Fahrenheit 451 de Ray Brabrudy

Fahrenheit 451 de Ray Brabrudy

   Una de las diferencias entre la fantasía y su género fronterizo la ciencia ficción es el tratamiento que se hace en ambos del espacio y del tiempo. El primero supone la creación de un espacio y un tiempo que perfectamente puede ser ex nihilo,  mientras que el segundo parte de la premisa de que la historia se desarrolla en un futuro remoto y quizá en un lejano planeta, eso sí siempre desde el único punto de vista que nos es posible, el del ser humano. Este detalle implica que las leyes de la causalidad sean distintas: a pesar de que el efecto sea exactamente el mismo, en la fantasía las explicaciones pueden ser mágicas pero en la ciencia ficción deben tener un anclaje con la ciencia, aunque sea superficial o postizo. Por este motivo de construcción ficcional existe un ingente número de lectores aficionados a la ciencia ficción que no toleran la fantasía en el sentido tradicional de la palabra y viceversa.

   Clasificar las obras de ciencia ficción puede resultar una labor inabarcable, ya que se trata de uno de los géneros que ha triunfado de forma más rotunda en el siglo XX; sin embargo, después de haber leído un buen puñado de obras de este tipo me atrevo a aventurar una clasificación que nada tiene de pretenciosa: por una parte se encuentran las novelas frívolas, de divertimento, que no tienen una mayor pretensión más allá de proporcionar una distracción; por otra, las novelas que utilizan la ciencia ficción para fabular con el futuro, teorizando sobre los distintos caminos por los que puede transitar la Humanidad y sus consecuencias, de tal forma que la época futura se convierte en realidad en un instrumento para criticar el presente. La ciencia ficción es el terreno perfecto para practicar utopías, modelos de sociedades con distintas estructuras, cuyo máximo exponente son 1984 y Un mundo feliz. En Fahrenheit 451 hay algo de esto, aunque el sistema político y social aparece tratado fundamentalmente en función de sus relaciones con la concepción del libro.

   La acción se desarrolla en un futuro en el que está prohibido tener libros y hacerlo es un delito que puede ser castigado con la muerte ─fahrenheit 451 es la temperatura a la que arde el papel─. Recojo uno de los grandes lemas del Gran Hermano de 1984, «la ignorancia es la fuerza», para describir al protagonista, Guy Montag. Es una sociedad superficial y aparentemente apacible, en la que sus miembros, como ocurre con Montag, no se cuestionan por qué está prohibido leer libros ni sienten la curiosidad de saber qué hay en ellos simplemente porque sus conciencias están adormecidas. Existe una amnesia colectiva con respecto a cualquier régimen anterior. Como ocurre en 1984 el mundo parece haber nacido con el nuevo orden, como si siempre hubiera sido así. Eso no implica que aquí o allá puedan surgir esporádicos disidentes, capaces de arriesgar sus vidas por el amor hacia los libros, que quizá guardan un puñado de ellos debajo de la almohada o detrás de un armario, o quizá esconden una de las últimas librerías del mundo en un pequeño sótano oculto por una falsa baldosa. No es el caso desde luego de Clarisse McClellan, la vecina de Montag. No se puede considerar como una disidente ─aunque se ha criado en el seno de una familia sospechosa de poseer y leer libros─, sino que más bien implica una extraña mezcla de inocencia y de curiosidad que parece sacada de ese mundo antiguo que se ha olvidado, una forma de ser peculiar que le lleva a formular a Montag preguntas de indudable imprudencia, como por ejemplo si lee alguna vez los libros que quema o si los bomberos se han dedicado alguna vez a apagar incendios en lugar de provocarlos antes de que las casas fueran a prueba de fuego. Un personaje que no puede compararse con el de Julia de 1984 porque le falta vigor y determinación, aunque precisamente es Clarisse el detonante del cambio de actitud de Montag y el punto de partida del cuestionamiento del estado de las cosas.

   Montag, como Winston de 1984 o Rick Deckard de Sueñan los androides con ovejas eléctricas, trabaja para el estado, seguramente porque en los sistemas totalitarios es la única salida decente. Se podría hablar de alienación, condenados a ser una pieza más del engranaje que les sustenta y amenaza al mismo tiempo, en muchos casos impelidos a realizar acciones que van contra sus principios. Montag, por su condición de bombero, tiene acceso a libros y únicamente necesita un pequeño empujón y un desazón insoportable para ceder a la tentación de leer, un acto que tiene en un primer momento más de curiosidad que de disidencia ─recuerda a ese cuento tradicional en el que se le permite a una joven que campe a sus anchas por un castillo a excepción de una habitación, en la que no debe penetrar bajo ningún concepto─. Lo que Montag no sabe, aunque sospecha vagamente, es que el contenido de esos libros le van a cambiar para siempre.

   Pero el personaje más fascinante del libro no es Montag, sino su superior Beatty, un malvado digno del libro Malos y malditos de Fernando Savater, un ser que a diferencia del resto parece mantener un vestigio de la memoria ancestral del mundo antiguo. Es un auténtico hombre ilustrado, que puede recitar de memoria a Shakespeare o a Voltaire, que parece haberlo leído todo, conocer páginas y pasajes completos; pero que, convencido de la maldad de los libros, utiliza sus desorbitados conocimientos para emponzoñarlos, infamarlos o aniquilarlos. Se trata de un personaje endiabladamente astuto, que hace las veces de padre para Montag, y demuestra tener una lengua afilada, capaz de desmontar los argumentos de Montag con una demagogia que podría convencerme incluso a mí mismo. El lector se queda atónito ante semejante personaje, porque cuesta creer que haya leído tanto y que albergue tanto odio hacia los libros.

   Precisamente es Beatty el que explica a Montag el proceso que siguió la condena sistemática de los libros. El declive del libro comienza con el surgimiento del formato audiovisual, ya sea radio, televisión o fotografía. A continuación, debido a la falta de tiempo y a la rapidez con que se desarrolla la vida, los libros comienzan a condensarse, como ocurre de forma paródica en ese texto breve escrito por Hemingway en 1921 y titulado «Cómo condensar los clásicos», hasta hacerse finalmente innecesarios. Frente a la lectura, que es un acto individual que aisla del mundo e invita a pensar, se impone el deporte, con su espíritu de grupo y su automatismo falto de pensamiento. Al mismo tiempo Beatty plantea el argumento más falaz de todos, el de la eliminación progresiva de libros que podrían herir u ofender a las crecientes minorías, de forma que finalmente quede erradicada cualquier polémica ─«A la gente de color no le gusta El pequeño Sambo. A quemarlo. La gente blanca se siente incómoda con La cabaña del tío Tom. A quemarlo»─. Lo duro, lo terrible, es que la prohibición de la lectura no se propone como una imposición desde el Gobierno, una especie de censura pérfida, sino que es lo que la población quiere y necesita. Beatty explica esta necesidad de la siguiente manera: «Hemos de ser todos iguales. No todos nacimos libres e iguales, como dice la Constitución, sino todos hechos iguales. Cada hombre, la imagen de cualquier otro. Entonces, todos son felices, porque no pueden establecerse diferencias ni comparaciones desfavorables. […] ¿Quién sabe cuál podría ser el objetivo de un hombre que leyese mucho? […] Se les dio una nueva misión [a los bomberos], como custodios de nuestra tranquilidad de espíritu, de nuestro pequeño, comprensible y justo temor de ser inferiores».

   Otro argumento para eliminar los libros es que producen dolor, una sensación que debe ser eliminada a toda costa, el mismo motivo por el que se dejan de realizar funerales, se queman los recuerdos, con un fuego que es «brillante y limpio». Es lo que le ocurre por ejemplo cuando Montag lee un poema al grupo de amigas de, Mildred, su esposa, cuya lectura provoca una inmensa tristeza a su amiga la señora Phelps, que acaba llorando desconsolada para sorpresa y emoción de todos los asistentes. Ante lo sucesido la señora Bowles le reprocha a Montag de la siguiente manera: «¿Por qué querrá la gente herir al prójimo? Como si no hubiera suficiente maldad en el mundo, hay que preocupar a la gente con material de este estilo». El resultado es que las casas se llenan de murales de televisión, asediados por un sucedáneo de felicidad prefabricada que se convierte en la nueva perfecta y aséptica familia, una entidad capaz de proporcionar el tipo de consuelo artificial que proporcionaba el panel de control de sentimientos en Sueñan los androides con ovejas eléctricas, una seudofamilia que no será sino el estado, tal y como se representa en 1984.

   El final del libro trae una de las metáforas más felices, deslumbrantes y triunfadoras de todo el siglo XX: los hombres libros. A pesar de vivir aislados, al margen de la sociedad oficial, la tenencia de papel escrito es un riesgo que se solventa memorizando los libros. Cada persona elige un libro, lo lee, lo memoriza y lo recita una y otra vez, hasta que la identificación entre persona y libro sea absoluta. En ese momento se suprimen los nombres, por innecesarios, y en el nuevo bautismo los miembros de esta secreta sociedad reciben los nombres de los libros que han memorizado, con la misión sagrada de transmitirlos de generación en generación, de procurar la pervivencia de cada joya, no ya escrita, sino, como lo fue primordialmente ─porque la escritura en el fondo es algo accesorio, secundario─, a través del lenguaje. Entre La República de Platón, Marco Aurelio, Darwin, Jonathan Swift o Buda, Montag elige un libro tan significativo como el Eclesiastés. La verdadera cultura queda en manos de vagabundos, «bibliotecas por dentro», que esperan momentos más propicios para salir a la luz, porque mantienen la esperanza de que no sea posible que el hombre viva siempre entre oscuridades; «ustedes no son importantes, no son nadie. Algún día nuestra carga puede ser una ayuda», les dice Granger ─La República─ a sus compañeros, consciente de que el papel que les ha tocado desempeñar sirve a una causa infinitamente superior.

   Mi pregunta, imagino que la de todos los lectores de Fahrenheit 451 al cerrar el libro, es qué libro escogería, qué libro es lo suficientemente importante como para memorizarlo, para convertirme en él, para que mi individualidad deje de tener importancia y se rinda a fines más altos. Creo imaginarlo, pero a esta pregunta responderé en otra ocasión.

   Este libro es una carta de póker

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