Sigfrido de Harry Mulisch

Sigfrido de Harry Mulisch

   Permítanme que les haga una confesión inicial, muy a la sazón del libro que quiero comentar. Al finalizar la lectura de Sigfrido de Harry Mulisch me percato de una curiosidad: no recuerdo cuándo fue la última vez que leí una novela de un tirón. No soy lo que se dice un lector rápido; necesito mi tiempo para asimilar cada página, a veces me gusta paladear algunas frases leyéndolas y repitiéndolas una y otra vez, otras en cambio la necesidad de releer se produce porque no doy crédito a que el escritor haya tomado este o aquel giro. Sé que Sigfrido, con sus poco más de cien páginas, no es precisamente una novela extensa, pero nada más lejos de mi intención es referirme al tiempo de lectura. Más bien hablo de esa necesidad por seguir leyendo que tiene algo de fatalidad, que te abstrae y te hace olvidar de todo lo demás y te empuja a leer una página tras otra, sin poder apartar la vista del libro un solo segundo, y que acaba la última frase del libro con una extraña mezcla de angustia y alivio. Así definiría mi sentir después de cerrar Sigfrido. Aunque imagino que esta sensación es un criterio como otro cualquiera para elaborar un juicio de valor sobre una novela, tampoco es esa mi intención. Si es verdad que puedo colocar esta novela entre mis preferidas, no es menos verdad que no la pongo por delante de otras que no me han hecho sentir lo mismo.

   No sé si todo lector conocerá el tipo de sensación a que me refiero, pero sospecho que no debe estar muy alejada de esa necesidad que lleva a muchas personas a devorar un best seller ─con todos mis respetos hacia este tipo de libros y mis inconvenientes, puestos en claro por Pedro Salinas en El defensor─ de más de mil páginas en una noche (esta similitud es uno de los muchos motivos que me llevan a desconfiar de esta sensación como criterio de valoración). Esta reflexión aparentemente innecesaria tiene su sentido, porque Sigfrido en cierto modo posee todos los ingredientes del más clásico best seller de novela histórica. Se parte de un personaje real, Hitler, del que se construye una biografía que mezcla a partes iguales historia y ficción bajo el tamiz de la verosimilitud. La historia esconde una intriga que se va demorando cautelosamente, la información se dosifica en pequeñas cantidades, de forma que se va construyendo, a través de la reconstrucción histórica, las pesquisas de un verdadero relato policíaco, en el que se incluye documentación apócrifa. Pero no se equivoquen, porque Sigfrido no es una intriga histórica al uso: los elementos que la componen están magistralmente organizados.

   El protagonista de Sigfrido es un viejo y brillante escritor llamado Rudolf Herter al que se le ha deparado el éxito más rotundo, llegándose a convertir en una auténtica celebridad. Se trata en realidad de un alter ego de Harry Mulisch, pero observado a través del prisma de la ironía. Tratado como una solemnidad viva, Herter se debate entre el agradecimiento y el rechazo hacia un público que le es prácticamente ajeno pero al que le une la íntima conexión construida a través de sus libros. Herter se revela en varias entrevistas como un personaje tremendamente borgiano, con una capacidad de dialogar sorprendente por el uso deslumbrante que hace de la palabra, de la imagen, de la metáfora y de la relación de conceptos. Ese Herter con los ojos entornados y hablando de estética a través de ejemplos brillantes no puede menos que recordar a Borges en las famosas entrevistas que se le hicieron para la serie A Fondo. Mulisch necesitaba crear a un escritor hecho, prácticamente perfecto, ejemplar en el uso de la creatividad y de la imaginación, para imponerle una traba ─que él mismo se autoimpone─: la introspección del que se considera como personaje más misterioso y estudiado de toda la historia: Adolf Hitler.

   El proyecto de Mulisch, expresado a través de la persona de Herter, se expone abiertamente como respuesta al comentario que hace una de las entrevistadoras, que no es sino la representación del sentir general de Alemania y Austria ante el recuerdo de Hitler: a los alemanes no les gusta que se les recuerde la existencia de Hitler. En la contestación de Herter se encuentra concentrada la esencia de Sigfrido: «Y, sin embargo, Hitler perdurará en la memoria de la gente durante siglos. Se le han dedicado cientos de miles de estudios de todos los géneros: políticos, históricos, económicos, psicológicos, psiquiátricos, sociológicos, teológicos, ocultistas y yo qué sé qué más. Ha sido interpretado y analizado desde todas las perspectivas imaginables; es el hombre que más tinta ha hecho correr. Con los libros que tratan de él se podría formar una hilera de aquí hasta la catedral de San Esteban, y sin embargo, de poco ha servido. No he leído todo lo que se ha escrito sobre él, pues una vida humana no bastaría para ello, pero, de haber existido alguien que hubiera propuesto una explicación satisfactoria de su personalidad, yo me habría enterado. Hitler continúa siendo un enigma sin resolver; y hoy más que nunca. Los innumerables intentos de interpretación de su personalidad no han hecho sino acentuar su invisibilidad, algo que a él, por cierto, le habría complacido en extremo. Para mí que anda muriéndose de risa en el infierno. Es hora de que esto cambie. Quizá podamos atraparlo con la red de la ficción». A partir de este momento la obsesión principal de Herter será atrapar a Hitler en la red de la ficción, y esa es la descripción más acertada que se puede hacer de la novela. Este proyecto parte de una concepción estética invertida: se parte de una realidad imaginaria para llegar a una realidad social.

   La clave es someter a Hitler a una situación extrema y observar cómo actúa. Y la situación extrema ideada por Mulisch es la existencia de un hijo secreto engendrado por su amante Eva Braun. Esta es la declaración que le hace a Herter una pareja de ancianos, Ullrich y Julia Falk, que había pertenecido al servicio personal del dictador alemán y que se habían hecho pasar por los padres del niño. Así es como Mulisch elabora un juego de planos narrativos en el que un relato se inserta dentro de otro relato que tiene como protagonista a un escritor que al mismo tiempo elabora un tercer relato ─además del material independiente que supone el diario apócrifo de Eva Braun─. Es Ullrich el auténtico narrador, con algunas intervenciones de Julia, el que dosifica la información, se demora, dando detalles que ayudan a esclarecer la personalidad de Hitler incluso más que el propio secreto. La descripción que hace de su primer encuentro con Hitler, por ejemplo, pone los vellos de punta: «Su manera de moverse, ágil aunque rígida, le confería un aire de estatua de bronce viviente, con lo que producía a su alrededor un extraño vacío, un vacío que de algún modo se intensificaba ahí donde estaba físicamente, como si en realidad no estuviera. Las estatuas de bronce son huecas y están vacías por dentro; en cambio, el vacío de Hitler ejercía un efecto de succión, como el ojo de un remolino. Una sensación indescriptible».

   La insistencia en la ausencia de ser será fundamental para comprender al personaje, porque su verdadera naturaleza era la falta de una verdadera cara, una opinión que se resume perfectamente en una sola frase: «Todo aquel que le miraba a los ojos experimentaba el horror vacui». Esta descripción será la que parcialmente utilice Herter en su elaboración final de la explicación de Hitler. Sin embargo, Ullrich aporta más adelante una visión más personal, incluso algo contradictoria, que apenas logra humanizar a ese extraño ser: «un hombre agotado, indolente, vestido de civil con un traje gris de doble abotonado, los calcetines caídos, el cabello aún mojado del baño, apenas la sombra de ese acróbata demoníaco que parecía poco antes a su llegada a la casa; un ser que, en definitiva, apenas tenía que ver con la imagen de tribuno popular proclive al arrebato de histeria que el mundo tenía de él».

   La relación con Eva Braun es uno de los puntos más enigmáticos de la vida de Hitler. Debía mantenerse en el más absoluto de los secretos porque Hitler debía dar ante todo una imagen de accesibilidad para las mujeres del pueblo alemán. La relación con Eva Braun, una criatura solitaria y desgraciada, debía permanecer oculta por cuestiones políticas. Quizá sea Eva una de las piezas fundamentales en el enigma de supone Hitler, porque resulta inexplicable cómo un ser de tales características pudo enamorar hasta la locura a otro ser humano. Hasta tal punto estaba enamorada Eva que cuando Hitler no estaba en el Berghof necesitaba comer con una foto de él a su lado. Incluso soportó la humillación de disimular su embarazo, mantenerse oculta durante meses y entregar su hijo a unos extraños sin que su amor disminuyera un ápice. Incluso en sus últimos momentos, cuando ya todo está perdido, cuando es consciente del destino de su hijo y de su propio destino, describe el día de su boda como el más feliz de su vida y llega a afirmar: «El final está próximo, puede llegar cualquier día, a cualquier hora, pero me da igual mientras pueda estar cerca de mi amor».

   A partir del descubrimiento del hijo de Hitler, Herter se dispone a elaborar la descripción definitiva del Führer, no desde el punto de vista psicológico, que es demostradamente insuficiente, sino desde el filosófico. Para ello, Herter hace un repaso por la filosofía existencialista, señalándola como precursora del dictador alemán, que sería ni más ni menos que la personificación de la devastadora nada, el exterminador total, algo que Carnap habría descrito con el paradójico número cero, un número considerado como natural pero que destruye al resto de los números a través de la multiplicación ─el cero como el Hitler de los números─. Su imagen más acertada sea quizá la del agujero negro, que todo lo atrae y todo lo destruye.

   La explicación de Herter da un paso adelante cuando relaciona a Hitler con Nietzsche. El carácter incomprensible del dictador se debe a que es la incomprensibilidad en persona, o mejor dicho, la «antipersona». Hitler no tenía una máscara, como se ha dicho a menudo: su esencia era precisamente la máscara, detrás de la cual no había nada. Eso lleva a Herter a considerar a Hitler como una divinidad en negativo, casi satánica: «Su naturaleza paradójicamente inhumana le confiere un aire sagrado insufrible, aunque sea en negativo». La demostración ontológica de la nada que supone Hitler la hace precisamente a través de Nietzsche. Traza entre ambos una línea invisible que los une fatalmente: en Nietzsche ya se encuentra anticipado Hitler, que no es sino la culminación del superhombre. Hitler se considera como una especie de anticristo y Nieztsche su profeta. Esta explicación, más ficcional que real, tampoco supone la solución definitiva al misterio encarnado por Hitler. Herter parte de una fatalidad que es más que discutible: Hitler no nació predispuesto al genocidio, no lo llevaba en los genes, como él propone. Cada individuo es una mezcolanza confusa de la biología, de la sociedad y de sus circunstancias; dejar caer todo el peso del carácter sobre uno solo de los elementos desequilibra la balanza y falsea la realidad simplificándola.

   De todos modos, no importa que Mulisch no consiga el propósito inicial, o que lo haga parcialmente. El valor de Sigfrido no está únicamente en lo que pueda desvelarse sobre la figura de Hitler. La intriga, a través de un entramado narrativo magistral, es el eje principal del libro. El escalofriante final, resuelto en menos de media página, es quizá la mayor sorpresa de un libro que difícilmente dejará indiferente al lector. Un estremecimiento recorre el cuerpo al cerrar las tapas, y la intuición de que algo ha cambiado en nosotros mismos.

   Este es un libro viajero

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