El traje nuevo del emperador

El traje nuevo del emperador

   Un irreverente acto realizado en ARCO por un programa de televisión pone de manifiesto que el emperador se pasea completamente desnudo. Este significativo hecho debe suscitar la reflexión en el público tanto iniciado como profano al arte moderno. Es muy posible que una buena parte de este arte poco a poco se haya venido convirtiendo en ese traje del emperador, que no es traje porque va desnudo. Los diseñadores de alta costura no pueden menos que darse palmaditas en la espalda, alabando las maravillas del tejido o de la costura de ese traje vacío, porque se encuentran dentro del juego de las vanidades. También entre los críticos de arte existen vanidades intelectuales, y mientras tanto el pueblo llano, émulo de la pléyade crítica,  asiente en silencio o se atreve a opinar, no siempre desde el punto de vista de la subjetividad, sino desde el enjuiciamiento de las calidades artísticas.

   Sólo así se pueden explicar hechos como el ocurrido en ARCO. Los juicios estéticos ofrecidos por el gran público ante un cuadro realizado en una guardería por niños de entre tres y cuatro años  causan la más estrepitosa risa ―otra cuestión risible es cómo se consiguió introducir la manualidad de unos niños en una Feria Internacional de Arte Contemporáneo, pero ese es otro tema―. Los hay que consideran el cuadro lleno de angustia, los que opinan que es el resultado de la búsqueda de un camino, y los que la consideran la obra de un autor maduro, por todo el trabajo y reflexión que se puede intuir detrás. Todas estas interpretaciones, viables en cualquier obra de arte “seria”, se vuelven ridículas ante este producto lúdico e infantil. Pero no importa que la interpretación esté en las antípodas del origen, porque se ha extendido en el campo de la teoría estética la peligrosa convicción de que el receptor es el auténtico creador de la obra, a través de un proceso de recreación. Peligroso porque entonces poco importa que el emperador lleve o no traje, sino que es suficiente con que uno mismo crea que lo lleva; y cuando ese uno mismo tiene un reconocido prestigio profesional se verá secundado de forma automática y unánime por aquellos cuyo criterio se basa en nadar a favor de la corriente, alimentando así la mentira y desvirtuando el sentido de la palabra Arte.

   No pretendo descalificar rotundamente ARCO, pero no hay que olvidar que en el Arte existe una jerarquía estética, cuyos parámetros no se basan en lo puramente económico. El debate teórico se ha venido centrando principalmente en dilucidar si algunas obras son arte o no, por situarse en un peligroso límite, cuando una posible solución podría ser presuponer que efectivamente se trata de arte y desviar la cuestión al hecho de si son o no obras de calidad. No hay que olvidar que en todas las épocas el número de artistas ha sido ingente, pero detrás ―o delante― de las grandes obras maestras siempre han existido obras de segunda, tercera  o incluso cuarta fila. Afortunadamente la historia actúa como filtro, cribando todo aquello que es digno de ser olvidado.

   Sin embargo, el proceso de democratización del arte que se ha venido extendiendo en el arte en los últimos tiempos, resultado de su adaptación a las leyes del mercado, no hace sino potenciar esas obras secundarias. Parece que no es suficiente con que el gran público admire el arte, también hay que conseguir que se convierta en coleccionista de arte. El coste de un producto que ya de por sí debía ser valioso por único, se ha abaratado, siendo posible conseguir una obra de arte por el módico precio de 150 euros. De esta forma, ARCO queda convertida en una especie de IKEA de las galerías de arte particulares. La idea en sí de la feria ya esconde algo de perversidad, porque sugiera la imagen de un mercadillo de saldo ―supermercado del arte he leído en más de una ocasión― en el que los artistas tratan de vender su producto al mejor postor, adecuándose a las leyes de la oferta y la demanda. De hecho, cuando los medios se han referido al éxito de la feria, en pocos casos se ha hablado en términos de calidad; en cambio, la crítica se centra en el 15% que han subido las ventas con respecto a la edición anterior. Esta democratización del arte constituye además una incoherencia, puesto que choca frontalmente con unas formas crípticas, heredadas del arte de minorías de principios del siglo XX: el sentimiento de rechazo de que hablaba Ortega en La deshumanización del arte se ha ido sustituyendo progresivamente por una aceptación resignada y silenciosa, que lleva al público a valorar de forma positiva obras que no entiende.

   El problema de la mayor parte del arte que presenta ARCO es que se encuentra anquilosado dentro del mismo discurso que hace un siglo, cuando la obra se planteaba como una necesaria ruptura con toda la tradición anterior y como una búsqueda a toda costa de la originalidad. La necesidad de conseguir un arte que cause provocación es incluso anterior al nacimiento de las vanguardias. Originalidad y provocación, los dos caminos principales por los que transita el arte de ARCO, son insuficientes para crear grandes obras o simplemente para crear arte. No, el arte debe ser otra cosa. Acaso, en una época en la que casi cualquier cosa puede convertirse en obra de arte, haya que hablar en términos de perdurabilidad y de diálogo con el pasado ―la tradición―, el presente y el futuro ―como herencia―.

   A pesar de todo ello, hay que reconocer que es posible que entre tanta paja exista algún valioso grano que pueda perdurar en la memoria de las futuras generaciones. Sólo con eso la feria ya habrá tenido sentido, habrá sido útil y necesaria.

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