La hija del espantapájaros de María Gripe

La hija del espantapájaros de María Gripe

   El estudio que hace Propp de las funciones o personajes que desempeñan papeles que se repiten en todos los relatos se revela inoperante desde el momento en que la narración se complica levemente. Propp aplica su estudio al cuento folklórico, de estructura sencilla y reiterativa, con una tendencia clara al maniqueísmo, a enfrentar funciones: protagonista frente a antagonista o ayudante frente a oponente. Esta estructura se repite en otro tipo de relatos que debe tanto al cuento folklórico que en muchas ocasiones se pueden considerar como la misma cosa: las narraciones infantiles. Pero a medida que la destreza lectora va adquiriendo experiencia y herramientas para afrontar y disfrutar de los textos, el esquema simplificador y maniqueísta de Propp deja de ser aplicable al estudio del relato. Hay historias que están en una zona intermedia, en ese peligroso campo de batalla que es la adolescencia, un momento en el que es tan complicado encontrar una fórmula acertada como casar el placer estético con el placer lúdico. En esa escala de gradación La hija del espantapájaros supondría un escalón intermedio que puede servir de unión entre libros infantiles como Matilda o Momo y libros en los que se trata el tránsito a la edad adulta, como La isla del tesoro o El guardián en el centeno.

   La hija del espantapájaros se encuentra más cerca del primer grupo que del segundo, pero no deja de hacer concesiones al último. Existe una leve tendencia inicial a repetir modelos, a utilizar algunas de las funciones estudiadas por Propp, sin que ello sea óbice para alterar el rol y hacer evolucionar a los personajes, no hasta el extremo, por ejemplo, de La isla del tesoro. Es esta coincidencia la que hace que al principio de la historia, después de leer la descripción de Loella, la protagonista, se pueda confundir perfectamente con Momo, por ir vestida con una chaqueta tan larga que más bien parecía abrigo. Así mismo, la falta de tacto y el carácter despreciable de Agda Lundkvinst y de su marido recuerda a los padres de la pequeña Matilda, como el pequeño y regordete Tommy, hijo de Agda, recordará al hermano de Matilda. Pero no se engañen, Loella no tiene mucho que ver ni con Momo ni con Matilda. Le falta carisma, pureza e inocencia, algo en lo que por supuesto influye la diferencia de edad. Pero tampoco Agda tiene exactamente la fría estupidez de la madre de Matilda, sino que muestra distintos matices, y su relación con los hermanos de Loella pasa por distintas etapas: al principio sólo le interesa el dinero que le promete la madre de Loella, pero más adelante se encariñará con ellos, y el pesar que siente cuando se despide de ellos está lleno de sinceridad.

   No hay maniqueísmos en La hija del espantapájaros, lo cual se llega a agradecer, porque la literatura juvenil prolifera en ellos. Es cierto que tampoco hay en el libro desarrollos psicológicos brillantes. El mayor de ellos se produce por supuesto con la pequeña Loella, que da un paso desde una relativa despreocupada niñez ─y digo relativa porque es ella la que lleva adelante a su familia─ hasta las preocupaciones adolescentes sobre la búsqueda de la identidad. Cuando Loella vive en el campo está más en contacto con la tierra, con lo telúrico y incluso con lo misterioso. De ahí que cuando las cosas le iban mal utilizaba esa especie de fórmula mágica «luna negra, flor venenosa, nido de culebras» que espantaba a todo el mundo, y especialmente a sus enemigos. El mismo papel ─espantar enemigos─ desempeña en ciertos momentos el espantapájaros. En la ciudad Loella dejará de pronunciar prácticamente su fórmula y perderá el contacto con el mundo espiritual, que le parecerá ajeno cuando haga con Mona la sesión espiritista.

   Otro cambio más interesante es el proceso de socialización que experimenta Loella. En el campo sólo había tenido contacto con tía Adina y con sus hermanos. Con su madre se comunicaba a través de correspondencia y con Fredik Olsson, su mejor amigo y lo más parecido que tiene a una figura paterna a través del espantapájaros. Precisamente el espantapájaros se puede considerar como un símbolo de la soledad y de la incomunicación que tiene el personaje. En el pueblo la llaman «Malos pelos» y prácticamente no tienen trato con ella. En la ciudad, en cambio, tendrá un sentimiento contradictorio, porque por una parte descubrirá la incomunicación que existe ─y echará de menos ese «Malos pelos»─ y por otra parte se verá obligada a relacionarse con una serie de personas en las que descubrirá un buen fondo, incluso en el caso de Mona, que es el personaje más conflictivo. Pero cuando Loella abandona la ciudad es evidente que se ha hecho amiga de Mona y de Svea Sjöberg, la directora del orfanato. También cambia su punto de vista sobre Agda, volviéndose más tolerante al reconocer que ha cuidado bien y se ha encariñado con sus hermanos. Después de esta experiencia socializadora Loella está preparada para que su espantapájaros se convierta en carne y hueso.

   Por otra parte, la atención hacia sus hermanos se desvía, no sólo porque ellos vivan en casa de Agda, que está bastante cerca del orfanato, sino porque los pequeños pronto se olvidan de su hermana y se vuelvan sobre Tommy. Este primer desengaño llevará a Loella a recluirse sobre sí misma, a la introspección y, por supuesto, a la ensoñación. Las comparaciones entre la vida del campo y la vida de la ciudad son constantes, pero no siempre en el sentido que cabría esperar en un personaje más lineal. El sentimiento que tiene Loella por la ciudad es al mismo tiempo de rechazo y de atracción. Hay muchos aspectos de la ciudad que no comprende ─que nadie se salude por la calle, el constante ruido, la falsedad o incluso el spleen más baudeleriano─, pero al mismo tiempo le atrae, porque al fin y al cabo no deja de ser una niña, y la ciudad ofrece grandes posibilidades. Es lo que ocurre por ejemplo en Navidad, cuando llevada por un afán consumista disfruta con cierta culpabilidad comprando regalos para los demás.

   Pero es sobre todo la esperanza de que su padre venga a buscarla lo que tiene que ver con este cambio de carácter. A partir del dibujo para el día del padre, y sobre todo tras el malentendido del regalo de Navidad, Loella llega a creer fervientemente que su padre vendrá a buscarla. Cuando miente a los demás explicando que su padre viaja por todo el mundo y que le envía constantemente cartas no se miente en realidad a sí misma, porque se trata de una mentira que ha asumido como verdad, porque tiene presente las palabras de tía Adina: «todo lo que pasa tiene un oculto significado». En la mente de Loella todo cobra un significado secreto y misterioso que sólo ella logra descifrar; todo está conectado ─el dibujo, el regalo de Navidad, los sellos, el mensaje de los espíritus─ y todo apunta hacia el encuentro con su padre. Ante tantas “evidencias” es imposible negarlo. El momento culminante de felicidad se produce en abril, mes designado por los espíritus para la reunión. Hasta el último momento Loella no pierde la esperanza y hasta el último momento hará lo posible por forzar ese hallazgo. El desengaño posterior muestra a una nueva Loella, un poco más madura y conciente de sí misma: « Había buscado ese oculto sentido sin encontrarlo; por eso se había inventado uno. Se había engañado a sí misma. Nadie más que ella tenía la culpa. Todo había sido pura fantasía. Imaginaciones tontas».

   Esa necesidad de Loella de reunirse con su padre es realmente una búsqueda de la identidad propia. No hay que olvidar que la idea aparece en Loella a partir del momento en que escucha el comentario de Agda en el que dice que Loella y su padre son idénticos. Es el conocimiento de que existe un ser humano idéntico lo que activará en Loella esa necesidad de conocerlo. A falta de figuras paternas representativas, con una madre irresponsable viajando por América y un padre cuya identidad desconoce, Loella necesita precisamente ese modelo que le ayude a construir su propia personalidad. Reflejada en el espejo de su padre Loella sabrá cómo debe hacerlo. Tras su aventura en la ciudad ─descrita como el despertar de un sueño─ Loella ha madurado lo suficiente como para estar preparada para el encuentro; por fin podrá escuchar como reales aquellas hermosas palabras con las que siempre había soñado: «Entonces tú eres mi hija».

   Este es un libro viajero

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