Imagino lo cansado que debe ser trabajar en la preparación de una revista mensual durante todo el mes anterior. Llamar a tal o cual escritor de postín, pedirle un artículo o reseña sobre este tema o aquel libro, discusiones varias con escritores, periodistas y críticos, discusiones entre el Consejo Editorial, la preparación de la maquetación, el trabajo de imprenta… un lío, vamos. Imagino lo terrible que debe ser la sensación de que todo ese trabajo ha sido inútil, o cuando menos, falso. Imagino la tirada de 50.000 ejemplares en sus cajas, miles de revistas preparadas para ser difundidas por librerías y grandes superficies de todo el país. Ya no hay marcha atrás: tal vez no se percaten de la impostura, tal vez piensen que somos optimistas o que descubrimos la panacea al problema.
Algo así es lo que debieron pensar los encargados de la revista Mercurio cuando el 1 de diciembre El País les flageló con un artículo ─nada menos que de una página, para mayor recochineo─ en el que se hace un estudio pormenorizado del retroceso de nivel de lectura de nuestros alumnos, precisamente con Andalucía a la cola. Y es que el temido Informe PISA, para desgracia de algunos, no miente y pone de manifiesto una situación que va más allá del escándalo. La vergonzante realidad no es que los jóvenes no lean, sino que sean incapaces de entender, usar o analizar textos. Partiendo de este dato se puede comprender perfectamente el fracaso de la lectura a estos niveles: es normal que algo que no son capaces de comprender les aburra o incluso asquee; al tiempo que se explica también el fracaso escolar, porque al igual que no pueden sobrellevar una novela o un poema son incapaces de manejar un texto científico. El País apunta una posible solución en la inversión media por alumno de educación no universitaria, que es mayor en el País Vasco, Navarra y Asturias, donde los resultados en cuanto a lectura son superiores.
Y he aquí delante el Mercurio, con esos colores tan suaves, cálidos y vistosos en la portada. Con ese letrero «Las primeras lecturas» que es una invitación a abrir la revista y recrearse con un dossier monográfico dedicado a la literatura infantil y juvenil. Con una editorial que dice que «en España el libro infantil y juvenil se encuentra en una situación de estable madurez»; con ese optimismo barato de Emili Teixidor ─autor de La lectura y la vida en Ariel─ que da trucos de manos y recetas superficiales para aficionar a nuestros jóvenes a la lectura, con la eterna y clásica referencia a la no obligatoriedad de la lectura en los sistemas educativos, bandera de los animadores políticamente correctos; con ese análisis de circunstancias de Lorenzo Silva sobre La isla del tesoro que está muy por debajo del que hiciera Cotroneo; o el recorrido de Care Santos por las editoriales y autores españoles con perlas como la siguiente: «¿Leen los adolescentes? El tanto por ciento que lo hace de forma frecuente es ligeramente superior al de los lectores frecuentes adultos». Uno se pregunta de dónde saca Care Santos sus estadísticas, posiblemente inventadas, y si conoce el Informe PISA, para saber si su alusión a España como país de analfabetos es casual o fina ironía.
En fin, es una pena todo ese trabajo, esfuerzo y papel para nada o casi nada. Sólo espero que por encima de la aparente crítica destaque mi generoso espíritu conmiserativo. Por cierto, lo que más gracia me hace son las alusiones a los pesimistas. Si es que la cultura popular tiene más razón que un santo: un pesimista no es más que un optimista bien informado.
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