Diatriba contra las cartas de amor

Diatriba contra las cartas de amor

   ¡Malditas sean todas las cartas de amor del mundo! Desde la del joven mocoso con puño tembloroso, de atormentado suplicio, y con la «dulce mía, te quiero», hasta la del escritor laureado que ganó el último premio con su pluma serena y con su «traje trémulo de hidromiel de los domingos». Sí, porque detrás de toda carta de amor, en sus esquinas, hay un Horacio perdido en la sombra que no acaba de encontrar a su Maga, aunque el Pont des Arts sea el Barrio Gótico, o el Paseo de Colón, o las Ramblas, o Triana, o la calle Sierpes; una amada que suplica ser esposa, que escapó de su casa a medianoche, y busca a su Amado en las majadas. Porque toda carta de amor es el grito desgarrado de un cuerpo aguillotinado, una súplica a instancias superiores, el cordero inútilmente sacrificado en el ara de la justicia poética, ante ese dios descuidado que no se percató de que tú y yo éramos uno y nos hizo en dos mitades. Y aquí me tienes, náufrago de mi desesperación, mandando botellas con aire, antaño llenas de Marguax, condenado a la isla desierta de tu ausencia, sin ropa y sin palabras que me cubran, porque mis labios quedaron anclados al último beso, y ahora están desnudos en ese no saber qué decir que nadie espera del poeta y que siempre lo acosa como un remordimiento en traje de noche.

   Sí, noches, cuántas noches pandémicas al teléfono desgranadas gajo a gajo elucubrando el sexo de los ángeles, colando camellos encendidos por ojos de agujas y entrando al Reino de los Cielos con las bocas llenas de manzana pecaminosa. Que si sed, agua, que si diamante, minero, que si llave, puerta. ¡Temblaban los hilos con sacudidas de olas! Y una descarga invisible levantaba la tierra que pisamos –porque pisamos la misma tierra–. Satisfecha Urania, yo te contaba todo aquello de John Donne, que si somos compás, que si hay un travesaño subterráneo que une tu centro con el mío, que si un mosquito me picó la otra noche, atravesó todo el país y te picó a ti también uniendo nuestras sangres. Ya sabes. Tú asentías; sin embargo, sospecho que conocías mi táctica, oculta tras un bies de suspiro agridulce.

   He intentado ser un pequeño dios haciendo florecer rosas en mis versos para ti, pero la sola palabra es sola palabra, y la carne un relámpago aleixandrino entre dos oscuridades que nos atraviesa y nos hiende de por vida. Porque la única forma de matar las noches hambrientas es el pan a manos llenas, el cuerpo que se encuentra a sí mismo, y ebrio se alza, celebrándolo. Tú lo sabes. Yo lo sé. Es inútil el engaño que nos cubre de perezas, que apenas nos salva de vivir arrancados de lo mismo. Sólo te pido que aceptes el truco de momento. Ya somos algo: somos un seremos. Si el espacio nos separa, el tiempo nos une. Aunque tú quieras más: quieres la certeza de una hora, para ser feliz desde una hora antes, para agitarte y preparar tu corazón a la dicha. Perdona si aún no te la di, perdona mis descuidos y torpezas.

   Ahora ya lo sabes: malditas sean todas las cartas de amor del mundo, porque en ellas hay algo pérfido, un agujero secreto donde el viejo griego recuerda que no hay Poros sin Penía, amo sin odi; donde vive y muere Lope, desmayado y furioso, cobarde y valiente. Si todo lo tengo porque te tengo, todo me falta porque me faltas. Ojalá pudiera sacrificar el escaso oro de mis versos por tenerte a mi lado. ¿Crees que soy un mal poeta? Si estuvieras a mi lado no tendría que escribir esta dichosa carta: la viviríamos. Pero no temas: el día llegará en que las cartas las escriba con mis labios.

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