Jaan Kross, recientemente fallecido, pasará a la historia de la literatura europea como el escritor estonio más importante por su ciclo de novelas históricas, entre las que destaca fundamentalmente El loco del zar. Además de ésta, otra de las novelas que han llevado a Kross a ser nominado varias veces para el Nobel de Literatura es La partida del profesor Martens, algo inferior a la primera pero también imprescindible dentro de su producción; y al igual que El loco del zar se trata de un documento que da testimonio de unas circunstancias históricas y políticas en las que la ficción y la realidad se entremezclan de forma necesaria e indisoluble.
En el libro se recrea el viaje en tren del diplomático y jurista internacional Friedrich Martens, desde su pequeña localidad natal llamada Pärnu, en Estonia ─que representa el retorno a la despreocupación de la infancia─, hasta la gigantesca San Petersburgo, donde es convocado por el ministro de Asuntos Exteriores para atender a una consulta urgente. Este viaje no es sino un largo monólogo interior que se extiende a lo largo de un doble camino, que corre paralelo y simultáneo: al mismo tiempo que el viaje en tren, y de forma indispensable, hay un recorrido hacia dentro, una senda por el camino de la más absoluta sinceridad cuyo destino final es el conocimiento profundo de uno mismo. Una sinceridad que Martens sólo puede plantearse a través del monólogo, aunque aparezca con frecuencia bajo la forma del diálogo. El hilo del pensamiento no es siempre diáfano, y en muchas ocasiones se enturbia en las aguas de la ensoñación onírica, a veces hasta las profundidades de un temor que se manifiesta en pesadillas. A mitad de camino entre el sueño y la vigilia, ante los ojos de Martens aparece su esposa Kati, una visión que le sirve de confidente y de justificación, un garante de esa sinceridad que parece no haber mantenido nunca consigo mismo.
Martens parece haber triunfado indiscutiblemente en política, alcanzando un prestigio internacional. El núcleo de su teoría política sobre derecho internacional recogido en su libro Derecho internacional de los Estados civilizados defiende que el nivel de desarrollo de las relaciones internacionales y del derecho internacional depende del grado de consideración que tenga un Estado determinado hacia el ser humano como tal; es decir, que «un Estado sólo es miembro de la comunidad de los Estados civilizados si ─y en la medida en que─ los derechos imprescindibles de la persona humana son en él teóricamente reconocidos y prácticamente protegidos». Sin embargo, Martens es consciente de sus limitaciones, como consejero del zar se sabe atrapado en el lodazal del absolutismo, endemoniadamente solo, mientras que, por ejemplo, sus colegas suizos corren en masa sobre el césped cortado de una antigua tradición internacionalista.
Ese es posiblemente uno de los motivos que le han impedido recibir el premio Nobel de la Paz, del que se considera justo merecedor. Es uno de los complejos factores que deben confluir en los años anteriores a la concesión del premio, la conducta irreprochable del país nativo. A pesar de todo, en varias ocasiones estuvo a punto de recibirlo, sobre todo en 1902 ─segundo premio en la existencia del Nobel─, año en que, por un lamentable error que bien le pesaría, incluso recibió un telegrama de un compañero y amigo felicitándole por la concesión del premio. El Nobel de la Paz es para Martens algo más que el broche a una brillante carrera, es la necesidad de reafirmación ante la duda de haber llevado su vida por el camino correcto, y es por eso que no pasa un solo día sin pensar en el Nobel.
Tampoco el amor ha supuesto una vía de escape infalible para Martens. A pesar del juramento de sinceridad hecho a Kati ─o precisamente por eso─ Martens confiesa haber cometido numerosas infidelidades a lo largo de los años, especialmente con una joven pintora de clase muy humilde con la que tiene un hijo que ni siquiera llega a conocer. Parece que la confesión de alguna manera le libera a ojos de Kati y que su amor atraviesa el bache fortalecido, pero en la última parte del trayecto Martens conoce a una joven pasajera a la que intenta conquistar. Este encuentro supone un hito dentro de la novela porque rompe el ritmo narrativo del monólogo al introducir un personaje ajeno a Martens e introduce la mayor parte de diálogos. Esta dama, Hella Wuolijoki, llama poderosamente la atención de Martens, ya que es una joven estonia doctorada y ardiente socialista. Mantienen una conversación en la que tratan diversas cuestiones políticas, en las que Martens adopta un papel entre paternalista y académico, manteniéndose en todo momento bajo la más estricta cortesía. Al llegar a Valga deben hacer transbordo para constinuar el viaje a San Petersburgo. Allí Martens descubre con enorme decepción que no podrán pasar el resto del viaje juntos porque la dama debe pasar varios días en Valga antes de proseguir el viaje a San Petersburgo. Aunque Martens insiste a la joven para que le acompañe mientras llega el tren, con la intención velada de conquistarla, ella rehúsa su ofrecimiento y sus caminos se separan definitivamente. La decepción ante la conquista frustrada muestra a un Martens caprichoso y frívolo, incapaz de ser constante a su esposa a pesar de su juramento de sinceridad.
Uno de los elementos más importantes en el libro es el tema del doble, que llega a obsesionar a Martens hasta el punto de propiciar uno de los juegos narrativos más interesantes de la novela. En la época en que Martens estudia segundo curso en la universidad descubre la existencia de un antiguo diplomático del siglo XVIII llamado Georg Friedrich von Martens, al que le unen importantes similitudes. Poco a poco Martens va descubriendo que las equivalencias entre su vida y la de su predecesor son más significativas de lo que pensó en un principio, que sin ser consciente de ello ha seguido los mismos pasos marcados por el viejo Martens, repitiendo su vida aún en sus aspectos más insignificantes. En esa secreta obsesión Martens llega a considerarse un simple doble, «la sombra y copia de mi predecesor». A partir de esta convicción surge la duda hasta qué punto es su vida producto de sus propias decisiones o si está condenado a la mera repetición, si tiene capacidad de elegir su propio futuro o éste ya ha sido elegido por su doble. Aparte de las implicaciones filosóficas de este planteamiento, Kross aprovecha el tema del doble para manipular la perspectiva del narrador, el espacio y el tiempo del relato. En algunos momentos todo se transforma y será el anterior Martens el que se haga cargo de la narración, aunque siempre ─así se percibe─ a través del Martens actual, que es capaz de recrear al mínimo detalle episodios de los que no puede tener noticia.
La única diferencia entre ambos Martens es posiblemente la naturaleza de sus orígenes, humildes en el caso del protagonista. Para Martens, cuya clasificación de los seres humanos se basa en la comparación ─lo que le lleva a establecer como tipos de hombres el «supremativo», el «dominado» y el «igualitario»─, proceder de una familia pobre es al mismo tiempo un tormento y un consuelo. Lo primero porque siempre se sentirá por debajo de otros compañeros ─y por debajo también de su esposa─ y lo segundo porque es consciente de que ha conseguido ascender socialmente hasta adquirir un prestigio superior al de otros que partían de un origen social más elevado. Incluso será capaz de utilizar con destreza la ambigüedad de sus orígenes para su propio beneficio: procedente de un país como Estonia, será capaz de pasar por alemán, por ruso o por estonio según las circunstancias.
Pero esta habilidad le supone al mismo tiempo un sentimiento de orfandad, de no pertenecer a ningún sitio, que a duras penas consigue llenar su pequeña Pärnu natal. A pesar de sus triunfos ha pasado de una frustración a otra ─el premio Nobel, sus orígenes, vivir como un doble, sus infidelidades─, y su carencia de nacionalidad, ni alemana ni rusa, ha hecho que se vuelva incluso en Pärnu un no estonio. Finalmente en la balanza de Martens parece tener más peso el platillo de las frustraciones, tanto es así que el cierre de la novela, con toda su ambigüedad, deja en los labios un sabor agridulce difícil de digerir.
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