Biografía del hambre de Amélie Nothomb

Biografía del hambre de Amélie Nothomb

   Cuando se tiene mucho de algo es fácil caer en el egocentrismo de pensar que todo el mundo se organiza en torno a ese algo. El enamorado piensa que el mundo gira gracias al amor, el envidioso siente que es la envidia y el enfermo la enfermedad. Si miramos permanentemente nuestro ombligo no es fácil comprobar que el de los demás es distinto. Algo así es lo que le pasa a Amélie Nothomb cuando se queda tan ancha al exponer su teoría de que es el hambre lo común a todos los pueblos de la historia y lo que les ha permitido crear vínculos y avanzar después de afirmar sin ambages, como si de una revelación bíblica se tratase, «el hambre soy yo» Para el hambriento es tan fácil pensar que todos lo son como para el satisfecho llegar a la conclusión contraria. Eso de que «toda nación es una ecuación que se articula alrededor del hambre» es una generalización que no es extensible a ciertos países y a ciertos niveles de vida, y mucho menos lo es el sentido positivo con que Nothomb carga al término «hambre», en un alarde de frivolización que causa perplejidad.

De poco sirve que desde el primer momento Nothomb aclare que el término «hambre» engloba aspectos muy distintos de la vida que van más allá de la exigencia de alimentos por parte del cuerpo. En todo caso se trata de «un hambre generalizada», la necesidad de llenar un vacío, físico y espiritual, el reclamo de algo donde no lo hay. Es un hambre que por supuesto engloba su significación tradicional, pero también un puñado más de sentidos. Como ocurre, por ejemplo, con su hambre insaciable de afecto, sobre todo por parte de las figuras femeninas de su entorno: su madre, su hermana y su niñera ─«necesitaba que me tomaran en brazos, que me abrazaran con fuerza, tenía hambre de sus ojos posados en mí»─.

En un alarde de ingenio la autora belga alude a Nietzsche para acuñar el término de «superhambre» (sic), para dar cuenta de la magnitud pantagruélica de su necesidad de llenarse. La «superhambre» es la búsqueda constante del placer y del deleite, es una especie de virus capaz de transformarlo todo en hambre, de pervertirlo. Esta «superhambre» es el deseo exacerbado de conocer el infinito, la necesidad de poseer la fuente misma del placer en estado puro. Una sensación bastante sorprendente si se tiene en cuenta que Amélie la constata en sí misma a muy temprana edad, de una forma irracional y casi absurda, sistematizada ─eso sí─ a través de la visión retrospectiva. Sólo a través de esta «superhambre» se puede explicar el siguiente episodio que acontecía a Amélie con seis o siete años tras lavar sus pañuelos: «en lugar de coger el pañuelo para que se secara estúpidamente, lo guardaba en la boca y lo masticaba. Sólo lo escupía cuando el sabor del jabón había desaparecido. Entonces era conveniente volverlo a lavar, a causa de la saliva».

   La derivación casi lógica de la «superhambre» es la «supersed», que se manifestaba mediante una potomanía que podía llevar a Amélie, desde temprana edad, a beber litros y litros de agua sin notar la saciedad en ningún momento. Es más, cuanto más bebe mayor es el deseo por beber y mayor es el placer por saciarlo, lo que convierte al acto de beber en un ritual del que prácticamente había que apartar a la niña violentamente. El agua sirve a Amélie para darle una prueba empírica, una experiencia palpable, de la noción de infinito, al tratarse de un elemento que prácticamente no tenía fin, del que podía saciarse sin miedo a que se terminara. Esta idea de infinito, demostrada a través de la experiencia, es la base de una fe secreta en la que se entrecruzan el cristianismo y el sintoísmo para dar como resultado la creencia en un Dios que está íntimamente ligado con su experiencia con la sed: «Dios estaba presente en el hecho de tener constantemente sed de la fuente, esa virulenta espera mil veces saciada, satisfecha hasta el éxtasis inagotable y que, sin embargo, nunca quitaba la sed, milagro del deseo culminante en el culminante goce» Pero esta «supersed» tenía también un derivado báquico, porque es a partir de ella cuando la pequeña conoce el alcohol, que llega a representar prácticamente la prueba de la divinidad.

   Una vez que se ha aclarado lo que supone el hambre para la autora ─vaya por delante la frase de «el hambre soy yo»─ es fácil entender que detrás del título del libro, Biografía del hambre, se encuentra una autobiografía, centrada en los momentos en que ese hambre representó un elemento fundamental para comprender su personalidad. Se trata de un recorrido vital, salpicado de anécdotas, que conducen a su protagonista desde el Japón idealizado de la primera infancia, por la China comunista y represiva, por el deslumbrante y deleitoso Nueva York hasta el miserable y paupérrimo Bangladesh. En cada país Amélie adopta un rol en cuanto al hambre, en función de las expectativas y de las experiencias que ese país, con su entorno, su población y sus costumbres, creen y cumplan en su infancia. El concepto que cada país tiene del hambre, la función del hambre en cada sociedad, repercuten necesariamente en el carácter maleable de la pequeña Amélie.

Desde el Japón idealizado, en el que Amélie tenía plena conciencia de la infinitud y de la divinidad, se produce el desastre al trasladarse la familia a Pekín. En China, que representaba todo lo opuesto a Japón, conoce un nuevo tipo de hambre, que por vez primera adquiere tintes negativos: «Fue en China donde descubrí un hambre hasta entonces desconocida: el hambre de los demás. Y, en concreto, el hambre de otros niños» De este modo comienza el declive que llevará a la pequeña a un bucle sin salida que desencadenará la anorexia.

Nueva York representa un paréntesis de tres años en la progresiva degradación del concepto del hambre. En esta ciudad, como en el viejo Japón, Amélie puede dar rienda suelta con total libertad al deleite más absoluto y voluptuoso: «Hubo que verlo todo, escucharlo todo, probarlo todo, beberlo todo, comerlo todo. Juliette y yo siempre formábamos parte de la expedición» La felicidad llegaba hasta el punto de producir miedo, y el terror aumentaba el hambre, la necesidad de comer incluso grandes trozos de nieve limpia. En esta época la pequeña belga siente el deleite de ser querida y deseada en la escuela, por una auténtica corte de admiradoras, entre las cuales concedía su favor a dos de ellas. Pero en esta misma época se produce el descubrimiento de que el amor hay que ganarlo y no exigirlo, un conocimiento que la lleva a una concepción cansada y desengañada de la vida, sorprendente para una niña tan pequeña.

En Bangladesh confluyen dos acontecimientos fundamentales en la vida de Amélie: por una parte conoce la miseria humana de primera mano y por otra experimenta los procesos biológicos que preceden a la adolescencia. Conocer el hambre auténtico la llevó a odiarlo con todas sus fuerzas, lo que equivalía a odiarse a sí misma y al conjunto de la raza humana en general. El proceso de madurez física fue vivido con auténtico horror, con el convencimiento de que sería eternamente niña o de que moriría antes de crecer. Ambos hechos llevaron a la niña a un estado depresivo del que sólo conseguía escapar con el alcohol, como ella misma relata con verdadera crudeza: «Bebía para olvidar que tenía trece años. Era inmensa y fea, llevaba un corrector dental» De aquí a la anorexia medió un paso de dos meses, el tiempo que el hambre tardó en desaparecer completamente, el tiempo que tardó en vencer al cuerpo: «La anorexia fue una bendición para mí: la voz interior, subalimentada, se había callado; mi pecho volvía a ser plano a las mil maravillas; ya no sentía ni una pizca de deseo por el joven inglés; a decir verdad, ya no sentía nada»

Sin embargo, la situación no pudo mantenerse durante mucho tiempo y el cuerpo cedió a la necesidad: volvió a comer, entre lágrimas y el sufrimiento de la culpabilidad. Superar la anorexia no fue una tarea sencilla, pero la literatura allanó bastante lo escarpado del terreno. La literatura, que años atrás había servido en la lectura como una forma de buscar notoriedad y de causar admiración, se convertía ahora en la escritura en una actividad terapéutica, gracias a la cual consiguió superar su enfermedad y desarrollar el autoconocimiento: «La anorexia me había servido de lección de anatomía. Conocía ese cuerpo que había descompuesto. Ahora se trataba de reconstruirlo. Por extraño que parezca, la escritura contribuyó a ello» Y por extraño que parezca, a pesar de que Biografía del hambre sea ─creo que secundariamente─ el testimonio de una anoréxica que sufrió y superó su enfermedad, no considero que su lectura sea recomendable para tomarla como punto de referencia, ya que Nothomb tiende a frivolizar, quizá por el enfoque del relato, el de una narradora adulta que no opina ni enjuicia sino que describe fríamente a la niña enferma.

   Este libro es una carta de póker

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