El hombre que fue jueves de Gilbert Keith Chesterton

El hombre que fue jueves de Gilbert Keith Chesterton

   En el terreno pantanoso y polémico de los géneros la reseña se ha venido ganando un hueco por mérito propio, casi representante por excelencia de los géneros metaliterarios. Tan viejo como contar el argumento de un libro, la reseña, género inicialmente oral, se vierte al papel cuando el escritor ha tomado plena consciencia de su labor autocrítica, en un proceso que va unido de forma crucial a los medios periodísticos. Después vendrá el momento de mayor esplendor del género, con sus obras maestras, como pueden ser Prólogo con un prólogo de prólogos o Biblioteca personal. Borges, que es uno de los grandes maestros e impulsores del género en el siglo XX, era perfectamente consciente de su autonomía como entidad literaria y supo explotar todas sus posibilidades formales. Precisamente es uno de los textos clásicos de este autor argentino, el prólogo que hace a La invención de Morel de Bioy Casares, una de las muestras más perfectas de lo que considero que debe ser una buena reseña.

   El texto se hace conocido porque Borges ofrece algunas ideas claves sobre su concepción narrativa: se decanta por lo que se podría llamar novela de peripecias ante una novela «psicológica». Pero lo que me interesa del prólogo, entendido como reseña, son las pinceladas que Borges da sobre la novela de Bioy Casares. En una sola frase Borges consigue concentrar la clave fundamental de la novela: [Bioy Casares] «despliega una Odisea de prodigios que no parecen admitir otra clave que la alucinación o que el símbolo, y plenamente los descifra mediante un solo postulado fantástico pero no sobrenatural». Y a continuación añade: «El temor de incurrir en prematuras o parciales revelaciones me prohíbe el examen del argumento y de las muchas delicadas sabidurías de la ejecución». Una buena reseña es la que consigue suscitar un interés irrefrenable por leer la obra sin revelar detalles o pormenores del entramado. Luego, la antirreseña no será más que contar el argumento del libro.

   Todo este rodeo me sirve para justificar por qué no es preferible no referir nada sobre el argumento de la novela de Chesterton. En ese mismo prólogo al que he hecho referencia Borges dijo sobre Chesterton que sus argumentos son superiores a los de Stevenson. No es difícil asumir esta afirmación después de conocer el enrevesado ejercicio retórico y filosófico que supone el conjunto de relatos en torno a la figura del Padre Brown, un grupo de textos que sitúan a Chesterton como uno de los grandes maestros del género policíaco. Género al que en cierto modo pertenece El hombre que fue jueves ─tanto o más que La invención de Morel─, aunque con aportaciones muy significativas del autor inglés.

   El hombre que fue jueves se inicia como una novela al uso, al más puro estilo de El agente secreto de Joseph Conrad. La presentación de los personajes no es demasiado lucida: Chesterton cae, como suele ser habitual en él, en el maniqueísmo más burdo. En un tema que ha propiciado infinidad de páginas a lo largo de la historia del arte, el de la dicotomía de lo báquico frente a lo apolíneo, el triunfo rotundo es para la razón, el orden y el sentido común. El anarquismo no se entiende exactamente como una opción política, sino que es un concepto más amplio que abarca los mecanismos del universo, y que por tanto roza con el nihilismo y con el existencialismo. El resultado del debate no podía ser otro.

   A partir de ese momento se van sucediendo las «magias parciales» del argumento que desconciertan al lector y revelan a Chesterton como autor de una imaginación desbordante y una destreza narrativa prodigiosa. Los elementos de la trama, en principio dispersos y caóticos como las piezas de un rompecabezas, van tomando la posición que les corresponde, y revelan una situación que no queda exenta de un fino humor irónico. La sombra de una sospecha precede al armazón, casi se puede intuir el siguiente paso a través de las pistas sutiles que Chesterton va entrelazando. Al mismo tiempo se va perfilando de forma nítida la figura del personaje hiperbólico y pantagruélico que abarca toda la obra y aún todo el mundo, un personaje ambiguo que hasta el final no quedará perfectamente definido.

   En un momento determinado, cuando las escenas sorprendentes empiezan a acumularse, se hace evidente que la coherencia inicial es pura apariencia y que Chesterton en realidad ha optado por la narración alegórica, en este caso una alegoría cristiana sobre la clásica lucha entre el bien y el mal y sobre el libre albedrío. Todo muy previsible en Chesterton. Es quizá la alegoría maniqueísta lo que haya hecho que la novela haya envejecido mal y resulte extraña e incluso incómoda para un lector habituado a la novelística actual. Sobre su final me gustaría poder decir lo mismo que Borges dijo sobre el de La invención de Morel, que todo queda descifrado mediante un postulado fantástico pero no sobrenatural. Sin embargo, no es posible, porque la alegoría llega a su máximo esplendor en un final delirante y casi demencial. Nada queda explicado o resuelto. Sólo hay lugar para la interpretación simbólica.

   Aunque no la recomiendo, su lectura es conveniente porque ofrece una imagen bastante aproximada de la figura de Chesterton al mismo tiempo que descubre algunos procedimientos muy originales que podrían ser reutilizados en cauces novelísticos más provechosos.

Comentarios

comentarios