucha constante contra el destino, sobre todo en la parte final, cuando Juno hace todo lo posible para salvar la vida de Turno. Esto hace que el lector se sienta impotente. El pío Eneas, por su parte, se conforma con acatar servilmente lo que está ordenado.

   Y por otra parte, lo que despierta la admiración de los lectores, es la elección que hace Virgilio de los personajes. Parece que conscientemente elija en muchas ocasiones a personajes que estén locos o a enloquecerlos a lo largo del relato. Mucho se ha hablado sobre el licitud del pío Eneas. Ciertamente Virgilio podía jugar con un doble sentido, pero si se piensa en que la Eneida está escrito en alabanza de Augusto, es difícil pensar que Eneas no fuera un modelo de comportamiento con el que se identificara al propio Augusto. El comportamiento de Eneas en Troya es el propio de un guerrero, si dejamos a un lado el hecho de que prefiera llevar a su padre Anquises sobre los hombros, dejando que su hijo vaya al lado y su mujer Creúsa atrás, la cual finalmente muere. El adjetivo pío se empieza a poner en duda sobre todo cuando a partir del libro IV decide abandonar a la reina Dido, incluso cuando Mercurio le informa de que se va a suicidar —y entonces tal vez más rápido, su huida, más veloz que de la propia Troya—. Eneas no duda en que su destino es más importante que el furor de una mujer: el amor de Dido se presenta como una tragedia, y la huida como un auténtico acto de cobardía. En el libro V no aparece ni una sola mención a Dido ni una sola muestra de dolor por su muerte. No sólo eso, sino que es sorprendente como Eneas se divierte en Sicilia celebrando el aniversario de la muerte de su padre, al que no duda en honrar, mientras que Dido se consume en las llamas del Tártaro, junto a las otras almas suicidas, implorando tal vez el perdón de su verdadero esposo Siqueo. Esta tragedia no es ni más ni menos que la misma tragedia que Catulo presenta en su poema LXIV, cuando narra como el terrible Teseo abandona cruelmente a Ariadna en una isla desierta. La intensidad y la emoción son las mismas, el odio del ser abandonado también. En ambos casos el amor es una fuerza destructora, una pasión insana, como Virgilio deja claro desde el primer momento. No deja de impresionar el encuentro de Eneas con Dido en los Infiernos, el dolor de su alma en pena, que no osa a mover los labios.

   La bajada de Eneas a los infiernos supone la aventura más extraña de toda la Eneida. Virgilio querría sin duda que su héroe no fuera menos que el Ulises homérico; pero Eneas vivo parece un elemento un tanto extraño en los Infiernos. ¿Es un héroe? Lo único que ha hecho ha sido escapar de Troya, de la muerte. ¿Realmente es merecedor de tal privilegio? No habría otra forma para que Anquises comunique a su hijo el glorioso destino de Roma. La rama de oro tiene un carácter de elemento ritual iniciativo. La descripción de la Furia Tisífine es sobrecogedora.

   Cuando llega a Italia se entrega sin dudarlo al furor de la guerra, al amor por el hierro. El rey Latino es un personaje débil y maleable. Su hija está poco perfilada, no tiene sin duda la grandeza de la reina Dido. Llegado Eneas pues, intenta hacerse dueño de una tierra que le pertenece en su Destino. Turno, en cambio, intenta defender sus posesiones y su matrimonio con Lavinia, siempre en vano. Eneas parece poseído por la locura, se convierte en el griego Aquiles destructor de Troya. Una vez la sangre comienza a manar, ya es imparable hasta que no queda nadie en pie dispuesto a hacerle frente. Esta actitud aparentemente, poco tiene de piadosa. ¿Es piadoso el final cuando mata a Turno?, si lo fuera, piadosa debería ser la venganza por la muerte de Palante. Habría que interpretar entonces la palabra en un sentido más restringido, como un hombre religioso, humilde con su propio Destino y con sus dioses, servidor.

   Algunos personajes aparecen poseídos por la locura, como Pirro o Pigmalión, mientras que otros se van entregando a la locura a lo largo de la obra. Ya se ha hablado de la locura amorosa e insana de Dido. A esta misma locura se entregan la reina Amata, esposa de Latino, y Turno, a través de la Furia Alecto. Así se ven reflejadas los dos tipos de locura: el amor y el odio. La actuación de Alecto es impresionante; transmitiendo la rabia de las armas, la necesidad de la sangre, consigue convertir a Amata en una bacante, como ya les había pasado a las mujeres troyanas al final del libro V, cuando intentan incendiar toda la flota. Son los dioses los que incitan a la locura, poco preocupados del parecer humano.

   Mucho más habría que decir sobre esta obra descomunal, que tanta importancia ha tenido sobre la cultura occidental, como constatación de la maduración de un sentimiento épico. Virgilio, tal vez sin proponérselo, consiguió mucho más que ensalzar la figura de Augusto, creó una obra que sobrevivió a través del tiempo, e influyó en la literatura y el pensamiento del mundo entero. No andaba equivocado el autor cuando pensaba que Roma conseguiría prestigio a través del grandioso poema, como tampoco andaba descaminado cuando pensó que pasarían a la memoria colectiva de toda la Humanidad personajes como Niso, Euríalo, Camila, y pos supuesto, Eneas, el pío Eneas.

   Bibliografía:

   Tomás de la Ascensión y Recio García y Arturo Soler Ruiz (traducciones, introducciones y notas por) Bucólicas, Geórgicas, Apéndice Virgiliano. P. Virgilio Marón, Madrid, Gredos, 1990.

   Virgilio Bejarano (edición, introducción y notas de), La Eneida. Virgilio, Barcelona, Planeta, 1996.

   J. de Echave-Sustaeta, Virgilio, Barcelona, Editorial Labor, 1947.

   Ángel Montenegro Duque, La onomástica de Virgilio y la antigüedad preitálica, Salamanca, CSIC, 1949.

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