Hijos del Mediodía de Eva Díaz Pérez

Hijos del Mediodía de Eva Díaz Pérez

   Nada sabía yo sobre Eva Díaz, ni siquiera me sonaba su libro más conocido, Memoria de cenizas. La vi por primera vez en la Feria del Libro de Sevilla del 2007 en una atípica presentación de libro, y digo atípica porque era en realidad un homenaje a la Generación del 27, con la participación de Jesús Vigorra y del profesor Rogelio Reyes. Después de que este último abrumara con una cantidad de datos histórico-literarios apabullantes a un no muy abundante público, Eva Díaz saltó a la palestra libro en mano con una obra que toca tangencialmente al 27, con un homenaje muy particular y atractivo al mismo tiempo. Y es que este libro, Hijos del Mediodía, cuenta con un episodio en el que se novela la incursión de los «niños del 27», por emplear una expresión muy del gusto de la autora, en tierras sevillanas. Nada más y nada menos que una reconstrucción ficticia del momento anterior y posterior al Ateneo, a esa mítica fotografía que forma parte indeleble de la historia de la literatura. Sólo por este motivo merecía la pena leer el libro, independientemente de la calidad del conjunto.

   Y casi habría que decir que el libro es una mera excusa para justificar ese momento. La trama, como he dicho, no tiene una relación directa con el grupo poético del 27 excepto en momentos puntuales. Sólo Luis Cernuda cobra un papel más relevante, convertido en el fugaz e inolvidable amante del protagonista antes de que se marchara a tierras inglesas. Por lo demás, el papel que juega el 27, salvo Rafael Alberti y su inseparable Ignacio Sánchez Mejías, es más anecdótico que otra cosa. Se utiliza al grupo poético como contrapunto al grupo que se había formado en Sevilla, con integrantes como Fernando Villalón, Rafael Porlán, Alejandro Collantes, Joaquín Romero Murube, Rafael Laffón o Antonio Núñez de Herrera. Estos últimos poetas, casi todos ellos olvidados o menospreciados, son de alguna manera los protagonistas de la novela, los hijos de Mediodía, la revista que fundaron al modo de la más conocida revista Grecia, bandera del ultraísmo.

   La visión que ofrece Eva Díaz de estos poetas es en general poco amable, dibujando a un grupo «tan transido de Sevilla que no veía más horizonte que la vigilia de los jazmines», demasiado encerrado en sus horizontes y con el convencimiento absurdo de poseer la esencia sevillana de la poesía. El provincialismo del grupo hispalense choca de lleno con el cosmopolitismo y universalismo del grupo del 27, lo que deriva inevitablemente en un enfrentamiento en el que el 27 queda tan por encima como lo está Litoral de Mediodía. Sólo Villalón, Adriano del Valle y el apócrifo protagonista se salvan de la quema. De entre ellos, únicamente la figura de Villalón, el que debiera ser auténtico protagonista del libro, queda engrandecida con aura telúrica de poeta teosófico, empeñado en malgastar su fortuna en criar una raza mítica de toros de ojos verdes o en extraños artefactos como el silfidoscopio o máquina para cazar sílfides, perdido en mundos imaginarios como la isla de Tarfía ─con sus ibis y fenicópteros─ y obsesionado con la magia y los espíritus, más reales para él que sí mismo. El resultado final de esta inimaginable mezcla es el personaje más atractivo de la obra, y es precisamente el momento en que se marcha a Madrid y desaparece de escena cuando curiosamente la trama pierde interés.

   Las bromas vanguardistas se suceden, como por ejemplo en la cena jocosa que abre la obra en la que todos aparecen disfrazados de tópicos sevillanos ─Joaquín Romero Murube, por ejemplo, «se escondía tras un disfraz de gitanería o de Carmen descocada y perversa»─, pero algo huele a rancio, a postizo, a impostura. No se percibe la verdadera frescura vanguardista que en esos momentos se está viviendo en Madrid. Así es que Alejandro Collantes, el más rancio de todos, increpa a Antonio Núñez Herrera cuando aparece disfrazado de Virgen encarnando a la Macarena. El único personaje con sangre vanguardista en las venas es Fernando Villalón, que como ya he dicho está detrás de las escenas más surrealistas del libro, sobre todo en la incursión a la isla de Tarfía y en las sesiones espiritistas ─baste recordar que todo lo sobrenatural es muy del gusto del surrealismo y que las sesiones espiritistas estaban a la orden del día─. Este vanguardismo superficial, a pesar de todo, no convence, lo que en el fondo impregna de tragedia a los personajes, que parecen hacer todo lo posible por imitar a las grandes grupos literarios sin conseguirlo.

   Pero hasta ahora casi nada he señalado sobre Arturo Gándara, ese poeta de tercera fila con ínfulas de genialidad literaria y antes que poeta periodista, que hace las veces de protagonista en el libro. Gándara es un reporter con una sección fija dentro de un periódico local, El Liberal, titulada “Galería de raros”. En esta sección Arturo describe la vida de poetas apócrifos a los que atribuye extrañas peculiaridades, como por ejemplo el que se inspiraba en cucarachas o el cazador de suicidas. Estos artículos, que aparecen fuera de los capítulos, demuestran una absoluta y catastrófica falta de talento por parte de Arturo, que seguramente era lo que Eva Díaz quería conseguir, porque en el transcurso de la novela se constata en muchas ocasiones esa falta de talento. Al final, como era de esperar, y así se pone de manifiesto explícitamente en la novela, Arturo acaba convirtiéndose involuntariamente en uno de los protagonistas de su propia sección, condenado al absurdo de una existencia fracasada, cimentada en el absurdo de una misión imprecisa, que no logra perfilarse en las 548 páginas del libro.

   Arturo recibe extraños mensajes anónimos en forma de cartas y de libros, firmados por ilustres escritores sevillanos ya fallecidos, que le conducen a una búsqueda sin salida, en la que nunca queda muy claro cuál es el elemento que se está buscando. Esta misión es nada más y nada menos que resucitar la memoria libresca de Sevilla. Para ello Arturo cuenta con un cuaderno de tapas negras ─regalo de Cernuda─, en que el esporádicamente garabatea algunas anotaciones que pretenden ser un esbozo de la esencia literaria de Sevilla y que no hacen sino confirmar la mediocridad que se sospecha en el personaje, algo que ya se percibía en su “Galería de raros”. Quizá el punto más interesante sea el conflicto del personaje, consciente de su propia mediocridad, negándose a aceptarla. El cuaderno negro toma finalmente forma de libro, La ciudad del Mediodía, «un libro que hoy es inencontrable y que lo publicó en la editorial argentina Losada en 1957» dice Eva Díaz. Pero incluso en esa trágica mediocridad hay algo en el personaje que produce antipatía, quizá la falta de carácter que se le adivina, como si el personaje no acabara de estar formado completamente. Aunque políticamente se posiciona en la izquierda le falta la convicción y el valor de defender su pensamiento, se intuye capaz de las traiciones más repugnantes a cambio de salvaguardar su vida.

   El libro está claramente divido en dos partes: antes y después del estallido de la Guerra Civil. Los personajes más atractivos del libro, Fernando Villalón y el librero Don Miguel ─un claro homenaje a Don Miguel de Unamuno─ desaparecen de escena, el grupo del Mediodía pasa a un lugar muy secundario, sustituidos por personajes grotescos y desagradables como Pancracio el Achicoria o derrotados y absurdos como Antonio El Manigua. La literatura deja paso a la política. A partir de este momento la novela pierde todo su interés, que radicaba sobre todo en la descripción costumbrista del mundillo literario. El eje central que une ambas partes es la búsqueda de esa esencia literaria, en una trama detectivesca poco efectiva porque no se define correctamente qué es lo que se pretende; además, casi desde el principio del libro se presiente quién es el autor de los enigmáticos envíos. La lectura se continúa casi por inercia.

   No se puede dejar de mencionar el estilo, aspecto en el que Eva Díaz ha conseguido para bien o para mal la creación de una voz propia y de una manera de narrar muy personal. El lenguaje que utiliza está cargado de un lirismo exuberante e hiperbólico, elaborando una atmósfera densa que a la larga acaba resultando agotador para el lector. Conviene leer el libro con un diccionario a mano, porque el uso de palabras eufónicas y rimbombantes es abrumador, hasta tal punto que se llega a sospechar si tanto preciosismo no sirve para tapar otras carencias. Hay constantes referencias a elementos sensoriales, sobre todo relacionados con la vista y el olfato. Casi se podría decir que es un libro aromático, pues no hay página en la que no se aluda de alguna manera a olores. Incluso los personajes participan en esta celebración del olfato, a través de innumerables juegos en los que tienen que describir olores echando mano de imágenes verdaderamente estimulantes. El único peligro que existe es el de la saturación.

   Si bien es cierto que Hijos del Mediodía no es precisamente una novela deslumbrante, sí podría convertirse con el tiempo en un punto de referencia ocasional para los amantes obsesivos del 27. En el fondo es una gozada ver a escritores y poetas como Jorge Guillén, Dámaso Alonso o Luis Cernuda convertidos en personajes, hacer cábalas sobre qué podrían hablar en sus momentos de amistosa intimidad. La visión que se da de Dámaso Alonso, por ejemplo, entre divertida y tierna consigue despertar la complicidad del lector. El trabajo de documentación, todo hay que decirlo, es impecable ─se nota la vena periodística─, y la forma en que se mezclan ficción y realidad, lo que pudo haber sido y lo que fue hacen de Hijos del Mediodía una novela interesante para conocer más detalles sobre la celebración en el Ateneo de Sevilla, todo lo que la precedió y todo lo que vino después, que no es poco.

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