No suele ser habitual que una adaptación supere al original, pero es casi imposible dejar de evocar la película de Luchino Visconti cuando se piensa en el libro Muerte en Venecia; de la misma manera, no es posible dejar de tener presente la película del recientemente fallecido Sydney Pollack cuando el lector lee la primera línea del libro de Isak Dinesen: «Yo tenía una granja en África, al pie de las colinas de Ngong». Pero no me interesa tanto analizar el proceso de adaptación, en este caso bastante más libre que en el de Muerte en Venecia, como centrarme exclusivamente en el libro de Dinesen.
El libro es un relato autobiográfico que narra una importante época de la vida de Dinesen, cuyo verdadero nombre era Karen Christence Blixen-Finecke. La incipiente escritora se casó con un primo lejano, el barón Bror Blixen-Finecke, y juntos compraron una granja dedicada a la plantación de café en Kenia. La relación matrimonial no tuvo demasiada suerte y finalmente se produjo el divorcio, tras el cual Dinesen quedó al cuidado de la granja hasta que finalmente se vio obligada a venderla por diversos motivos. Memorias de África hace una descripción bastante detallada de la experiencia de Dinesen al frente de la granja, con una relación bastante prolija de las costumbres de los nativos y de su confrontación con las de los europeos. Ambas culturas se comparan y enfrentan constantemente, y a lo largo de toda la obra no se percibe la supremacía de una sobre la otra ─si bien es cierto que los nativos sienten auténtica reverencia por algunos europeos, como ocurre con la protagonista─, sino más bien el intento reiterado de una europea por comprender y hacerse con las costumbres del lugar donde habita. Finalmente la asimilación es total, y el lector percibe cuando el personaje abandona África que su corazón queda en el salvaje continente, que ya nada volverá a ser igual en su vida. La protagonista hace una valoración de su estancia en África con estas palabras: «Ahora, recordando mi vida en África, pienso que en su conjunto puede describirse como la existencia de una persona que vino de un mundo agitado ruidoso a otro tranquilo».
El membrete de «novela» es difícilmente aplicable a un libro que está demasiado apegado a la fragmentaria literatura de diario. Además, Dinesen es excesivamente descriptiva ─si es que se puede ser eso─, por lo que la acción es muy lenta, a veces inexistente. Supone, por tanto, un verdadero festín para los sentidos, cuyos colores, olores o sonidos casi se pueden percibir a cada línea, pero al mismo tiempo entorpece la lectura novelística. El libro se presenta dividido en cinco grandes partes ─que no capítulos─ que a su vez se dividen en distintos subapartados. Cada una de estas partes se vertebra a través de un eje temático, una nota predominante, aunque en el desarrollo la narradora utiliza un tipo de discurso semejante al discurrir del pensamiento, con sus divagaciones y sus ramificaciones. No es infrecuente que la autora se demore en la narración, que se ande por las ramas, que salte de un tema a otro distinto, al que dedicará unas pocas páginas, para volver de nuevo al tema inicial. Una anécdota lleva a otra, sin aparente orden, y de esa forma se van encadenando y conformando el entramado que da como resultado un relato complejo y difícil de delimitar.
La primera parte se dedica por entero a un pequeño nativo de nombre Kamante que acaba trabajando como cocinero de Dinesen. Este joven se describe como un peculiar individuo, completamente fuera de lo normal, que sin embargo, como cualquier kikuyu, «mezcla su sangre con la fatalidad, acogiéndola con simpatía, como a una hermana». Es lo que Dinesen describe como «profesión de fe de Prometeo» con hermosísimas palabras: «El dolor es mi elemento y el odio el tuyo. Podéis hacerme pedazos. No me importa». Curiosamente, Kamante apenas vuelve a aparecer una vez pasada la primera parte, como también es extraño que del auténtico brazo derecho de la baronesa, el masai mahometano Farah, apenas se ofrezcan datos, salvo una rápida referencia a las mujeres que le rodean.
Las siguientes partes se centran en un trágico accidente que levanta a la comunidad kikuyu y que ilustra las diferencias culturales con respecto a Europa en el modo de afrontar la ley y el castigo, y hace un repaso por las distintas visitas que Karen va recibiendo en la granja a lo largo del tiempo, algunas de ellas anecdóticas y circunstanciales, y otras auténticos amigos como Denys Finch-Hatton. También describe los «ngomas», grandes danzas nativas que se desarrollan en la granja y que tienen entre los kikuyus funciones sociales, amistosas y tradicionales. Precisamente uno de los momentos más hermosos del libro se produce en el «gnoma» que los ancianos hacen en honor a Karen en su despedida.
Porque a pesar de que estructuralmente no sea una novela bien construida, Memorias de África está rebosante de momentos de gran lirismo. La figura de los nativos se recubre con una especie de belleza mística, como si sólo ellos tuvieran acceso a lo que nos está negado a los civilizados europeos, un contacto más directo e íntimo con la tierra, una sabiduría que no está en los libros. Detrás de su sencillez hay una verdad telúrica, como ocurre en el fervor absoluto que se tiene por la palabra escrita, a la que se le otorga un carácter sagrado y mágico, equiparando cualquier verdad a la del Evangelio; o como ocurre con la concepción que se tiene de la mujer, que es el supremo valor de la vida en torno al cual gira todo pero al mismo tiempo necesitan pertenecer a algún varón. Se trata en muchos casos de un pensamiento mítico tendente a la simbolización, que incluso «te pueden transformar en un símbolo». Pero esta belleza no reside únicamente en el modo de entender la vida que tienen los nativos, sino también en las expresiones que utiliza; así por ejemplo, describen la muerte con la siguiente frase: «Un gato se había levantado y abandonado la habitación».
La cuarta parte es la más fragmentaria de todas: son pequeñas historias inconexas, que en muchos casos poco o nada tienen que ver con el relato principal. Algunas de ellas, sin embargo, suponen algunos de los momentos más deslumbrantes del libro. Es el caso, por ejemplo, de un fragmento titulado «El loro», que no tienen absolutamente ninguna relación con la trama del libro. Sólo por los pequeños fragmentos como éste merece la pena leer el libro.
El loro
Un viejo armador danés recordaba los días de su juventud y cómo una vez, cuando tenía dieciséis años, se pasó una noche en un burdel de Singapur. Había ido con los marineros del barco de su padre y se sentó a charlar con una anciana china. Cuando ella oyó decir que era nativo de un país muy lejano trajo un viejo loro, que era suyo. Contó que hacía mucho, mucho tiempo, se lo había regalado un noble inglés que había sido su amante en su juventud. El muchacho pensó que el loro podía tener hasta cien años. Podía decir frases en todos los idiomas del mundo, aprendidas en la atmósfera cosmopolita de la casa. Pero el amante de la mujer china le había enseñado una frase antes de regalárselo, que ella no entendía, ni ningún visitante le había podido decir qué significaba. Así que llevaba muchos años preguntándolo. Pero como el muchacho era de tan lejos quizá fuera en su idioma y pudiera traducir la frase.
El muchacho se quedó profunda, extrañamente conmovido por la sugerencia. Cuando miró al loro y pensó que podía oír danés en aquel terrible pico estuvo a punto de marcharse corriendo de la casa. Sólo se quedó por ayudar a la anciana china. Pero cuando ella hizo que el loro dijera su frase, resultó ser griego clásico. El pájaro dijo sus palabras muy lentamente y el muchacho sabía el griego suficiente como para reconocerlas; eran unos versos de Safo:
La luna y las Pléyades se han puesto,
Y medianoche es pasada,
Y las horas huyen, huyen,
Y yo estoy echada, sola.
La anciana, cuando él le tradujo los versos, chascó los labios e hizo girar sus ojos rasgados. Le pidió que se lo dijera otra vez y movió la cabeza.
Vale la pena leer a Isak Dinesen, pues en sus pequeños relatos te hace sentir como si tu misma estubieses viviendo cada historia, su manera de describir las vivencias y a las personas hace que puedas vivir en tu imaginacion por los instantes que llevas a cabo la lectura.
Aunque ciertamente ninguno de los capitulos esta en constante relación puedes percibir el amor que Isak siente por el continente africano.