Los que llevamos ya algunos años en este mundo cibernético hemos ido viendo con el paso del tiempo cómo ha ido evolucionando el concepto de «diario» gracias a las tecnologías. La introspección quizá siga siendo la misma, pero la intimidad connatural al género se ha visto disminuida a través de la existencia de plataformas como las bitácoras o las páginas web personales. La difusión de la mayor parte de estos diarios es tan poco significativa que realmente es fútil hablar la pérdida de intimidad; pero no nos confundamos, en muchas ocasiones los diarios ─y epistolarios─ de insignes escritores son realizados con plena conciencia de una futura publicación. Algo así ocurre con el Diario de Ana Frank, posiblemente el diario por antonomasia, el único que da título a una obra que necesita el acompañamiento del nombre de su autora como si fuera una extensión del título.
Sobre el Diario de Ana Frank se han escrito una cantidad desbordante de páginas, lo que convierte a esta obra es un libro prácticamente inabordable en una breve reseña. Sin embargo, intentaré añadir algunas palabras a esa montaña bibliográfica que no serán sino una lectura bastante personal de este libro que se ha convertido en un símbolo de la historia reciente. Un símbolo que en ocasiones amenaza con aplastar y sofocar a la propia obra: muchas gentes a lo largo de todo el mundo han convertido este diario en lo que no es, en la representación del Holocausto nazi, como si la tragedia de Ana Frank fuera la de millones de judíos de la Europa nazi. No es que la historia de Ana Frank no sea representativa ni tampoco que su destino final no sea el de todas esas víctimas del Holocausto, pero no hay que olvidar que ─y aquí recojo palabras textuales de Miep Gies, aparecidas en la biografía de Ana Frank de Melissa Müller y que yo recojo de la wikipedia─ «la vida y la muerte de Ana era su propio destino, un destino individual que se repitió seis millones de veces. Ana no puede, y no debe, representar a los muchos individuos a los que los nazis robaron sus vidas… Pero su destino nos ayuda a aceptar la inmensa pérdida que sufrió el mundo por culpa del Holocausto»
Lo que hace que Ana Frank se identifique con el pueblo judío es su trágico final, pero el desarrollo de su Diario la cuestión judía, las opiniones sobre política, los sentimientos que en ella provocaba el Holocausto no siempre está presente. Es cierto que estos elementos se manifiestan en el Diario, pero por encima de ellos, el Diario es una obra que describe el paso de una joven de la niñez a la adolescencia y de la adolescencia a la madurez en unas circunstancias extremas.
De hecho, la evolución que sufre Ana Frank a lo largo del tiempo es más que visible a través de sus entradas: al principio observa al mundo como una entidad permanentemente hostil ─aún salvando a su padre en las ocasiones en que no da la razón a su hermana Margot─, reservando palabras de extremada dureza para su madre, su hermana, los señores Van Daan, o Dussel, el último inquilino; más adelante sabrá desarrollar una cierta comprensión y empatía que la llevará a un entendimiento con su madre o con la señora Van Daan. Es cierto que Ana nunca sintió un vínculo de unión significativo hacia su madre, y esta circunstancia llegó a torturarla, consciente de sus necesidades afectivas incompletas. Después de haber superado parcialmente su desbordada pasión amorosa hacia Peter, cuyo punto álgido es tremendamente adolescente, y aún después de haber escrito una carta tremendamente dura dirigida a su padre, Ana empieza a demostrar una madurez que se vio obligada a asumir antes de tiempo a causa de sus circunstancias. En un ambiente tan hostil no había lugar para una niña.
Sobre esa evolución Ana escribe lo siguiente en los días finales del Diario: «Cuando me pongo a pensar en la vida que llevaba en 1942, todo me parece tan irreal. Esa vida de gloria la vivía una Ana Frank muy distinta de la Ana que aquí se ha vuelto tan juiciosa. Una vida de gloria, eso es lo que era. Un admirador en cada esquina, una veintena de amigas y conocidas, la favorita de la mayoría de los profesores, consentida por papá y mamá, muchas golosinas, dinero suficiente… […] Veo a esa Ana Frank como a una niña graciosa, divertida, pero superficial, que no tiene nada que ver conmigo […] Ahora examino mi propia vida y me doy cuenta de que al menos una fase ha concluido irreversiblemente: la edad escolar, tan libre de preocupaciones y problemas, que nunca volverá. Ya ni siquiera la echo en falta: la he superado. Ya no puedo hacer solamente tonterías; una pequeña parte en mí siempre conserva su seriedad» La duplicidad o la contradicción entre esa «niña graciosa, divertida, pero superficial» y esa nueva seriedad es una de las obsesiones más importantes de la última Ana. No es sino el resultado del paso de la adolescencia a la madurez, la búsqueda de su propia personalidad, las contradicciones de un carácter que está en plena formación.
A tal punto llega su madurez que en las últimas entradas da la sensación de ser una persona completamente nueva. Su introspección se intensifica sobre todo en torno al tema de la libertad y de la propia personalidad. Ana demostró tener siempre un penoso concepto de sí misma: su carácter activo y extrovertido y su tendencia a hablar y a hacer bromas constantemente ─una forma de ser que le hizo “triunfar” en su clase─ le valió más de un reproche dentro de la casa por parte de su madre y de la señora Van Daan. Ana llega a aceptar a regañadientes que esa es su forma de ser, pero al mismo tiempo se da cuenta de que ese temperamento sólo le acarrea problemas. En las últimas entradas reflexiona sobre la existencia de dos Anas, una “buena” y otra “mala”. La “buena” era una Ana seria, reflexiva, introspectiva e introvertida; la Ana “mala”, en cambio, era la joven inquieta, extrovertida y bromista a la que todos reprochaban su comportamiento. Ella deseaba ser la Ana “buena”, pero los demás se lo impiden, lo que implica que siempre acabe ganando su parte superficial, por miedo a que encuentren su lado oculto como ridículo o sentimental. Ni siquiera ante Peter puede mostrar ese lado oculto, ya que él tampoco le ofrece la confianza que necesita, y únicamente cuando está sola, y en su Diario, puede mostrar esa cara.
En cuanto al tema de la libertad también se produce una evolución muy significativa. En los primeros días Ana escribe que no le desagrada estar escondida, que si siente «como si estuviera pasando unas vacaciones en una pensión muy curiosa» Pero pronto cambia su impresión sobre la necesidad de permanecer encerrados y ocultos: «Me angustia más de lo que puedo expresar el que nunca podamos salir fuera, y tengo mucho miedo de que nos descubran y nos fusilen» Más adelante escribe unas bellísimas palabras que son un grito lleno de desesperación por el mundo que ha perdido con el encierro: «deambulo por las habitaciones, bajando y subiendo las escaleras, y me da la sensación de ser un pájaro enjaulado al que le han arrancado las alas violentamente, y que en la más absoluta penumbra choca contra los barrotes de su estrecha jaula al querer volar. Oigo una voz dentro de mí que me grita: ¡Sal fuera, al aire, a reír! Ya ni le contesto; me tumbo en uno de los divanes y duermo para acortar el tiempo, el silencio, y también el miedo atroz, ya que es imposible matarlos» En las últimas entradas, con la llegada de la primavera, las alusiones a la Naturaleza se multiplican: Ana tiene una apabullante necesidad de respirar aire puro, hasta el punto de que sus pensamientos sobre la Naturaleza rozan una especie de panteísmo bucólico.
Pero si alguien pretende conocer de primera mano la penosa situación de los judíos en la Europa nazi se equivoca al pensar que el Diario de Ana Frank pueda ofrecer una información detallada. El punto de vista de Ana es el de una adolescente enclaustrada, y como tal tiene reducidos conocimientos sobre la situación de los judíos. Sus informaciones se limitan al puñado de personas que les protegen y que están en contacto con el exterior y a las sesiones diarias de radio ─exclusivamente inglesas, con la prohibición de escuchar cadenas alemanas─. En el Diario no aparecen detalles excesivamente degradantes, al estilo de novelas como Sin destino de Irme Kerstész. Ana llega a decir, por ejemplo: «El ambiente de la población no puede ser bueno; todo el mundo tiene hambre, la ración semanal no alcanza ni para dos días, salvo en el caso del sucedáneo del café. La invasión se hace esperar, a los homjbres se los llavan a Alemania a trabajar, los niños caen enfermos o están desnutridos, todo el mundo tiene la ropa y los zapatos en mal estado» En varias entradas Ana ofrece información sobre el exterior, pero no es esa la tendencia del Diario. Finalmente Ana tuvo que conocer la realidad del Holocausto en primera mano: pasó por Auschwitz y acabó sus días en Bergen-Belsen, donde murió a consecuencia de una epidemia de tifus. Pero eso, evidentemente, ya no es materia del Diario.
No voy a entrar en polémicas sobre la publicación del Diario ni daré pábulo a aquellos insignificantes que se empeñan en negar su veracidad o en negar la existencia de Ana Frank, que curiosamente son los mismos que niegan la existencia del Holocausto ─e incluso hay algún ignorante que aceptando el Holocausto niega que Hitler fuera consciente de su existencia─. Lo que pone los vellos de punta al leer el Diario, lo que resulta demoledor para la conciencia, es la frustración de comprobar el final de una joven que tantas esperanzas tenía puesta en sí misma, que había hecho tantos planes con su vida, que quería convertirse en una famosa escritora, que llegó a escribir palabras como éstas: «No quiero haber vivido para nada, como la mayoría de las personas. ¡Quiero seguir viviendo, aun después de muerta! Y por eso le agradezco tanto a Dios que me haya dado desde que nací la oportunidad de instruirme y de escribir, o sea, de expresar todo lo que llevo dentro de mí. Cuando escribo se me pasa todo, mis penas desaparecen, mi valentía revive. Pero entonces surge la gran pregunta: ¿podré escribir algo grande algún día? ¿Llegaré algún día a ser periodista o escritora? ¡Espero que sí, ay, pero tanto que sí! Porque al escribir puedo plasmarlo todo: mis ideas, mis ideales y mis fantasías»
El único consuelo que queda después de leer el Diario es que Ana consiguió finalmente lo que se proponía: seguir viviendo aún después de muerta, vivir en la memoria colectiva de la Humanidad, vivir en una Fundación que tanto ha trabajado por fomentar el diálogo entre culturas, religiones y razas; al fin y al cabo, convertirse en escritora, no sólo por su Diario, sino también por esa deliciosa colección de relatos titulada Cuentos del escondite secreto.
pOqeee nO pOnem la Obra qOmletaaa csm qerO zaqaaar mi tareaa de ztaa malditaa paginaa ii nO ahi ni m….