Vacaciones en Carnac de Mika Waltari

Vacaciones en Carnac de Mika Waltari

   Existen novelas cuyo contenido se puede resumir en un puñado de líneas, de páginas si se quiere. Pasa con gran parte de la novela negra, con Los perros de Riga, por poner como ejemplo un libro que he leído recientemente. Otras novelas, en cambio, se perciben como algo más, mucho más a veces, que un argumento, y es prácticamente imposible dar cuenta de ellas en una encorsetada síntesis, a cuyas formas escapan como escurridizas anguilas. Cualquier intento de glosar estas novelas está destinado al fracaso: nada hay que añadir que no esté dentro de la propia novela. Todo lo que no sea la novela en sí misma no hace justicia al original. Y de hecho, no hace falta un argumento sólido para construir una novela de tales características.

   Es lo que ocurre por ejemplo con Muerte en Venecia de Thomas Mann, y también es lo que pasa con Vacaciones en Carnac de Mika Waltari. No por casualidad existen importantes similitudes entre ambas obras: son novelas muy breves en las que el protagonista es un hombre de considerable edad ─en Vacaciones en Carnac habría que considerar la edad mental─ que estando de vacaciones en un lugar exótico se enamora a través de un flechazo de una persona inalcanzable que les llevan hasta la locura y la obsesión hasta que, siendo definitivamente rechazados ─y ahí es donde discrepan las dos novelas─, se precipita su fin. Ambas novelas abundan en pasajes reflexivos de gran enjundia filosófica o moral y en largas y plásticas descripciones del entorno. Dicho así parece que tanto Muerte en Venecia como Vacaciones en Carnac sean novelas leves, ligeritas, con el eterno argumento del amor no correspondido como eje central. Nada más lejos de la realidad.

   Vacaciones en Carnac, como Muerte en Venecia, tiene un algo grado de simbolización en sus personajes, que no representan tanto a un individuo concreto y material como a una actitud o un impulso vital. El drama que se esconde tras las líneas de Vacaciones en Carnac se esconde uno de los enfrentamientos más antiguos del mundo desde el nacimiento de la primera organización civilizada: la pugna entre lo apolíneo y lo dionisíaco. Cada una de estas formas de entender la vida está representada por un personaje dentro del libro, de tal forma que el conflicto amoroso alcanza proporciones universales. El tiempo, pero sobre todo el espacio, también habrá que interpretarlos desde un punto de vista simbólico.

   El protagonista, del que ni siquiera se ofrece el nombre ─conscientemente escamoteado─, es un joven finlandés que vive una temporada en el París de los años veinte dedicado por completo a sus estudios. Este joven estudiante representa lo apolíneo en su forma más pura. Convencido plenamente en la utilidad del conocimiento y de las ciencias, se entrega de forma incansable a un arduo estudio que no tiene descanso. Su carácter es tan reservado e introvertido que carece por completo de amistades. De esta manera se describe a sí mismo: «Un goce secreto o una satisfacción secreta me han producido siempre una dicha más intensa que los placeres compartidos. También he sabido apechugar a solas con mis pesares sin necesidad de solicitar la fría compasión o el apretón de manos fingidamente cálido de los demás. Como resultado de todo ello, la gente me considera un tipo sombrío y poco amistoso. Se ha dicho que, en sociedad, resulto aburrido y melancólico». Su sentido de la moralidad es además muy estricto: aborrece las bebidas alcohólicas, las fiestas, o cualquier expresión gratuita y espontánea que no tuviera por objeto algo trascendental.

   A continuación informa de que aquel verano en París su comportamiento no era exactamente el mismo, por motivos completamente comprensibles: el desconocimiento del idioma en un país extranjero le hacía depender demasiado de los demás. Sin embargo, hay algo más que no encaja en todo el puzzle y que apenas se deja entrever; y es que no deja de ser curioso el hecho  de que con esa personalidad habitara en el Barrio Latino, un ambiente absolutamente propenso a todo lo contrario, a la vida disoluta y bohemia. Aunque no mencione nada al respecto en esta cuestión, no se trata de un dato baladí, sino que es un detalle que alcanza plenamente significado en los momentos finales de la novela. A pesar de todo, y como el protagonista de Muerte en Venecia, tiene una especie de inquietud vaga e imprecisa, apenas esbozada, que es lo que le lleva a emprender el viaje a Carnac, por intercesión de un amigo de su difunto padre que le envía como regalo una considerable suma de dinero para que se tome unas vacaciones.

   Debido a su afición por todo lo antiguo, algo muy común en la sensibilidad apolínea, decide viajar a las ruinas de Carnac, en Bretaña, que «eran el monumento megalítico más famoso del mundo, después de Stonehenge, en Inglaterra». Sin embargo, el lugar que ha elegido no es el más adecuado para su perspectiva del mundo, ya que en Carnac se encontrará con una serie de misteriosas, primigenias y telúricas construcciones que escapan a cualquier intento de sistematización científica ─las explicaciones científicas sobre su origen son múltiples y todas insatisfactorias─. Aquí aparece ya el primer ataque frontal de lo apolíneo hacia lo dionisíaco: el joven en ningún momento se plantea las vacaciones como un merecido tiempo de descanso de toda actividad mental, sino que se dirige a Carnac acaso con el secreto propósito de estudiar y desvelar la representación simbólica más palpable de los albores ─dionisíacos─ de la humanidad. Con esa idea en la cabeza sale del hotel, observando al resto de turistas con una especie de orgullo de casta intelectual, pensando que ellos se dirigen como borregos sin ningún tipo de interés intelectual hacia la playa mientras que él va a desentrañar los secretos del mundo visitando los monolitos. Así mismo, se recrea en el autorechazo, signo de distinción que le alza por encima de la plebe vulgar.

   Lo que el joven protagonista de Vacaciones en Carnac emprenderá en ese momento será un viaje iniciático que le conducirá a lo más profundo de lo primitivo, lo mágico, y en definitiva, inexplicable desde un punto de vista científico. Antes de llegar a los monolitos se cruza con un grupo de niños que danzan y cantan en una extraña lengua. En ese momento uno de los niños entrega le entrega una flor, de la que posteriormente supo que atraía la desgracia. Precisamente se puede entender este episodio como un baile ritual que desarma el lado apolíneo del protagonista  y lo deja indefenso ante lo dionisíaco, un ritual que se representa con la flor. En la descripción que hace de las ruinas de Carnac pareciera que las piedras aún estaban calientes y húmedas de la sangre vertida sobre ellas en los misteriosos rituales celebrados en ellas, unos rituales que reunían a gentes de todo el contiente: «Alrededor de aquellas piedras que habían sobrevivido a los siglos, se había encontrado carbón procedente de la leña que había ardido en los sacrificios ofrecidos a los dioses dos mil años atrás». Más adelante describirá los megalitos como «un campo de gigantes o un ejército de amenazadores guardianes de piedra», lo que da una idea de la hostilidad del lugar para con los extraños.

   En ese momento se produce la culminación de su viaje: el descubrimiento entre los monolitos de una voluptuosa joven tomando el sol. El golpe que se da contra uno de los monolitos reafirma la idea de guardianes y al mismo tiempo no deja de tener algo de anticipatorio. Esta joven, llamada Fine, que está acompañando a su padre ─un arqueólogo que estudia las ruinas de Carnac─ dejará una viva impresión en el protagonista, que no tardará en darse cuenta de que se ha enamorado de ella. Sorprende ─o no tanto─ la velocidad con que cae rendido a los pies de la bella Fine. Se puede hablar de un flechazo, ya que apenas cruza dos palabras con ella, lo cual vuelve a recordar al Aschenbach de Muerte en Venecia, con la diferencia de que Waltari no profundiza tanto en la naturaleza del sentimiento amoroso ni reflexiona sobre su origen y sus relaciones con la Belleza. El pequeño Tadzio tampoco tiene nada que ver con la hermosa Fine. Es difícil determinar si el amor de Vacaciones en Carnac es espiritual o carnal, algo que en Muerte en Venecia es muy evidente. En este sentido Waltari es más ambiguo que Mann, pero al mismo tiempo su novela es menos rotunda.

   La cuestión es que el protagonista siente el amor, por primera vez. Se trata de un complicado trance, ya que él nunca ha estado enamorado, y en su mente cuadriculada y científica no había cabida para el amor. Con una mezcla de ansiedad y de curiosidad decide prolongar su estancia en Carnac para propiciar más encuentros con la joven. Su carácter racional y apolíneo se niega a aceptar que el amor sea el motivo para prolongar su estancia y trata de inventar excusas de carácter científico ─el estudio de los monolitos─ que ni él mismo cree: «de pronto, me di cuenta de que, en realidad, lo único que me retenía en Carnac era el deseo de volver a ver a la muchacha a la que por azar había visto semidesnuda tomando el sol».

   Desde un primer momento Fine se revela como un ser lleno de tanto misterio como los monolitos. Aunque su cuerpo era el de una niña, en sus ojos se podía comprobar «una expresión dura y llena de experiencia, como si estuviesen ya cansados de ser testigos de las debilidades de los hombres y de los caprichos de la pasión». Durante un paseo, en la visita a las catacumbas del monte Saint Michel, en la oscuridad y la soledad de las grutas, se besaron con apasionamiento. Este encuentro erótico, que para el protagonista tiene el carácter de primer beso, surte en él el efecto de una descarga eléctrica que le hace replantearse desde los cimientos su actitud para con la vida: «Cuando rocé sus labios con los míos por primera vez y con gran sorpresa por mi parte se entreabrieron, se desató en mí un peligroso poder cuya existencia yo ignoraba, y sentí que era capaz de arrojar una antorcha encendida contra los polvorientos estantes de la más preciosa biblioteca». Más adelante, reflexionando sobre su propio estado, en lugar de afrontar el amor con «una actitud seria y responsable», siente deseos de ser malo, de beber una botella de vino o de besar a una mujer. No cabe duda de que el amor gana por completo la batalla al intelectualismo, lo dionisíaco a lo apolíneo. Y ni siquiera en los libros puede encontrar refugio: «el rostro burlón de Fine van Brooklyn me miraba traicionero desde la páginas del libro».

   ¿Pero quién es y qué pretende esa Fine van Brooklyn? Es la representación palpable más pura de todo lo dionisíaco. A grandes rasgos se podría equiparar con la Estela de Grandes esperanzas de Dickens, pero Fine queda descrita casi como una hija de los monolitos, la manifestación física de todo lo oscuro y de todo lo primigenio que hay en el mundo. La descripción que le hace su propio padre al protagonista es con diferencia el mejor fragmento del libro: «El fuego no puede quemarla, ni el agua ahogarla. Nunca será vieja y su piel nunca se cubrirá de repugnantes arrugas, porque se le ha concedido el poder de hacer daño a todo el mundo sin poder sufrirlo ella […] Ha sido enviada para probar a los buenos y perder a los malos. Su espíritu es más antiguo que la religión; tan viejo como las colinas que nos rodean y el árbol del conocimiento del bien y del mal que crece en los corazones de los hombres». Se trata del médium que pone en contacto el mal que irradia la tierra con los hombres. Por supuesto, el protagonista piensa en un primer momento que se trata de una estupidez, pero más adelante, una vez ya rotos sus esquemas científicos, se ve obligado a reconocer la veracidad de estas afirmaciones. La imagen que se sugiere con más fuerza para describir a Fine es la de una sirena, un ser endiabladamente hermoso que con su canto atrae a los hombres a su perdición.

   Entregado por completo a lo dionisíaco e incapaz de expresarlo a través del amor carnal, el protagonista se entrega al otro elemento dionisíaco, el alcohol. Completamente borracho desciende a lo más profundo de su escala de valores, barajando la posibilidad del asesinato como algo real. A pesar de esa degeneración moral, lo más sorprendente de su situación es la lucidez que llega a alcanzar en tal estado: «Mis pensamientos poseían una claridad y una agudeza hasta entonces no igualadas, y en aquel espacio de tiempo muchos problemas que me habían preocupado me parecieron claros como la luz del día. Desgraciadamente, al día siguiente no me acordaba de nada». Es evidente que lo dionisíaco vence finalmente la batalla. Tal vez pudiera reconstruir su personalidad de entre las ruinas, pero jamás dejará de ser consciente de la importancia de esa aventura en su «desarrollo espiritual e intelectual».

   Este es un libro viajero

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