Pablo Neruda

Pablo Neruda

   A lo largo de mi vida me he topado frecuentemente con gente que opina que los poetas son unos personajillos bastante inútiles. Componer versos es algo que parece muy inocente e inofensivo en un mundo que padece el terrorismo, la injusticia, la pobreza, las bombas atómicas o el SIDA. Y tal vez tengan razón, porque seguramente no veremos por los cielos a un poeta enfundado en un vistoso traje de colores y una capa, armado con papel y pluma, recorriendo el mundo y repartiendo justicia con la certeza de sus versos. Es hermoso, aún a riesgo de creer en una mentira,  pensar que la poesía es un arma cargada de futuro, que algún día levantará los cimientos del mundo, sosteniendo sobre su coraza el duro peso del desconsuelo. Las escasas personas que han tenido fe en la poesía han profesado una confianza egoísta, viendo en la poesía una forma de engrandecimiento del alma, y en definitiva, de crecimiento personal. Tanto unos como otros tienen en realidad un pensamiento afín. Aquel que espera de la poesía el regalo individual no es demasiado diferente del que desconfía o desdeña a los poetas.

   Creedme, porque en una ocasión contemplé el milagro de ver a un verdadero poeta obrando. Su nombre poco importa. Lo verdaderamente importante en esta historia es lo que hizo con la sola y llana palabra. Creedme, porque lo he visto.

   Poco a poco fue tomando conciencia del poder que encerraba la cadencia de sus versos. Con ellos causó amor y odio, que son los vértices entre los que oscila todo ser humano, el armazón que otorga y que arranca la vida. Pero lo más fabuloso aún estaba por ocurrir. Ante todo es importante que no hagáis caso a los libros de historia o de geografía. Los historiadores y los geógrafos tienen una mentalidad científica incapaz de aceptar la magia que encierra la poesía. Ellos intentarán convenceros de que el mundo es de tal y cual forma porque existe una lógica basada en las leyes de la física. Pero la poesía destruye esas leyes y acuña las suyas propias. La poesía es libertad y creación, no únicamente en el papel o en el alma del lector, sino también en el mundo real.

   Y he aquí, el poeta de nuestra historia, que cargado de convencimiento y de fe se trasladó a vivir a un desierto. Sé que es difícil que me creáis, pero sabed que no me dirijo a todos, sino sólo a aquellos que tienen la capacidad de escucharme. Como decía, el poeta se trasladó a un inhóspito desierto, que debía ser semejante a aquel en el que dicen que Jesús pasó cuarenta días con sus cuarenta noches. Nada ni nadie osaba existir en él de no ser por la tierra yerma y las piedras, negras como el carbón. Era un lugar inhabitable incluso para las alimañas más despreciables. El sol azotaba con su fusta como sobre el lomo del infierno, quemando el aire y el aliento de la arena.

   Sí, allí fue el poeta a vivir. Y entonces se obró el milagro. Con el brillo de su poesía hizo que de entre los granos de arena se alzaran briznas de hierba verde y fresca, madreselvas, jazmínes, rosales, dientes de león y ortigas. En un instante el suelo quedó cubierto por una frondosa y húmeda capa de vegetación que amenazaba con devorar todo rastro yermo. El tiempo se suavizó y  una bocanada de mar sediento arrebató un pedazo de tierra al desierto alumbrando así la playa, que quedó coronada de espuma y de estrellas de mar. Al momento todo quedó barnizado en una tibia fragancia de caracolas y polen. El poeta, impresionado y satisfecho con su obra, construyó una casa en la frontera con el mar, que fue llenando con tesoros recogidos en sus viajes por todo el mundo.

   Tal vez no me creáis, pero yo lo vi todo con mis propios ojos. El único recuerdo que quedó del desierto fueron las piedras negras como el carbón agonizando en los labios del mar. Y aunque he dicho que los nombres poco importan, lo cierto es que el poeta bautizó a su hogar, en honor a esas piedras, con el nombre de Isla Negra.

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