De vuelta de la gratuidad de los libros de texto

De vuelta de la gratuidad de los libros de texto

   Antes de que acabe el primer trimestre ya se dispone de información más que suficiente para hacer un balance del sistema de lo que se ha vendido como una de las grandes panaceas de la educación democrática: la gratuidad de los libros de texto. De todos modos, no era necesario dejar pasar ni un día para evaluar de forma negativa un planteamiento que se ha improvisado más que planificado. Incluso la difusión fue deficiente, porque hasta pasadas unas semanas del principio del curso nadie sabía nada.

   Parece ser que lo que más preocupa a los padres de todo este asunto es que las editoriales han empezado a publicar cuadernillos que no quedarían recogidos por la ayuda del libro-cheque ─aquellos en los que el alumno tiene que escribir necesariamente y que por tanto no podrían pasar a otros alumnos─. Es lo que ha ocurrido toda la vida con inglés y ahora pasa con música y con las asignaturas de refuerzo de lengua y de matemáticas. De poco servirá esta medida de puertas para afuera si el bolsillo de los padres se sigue resintiendo igual que antes. Seguramente el problema no está tanto en que los padres deban comprar los libros de texto cuanto en el precio abusivo de estos.

   Al principio de curso se envió una carta a los padres informándoles de que los libros debían durar cuatro años y que deberían desembolsar el importe del libro cuando sus hijos le causaran algún desperfecto. Ya es más que dudoso pensar que todos los padres se dan por enterados, pero el auténtico problema se presenta a la hora de definir desperfecto. Está claro que arrancar hojas, quemarlos o mojarlos a sabiendas supone un evidente desperfecto; sin embargo, ¿lo es escribir en ellos cuando saben que está terminantemente prohibido? ¿Dónde está el límite? Pongo un ejemplo. Hace varios días se le llamó la atención a un alumno por haber dibujado varios signos fálicos en el libro de una compañera. Aparte de las medidas punitivas impuestas al alumno, la solución que se propuso para enmendar el desperfecto era cambiar su libro por el libro agredido mientras los padres no asumieran el coste del libro. Esto no es más que un parche mal puesto, porque cuando el alumno reincida en su comportamiento disruptivo ya no se pondrán cambiar más libros.

   Peor aún, con el inicio del nuevo año y del segundo trimestre una parte de los alumnos que no tienen intención de continuar con sus estudios abandonarán sin más, en muchos casos sin volver a aparecer por el centro. ¿Se tendrán entonces que lanzar los profesores a la caza y captura de aquellos alumnos que no se han tomado la molestia de devolver los libros? ¿Acaso existe alguna actuación real por parte del profesorado para recuperar esos libros? En definitiva, ¿deben convertirse los profesores en guardianes del mantenimiento de los libros de texto? ¿Acaso no tienen ya suficientes responsabilidades como para cargarlos más con una cuestión superflua en la que poco pueden hacer salvo intentar ponerse en contacto con los padres? No es una cuestión de eludir responsabilidades: la Administración carga al profesorado con tareas que no le competen al tiempo que no ofrece un sistema de gestión apropiado. Como siempre funciona el «usted se las verá como pueda», porque lo importante es el lavado de imagen de cara a la opinión pública, por mucho que dar libros de texto gratis no vaya a mejorar los resultados del sistema educativo ─¿qué importa eso si nos ahorramos unos euros?─.

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