No sé si antes había tenido la oportunidad de hacer esta revelación, pero detesto el fútbol. Alguna vez me he autocastigado intentando imponerme un partido, para investigar qué es lo apasiona a tanta gente. Es inútil: a los pocos minutos caigo en un soporífero aburrimiento. Me cuesta un enorme esfuerzo seguir el juego, me pierdo, mis pensamientos se evaden hacia más altas esferas; en el fondo, no me interesa. Tengo, en cambio, algunos amigos a los que les apasiona este deporte. Más de una vez yo he confesado mis reparos y más de una vez ellos han intentado cantarme las excelencias del balompié. Todo inútil: ni yo me dejo convencer ni ellos ceden. Es como intentar construir un puente entre dos mundos que están a años luz. Y ahora es cuando me toca comparar el fútbol con la lectura ─porque aquí no hay nada gratuito─. Que nadie se escandalice, soy consciente de que ambas aficiones están en planos distintos, pero ni siquiera me voy a plantear qué utilidad puedan tener una u otra. Sin embargo, desde un punto de vista puramente pragmático hay algo en común entre un aficionado a la lectura y un aficionado al fútbol: ambos piensan que los no iniciados son incapaces de apreciar algo que para ellos es apasionante. La única diferencia que encuentro entre unos y otros es que gran parte del género lector está lleno de una soberbia empeñada en que los no lectores comulguen con su religión.
No digo ni mucho menos que no haya que promocionar la lectura; más bien estoy hablando de esa obsesión persecutoria, esa especie de Fahrenheit 451 inverso, que se obstina en colocar un libro en las manos de todo adolescente a cualquier precio. No importa lo que lean, lo importante es que lean, los precios del catálogo del Carrefour si hace falta. Sólo hay que echarle un vistazo a la bibliografía existente sobre la materia: montañas de libros con las metodologías más variadas y a veces más rocambolescas. Papel mojado en su inmensa mayoría, porque es evidente que no existe ni existirá una fórmula mágica para que alguien que no lea le tome el gusto a la lectura. La cuestión es muy delicada: la enseñanza pone en manos de los jóvenes los instrumentos para lograr el aprendizaje, pero quien decide en última instancia es el adolescente. Intentar que lea por narices, obligarle a hacer algo que debería ser por principio placentero puede hacer ─y hace─ que el tiro salga por la culata.
Precisamente una de estas soluciones es lo que Daniel Pennac esboza en su ensayo Como una novela, un libro que se ha convertido en un auténtico punto de referencia para todos los profetas de la palabra escrita, aún cuando precisamente se trata de una desmitificación de la lectura y del libro. La primera frase con la que se abre Como una novela, repetida y citada hasta la saciedad, es muy significativa del punto de vista que adopta Pennac sobre el fomento de la lectura: «El verbo leer no soporta el imperativo». Un poco más adelante remata con una frase no menos epigramática que le hace sacar los pies por completo del reino de la pedagogía: «¡Qué pedagogos éramos cuando no estábamos preocupados por la pedagogía!». Porque nada más lejos de la intención de Pennac es hacer un libro de pedagogía al uso; se percibe claramente que habla desde la intuición, y es al mismo tiempo desde la intuición desde donde hay que interpretar el libro. Como una novela es un puñado de reflexiones, a veces en forma ensayística, a veces como narración, o incluso como aforismos, completamente alejados de cualquier sistematización. Aunque quizá lo que más atraiga del libro sea su desvergonzada ironía, que lleva a afirmar al autor con descaro que a los profesores «no se les puede exigir que canten la gratuidad del aprendizaje intelectual cuando todo, absolutamente todo en la vida escolar ─programas, notas, exámenes, clasificaciones, ciclos, orientaciones, secciones─, afirma la finalidad competitiva de la institución, inducida por el mercado del trabajo».
Partiendo de la no obligatoriedad ─y por tanto gratuidad─ de la lectura, el autor francés escribe una obra con una estructura absolutamente hegeliana, dividida en tres partes, en tesis, antítesis y síntesis. En la primera parte hace una radiografía de la forma en que los jóvenes, niños y adolescentes, afrontan el acto de leer. Es cierto que se ha convertido en un lugar común bastante aceptado que es la sociedad consumista, rápida, inmediata, fácil, principalmente audiovisual, la causante de la fobia que siente la juventud por la lectura ─es difícil competir con la televisión, los ordenadores, los videojuegos o los teléfonos móviles─. Y no es menos lugar común, sobre todo en el sector educativo, que se le eche la culpa a los prehistóricos programas, a la falta de medios, de presupuestos o de personal. Pennac trata de romper con estos tópicos usando como arma la gratuidad, «única moneda del arte». Si la lectura está presidida por el placer de leer será imposible que toda esa avalancha de imágenes pueda competir con el libro.
El principal problema que plantea Pennac con respecto a esa gratuidad es que la traicionamos en el momento en que preguntamos al joven lector por el significado del texto. Leer sin más, sin esperar nada a cambio. «No alzar ninguna muralla de conocimientos preliminares alrededor del libro. No plantear la más mínima pregunta. No encargar el más mínimo trabajo. No añadir ni una palabra a las de las páginas leídas. Ni juicio de valor, ni explicación de vocabulario, ni análisis de texto, ni incitación bibliográfica…». Sin interpretaciones, reflexiones, fichas bibliográficas, tests o demás materiales que desvirtúan al placer de leer a una mera nota, a un simple trámite burocrático para aprobar una asignatura o, en definitiva, a una transacción económica. La propuesta de Pennac, aunque deseable, peca de ser excesivamente utópica. Es evidente que imponer un trabajo complementario crea rechazo, pero no hay que olvidar que la lectura es dentro del sistema educativo un elemento más que debe ser evaluado. Como tampoco hay que olvidar que existe un programa, el de la asignatura de Lengua y Literatura, que es la que siempre lleva sobre sus hombros el peso de la lectura. Si bien es cierto que como dice Pennac, y aún con las inmensa dificultades que eso conlleva, el programa puede ser cubierto a través de la lectura trabajando técnicas de redacción, análisis de textos, comentarios, resúmenes y discusiones. Aunque en un primer momento estas técnicas estén descartadas y sean los propios alumnos los que marquen el ritmo.
Como una novela plantea una distinción entre el rechazo en los niños pequeños que apenas han aprendido los utensilios de la lectura y el de los adolescentes obligados a leer inmensos tochos en un cortísimo periodo de tiempo. El punto de partida es erróneo: la familia. Es cierto, y Pennac así lo indica, que es imprescindible que haya en la familia un mínimo hábito lector ─al fin y al cabo buena parte del aprendizaje se hace por mímesis─, y la costumbre de leer al niño cada noche antes de dormir es la mejor forma de iniciar el contacto con los libros, al tiempo que se estrechan vínculos afectivos. Por desgracia, existen muchas familias sin hábito lector, existen muchos niños que desconocen los cuentos populares porque no hubo nadie que se los leyera. La metodología de Pennac resulta inútil para este tipo de niños.
La clave para Pennac está en la lectura en voz alta. En un aula totalmente desmotivada bastaría con que el profesor decidiera dedicar una buena parte del curso, sino su totalidad, a leer libros en voz alta para que los alumnos descubrieran el placer de leer. Al principio con reservas, poco a poco se irían interesando, al principio por el texto, más tarde por el autor, más adelante por el contexto histórico, el movimiento artístico y demás contenidos que forman parte del programa oficial. Pasar de la lectura placentera a los conocimientos oficiales, nada más y nada menos que de la mano de obras clásicas. Aunque el concepto que tiene Pennac del papel que desempeña la educación con respecto a la lectura es correcto («en el fondo, el deber de educar consiste, al enseñar a los niños a leer, al iniciados en la Literatura, en darles los medios de juzgar libremente si sienten o no la necesidad de los libros»), comete al menos dos errores: creer que unos alumnos poco o nada habituados a la lectura puedan habituarse leyendo a los clásicos y pensar que desde cualquier tipo de lectura se asciende a otras estéticamente superiores, es decir, que el camino se recorre desde las malas hasta las buenas novelas. Defender que la lectura, primero de cualquier novela, después de los clásicos, les enganche y les haga progresivamente autónomos es pecar de inocente.
En la última parte del libro, la correspondiente a la síntesis, Pennac establece la que posiblemente sea la parte más brillante del libro, el decálogo de los derechos del lector. Una vez que se ha desechado la imagen de la lectura como dogma, el lector está preparado para comprender que no es un esclavo del libro, sino más bien al contrario, que el libro es un instrumento y un fin en sí mismo. Tomar conciencia del papel que se ocupa con respecto al libro implica ser conscientes de todo aquello que tenemos derecho a hacer en el acto de lectura. Entre los derechos que describe Pennac se encuentran el de no leer, el de saltarse páginas, el de leer en cualquier lugar, el de no terminar un libro o el leer cualquier cosa. Si todos estos derechos nos los permitimos como lectores maduros, qué no habría que permitirles a los jóvenes si es que queremos que lean.
Como ya había dicho, existen montañas de bibliografías sobre el fomento de la lectura. Sin embargo, Como una novela se ha convertido rápidamente en un libro de referencia imprescindible dentro de la materia. Sólo por el decálogo merece la pena leerlo. Un decálogo que debería estar con letras doradas en la pared de todas las aulas, a la vista de todos alumnos, y sobre todo a la vista de todos los profesores, que son, al fin y al cabo, los culpables de esa sacralización del libro que ha mantenido a los alumnos al margen del puro y simple placer de leer.
Leí hace muchos años este libro (era adolescente) y sólo recordaba el interrogante de Pennac sobre dónde quedó el placer por la lectura cuando pasamos de niños (adoradores de historias, de narraciones nocturnas, de misterios) a adolescentes. Creo que él culpaba, en parte, a la escuela de esa pérdida o, más en general, a la imagen de la cultura oficial y ortodoxa.
La lectura de este post me ha permitido recuperar parte de los recuerdos que tenía perdidos.
Un saludo.