Tostada

Tostada

   Con el tiempo he llegado a la conclusión de que los mejores escritos son aquellos que consiguen ponerme verde de envidia. Sana envidia, se dirá, si es posible que la envidia sea sana entre escritores o simplemente entre hombres, que es casi lo mismo. Quiero decir, para que un texto sea bueno tiene que cumplir fundamentalmente dos requisitos: no haberlo escrito yo y desear con todas mis fuerzas haberlo hecho. Futuro perfecto es una bitácora que está llena de este tipo de textos, en un género en el que la originalidad es fundamental: el microrrelato. Se trata de un auténtico filón de oro para los estetas cortazianos más exigentes, a la manera del Morelli más clásico.

   Porque la mejor forma de elogiar o recomendar la lectura de un escritor es ofrecer alguna maravilla de ese autor, he decidido callar, dejar el oropel a un lado y saltar al intermediario. Aquí les dejo con un relato que hará las delicias de cualquier lector, y que por sí mismo es una razón suficientemente poderosa como para acercarse al conjunto de la obra.

   Sólo siento haber llegado demasiado tarde a la bitácora, que lleva más de un año temporalmente cerrada. O quizá no lo sienta tanto, es lo que tiene la envidia, que en el fondo es maldiciente.

    Esta es la historia de un milagro.

   Estaba yo hace un par de días preparándome el desayuno cuando por un descuido se me cayó una tostada y… aquí viene el milagro: no cayó del lado de la mantequilla.

   Así es. Al contrario de todas las tradiciones, las costumbres y las leyes escritas y no escritas del mundo, la tostada había llegado al suelo del lado del pan sin untar.
Mi mujer y mi cuñada contemplaron el fenómeno y se lo contaron a sus amigas y amigos y a sus hijos y a los amigos de sus hijos, de manera que en poco tiempo la noticia había corrido por toda la ciudad. Pero además a eso del mediodía llegó la televisión y antes de caer el sol ya lo sabía todo el planeta.

   Vinieron a casa sabios de todo el mundo y sacerdotes de todas las religiones. Durante toda la noche y el día siguiente estuvieron discutiendo si era posible, si era probable o si fue realmente un milagro. Pero no había forma de que se pusiesen de acuerdo.

   Hasta que llegó Stephen Hawking en su sillita de ruedas con su ordenador portátil, miró la tostada y dijo:

   ─No es que la rebanada haya caído mal. Es que tu has puesto la mantequilla en el lado equivocado.

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