Juegos de la edad tardía de Luis Landero

Juegos de la edad tardía de Luis Landero

   En 1989 Luis Landero, con 42 años, decidió iniciarse en el camino de la literatura con una novela que resultó un éxito arrasador entre la crítica y el público, un libro con el que obtuvo el Premio Nacional de Literatura y el Premio de la Crítica. Esta novela, Juegos de la edad tardía, con el paso de los años se ha ido convirtiendo a pasos agigantados en un clásico moderno. Incluso se llegó a fundar en 1992, a partir de la novela, un grupo de intelectuales con el nombre del protagonista, Círculo Cultural Faroni ―del que Luis Landero es ujier honorario― y un premio de relatos hiperbreves a parttir del cual se ha publicado una antología titulada Quince líneas en Tusquets. Juegos de la edad tardía se ha llegado a interpretar como una especie de versión moderna del Quijote, un libro al que se hacen varias referencias y con el que comparte muchos puntos en común: el protagonismo doble, la importancia del diálogo, el enfrentamiento entre realidad y ficción o la lucha por los ideales.

   La novela tiene una estructura que sigue el planteamiento hegeliano de tesis, antítesis y síntesis. Cada una de esas tres partes es tan distinta de las otras que casi podría hablarse de tres novelas en lugar de una, cada una de ellas con un ritmo narrativo propio. El eje vertebrador es el tiempo, en un juego cronológico de pasados y presentes. Es precisamente el tiempo lo que da unidad a las dos primeras partes: Landero reproduce un juego narrativo que da circularidad a estas dos partes, haciendo que el libro comience de la misma forma, y casi con las mismas palabras, con que acaba esa segunda parte. Este principio in media res hace que el lector inicie Juegos de la edad tardía desconcertado, porque la información con que comienza el libro es la que se obtiene al final de la segunda parte. La coherencia y la unidad de las tres partes se consigue, evidentemente, a través de su protagonista, Gregorio Olías. A partir de la segunda parte el protagonismo de la obra es triple, aunque en realidad son dos personajes: Gregorio se desdobla en Faroni y tiene que compartir su protagonismo con Gil, que en realidad no es más que otro desdoble, aunque real, del propio Gregorio.

   La primera parte es la más densa y la que tiene el ritmo más lento, tanto que quizá le sobran algunas páginas. Carece casi por completo de diálogos, por lo que el peso de la historia cae en gran medida sobre el narrador. En estos capítulos iniciales se tiene noticia de la formación del protagonista, de su infancia y de su adolescencia. La familia de Gregorio parece llevar a cuestas una maldición que se perpetúa de generación en generación y a la que se le pone el nombre de «afán». El abuelo define el afán como «el deseo de ser un gran hombre y de hacer grandes cosas, y la pena y la gloria que todo eso produce». Aunque el tío de Gregorio intenta apartarle del afán, él mismo es el ejemplo de la persona frustrada, de alguien que nunca puede ser lo que quiere. A partir de una parodia burlesca de los eruditos, el tío de Gregorio pretende que su sobrino estudie para que triunfe en la vida y se convierta en un hombre de provecho. La infancia de Gregorio está marcada por los tres libros con los que lleva a cabo ese estudio ―un diccionario, un atlas y una enciclopedia―. Aunque su abuelo le había prevenido contra las novelas, como si lo malo que pudieran contener estos libros es que fueran un puñado de mentiras, el destino de Gregorio se une indisolublemente al de la palabra escrita. Su conocimiento del mundo no le llega a través del propio mundo, sino mediante los libros, a partir de ese diccionario, de ese atlas y de esa enciclopedia.

   De este tipo de conocimiento se entiende su pasión por la palabra escrita, que finalmente le llevaría a descubrir la poesía. El lenguaje normal, no el de los poetas, era casi un muro que le aislaba del mundo real: «le impedían la visión directa de las cosas. Era imposible mirar el cielo sin que la palabra cielo se interpusiera entre los dos». En el lenguaje poético, sin embargo, le parece maravilloso justo lo contrario: cada cosa podía nombrarse con muchas palabras o incluso con un poema. Entiende la poesía como una especie de cosmogonía del mundo: «si Dios, pensaba, hubiese comenzado por crear a un poeta, o a un filósofo, a Platón, por ejemplo, se hubiera ahorrado muchísimo trabajo». Este afán de nombrar las cosas con muchas palabras será precisamente el motor de las ficciones en la segunda parte, nombrar a Gregorio no con el nombre de Gregorio sino con el de Faroni, y así sucesivamente.

   La segunda parte se abre con un desengaño entreverado y un olvido: «de sus proyectos no quedaba sino el hábito de rehuirlos o de hablar de ellos como lejanos caprichos de la adolescencia». Gregorio ha dejado atrás sus años adolescentes, en los que soñaba con ser poeta e ingeniero, con viajar a la selva y aprender idiomas. Al conocer a Angelina ha ido entrando poco a poco en una dinámica de rutinas y costumbres, simbolizadas por un reloj que trata de arreglar cada día sin conseguirlo durante años. Para cumplir religiosamente con su deber de buen esposo busca un aburrido empleo de oficinista en una empresa de aceitunas y vinos. La rutina se rompe cuando un día suena el teléfono, que no había sonado hasta entonces, y al otro lado de la línea está Gil, un representante de la empresa que está fuera de la ciudad. A partir de este momento Juegos de la edad tardía, como el Quijote, se va construyendo mediante el diálogo de dos personajes.

   Gil le va pidiendo información a Gregorio sobre lo que ocurre en la ciudad y en el mundo, alegando que a las provincias no llegan las noticias. Gil es, de alguna manera, el resorte que reactiva la imaginación de Gregorio, su capacidad para mentir: Gregorio intenta al principio ser fiel con la realidad, pero ante las exigencias de Gil se ve obligado a inventar, porque el mundo real es demasiado aburrido y Gil prefiere el fantástico. Así, lo que empieza como una curiosidad relativamente natural pasa a convertirse en «un juego infantil de preguntas tontas y de respuestas desatinadas». El salto cualitativo se produce cuando Gregorio declara visitar el café de los artistas; a partir de ese momento la relación de subordinación se acentúa, algo así como una especie de Sancho con don Quijote, con la diferencia de que Gil sí pide convertirse en el discípulo del autoproclamado Augusto Faroni: «Gil se dirigía a Gregorio con un respeto casi reverencial».

   Gregorio cuando mira a Gil siente casi como si se mirara en un espejo: ambos son cuarentones, fracasados de la vida, frustrados en sus ambiciones juveniles. Gregorio, satisfecho como el Elicio de su juventud porque por fin alguien le escucha con interés, comprenderá que el sentido de su vida en adelante será mantener esa mentira, justificarla y hacerla creíble. Gil, por su parte, piensa que lo único que le queda en la vida son sus diálogos con Faroni: «yo me conformo con hablar con usted, que es un artista del café y que parece como enviado por el destino para consolarme de mis muchas tristezas». La mentira les ha unido, y ambos encuentran consuelo en ella. Aunque llamarlo mentira no es tan sencill. Por una parte, porque Gregorio, a sabiendas en el fondo de estar mintiendo, parte de una perspectiva relativista: «lo de la mentira y la verdad son cosas relativas, sobre lo que los filósofos no se ponen de acuerdo»; por otra, porque ambos personajes de adaptan a la mentira: Gil cree que el mundo está lleno de cosas maravillosas ―que el hombre venga del mono, que haya habido dinosaurios, la velocidad de la luz, el imán, el helicóptero, etc.― y Gregorio establece un sistema de conexiones y de sugerencias con su vida auténtica, como por ejemplo adquirir algunas de las costumbres de Faroni o vestir con una ropa idéntica a la pensada para el poeta, una forma de proceder que le lleva a imaginar como real la presencia del héroe. Lo que une, al fin, a Gregorio y a Gil es su admiración por Faroni, un personaje imaginario que se llena de los anhelos y deseos de ambos cuarentones y que de alguna forma puede considerarse como obra de los dos.

   A pesar de las reticencias de Gil hacia las mentiras, Gregorio decide iniciarlo en su fantasía inventando un nombre para él: Dacio Gil Monroy, químico y pensador. Esta costumbre de rebautizar a los personajes, que Gregorio tiene sistemáticamente a lo largo de todo el libro, es una deuda más adquirida del Quijote, como él mismo reconoce. Con el nuevo nombre Gil está más cerca de ser como Faroni, lo que le da confianza en sí mismo: «La verdad es que me siento otro. Hablo como con más seguridad, y en un tono más alto». La ficción se ha ido de las manos definitivamente cuando el discípulo rebautizado informa a su maestro de que tiene el proyecto de fundar el llamado Círculo Cultural Faroni. Gregorio introduce a un cuarto personaje, su primo, que es en realidad él mismo y que se llama como él mismo.

   Con la intención de fundir realidad e imaginación, de que las mentiras dejen de serlo, decide visitar de verdad el famoso café de artistas, rebautizado también como Café de los Ensayistas. La tertulia a la que asiste es una parodia absurda en la que el maestro es tratado como una especie de Mesías, que habla usando expresiones pedantes que carecen de sentido, y donde todo el mundo desea destacar y ser escuchado a pesar de que nadie entiende de qué habla el maestro. Con la misma intención elabora un puñado de obras apócrifas, con títulos, argumentos y circunstancias en que desaparecieron; esta invención queda también a salvo de la mentira con una frase: «Me ha faltado constancia, no talento, y además la obra existe en mi cabeza». Y por último, publica un libro en el que reúne sus mejores poesías de juventud con algunas nuevas y que le reporta la felicidad de ver su nombre, Faroni, impreso en un volumen ―que acabará entregando al maestro y a otros miembros de la tertulia―. Tras todos esos intentos por fundir realidad y ficción, Gregorio llega a pensar que Faroni es más real que el propio Gregorio y llega a pensar tras una conversación con Angelina: «Aquel Faroni que ella tomaba tan a broma, a punto estuvo de suicidarse. No Gregorio, que sólo existía en la mente enfermiza de Angelina, sino Faroni, el autor del libro, el que una vez había sido joven, el poeta al que ella se negaba a reconocer».

   Tras la publicación del libro la figura de Faroni está completa y Gregorio intuye «que la invención había concluido y que ya nada, o muy poco, quedaba por añadir». Esta nueva crisis de Gregorio, en la que manifiesta ser una ilusión de su biógrafo, anuncia el desenlace de la farsa, o al menos de la segunda parte, que se produce definitivamente cuando Gil le anuncia que viajará a la ciudad.

   La tercera parte es la más novelística de todas en tanto que la acción transcurre de forma trepidante. Al igual que don Quijote se sanchifica en la segunda parte, Gregorio se giliza: ha conocido el horror de la vida bohemia en forma de mendicidad, lo que le lleva a rechazar sus ideales de juventud y a tomar la decisión de hacer en un futuro vida ejemplar y cívica, es decir, a sentar la cabeza. La vida en el campo y el aureas mediocritas será una de las fantasías que más recree en ese momento la atormentada imaginación de Gregorio. El desdichado oficinista va alternando el odio con la lástima, la visión de Gil como un enemigo como «un egoísta, una garrapata sin escrúpulos», con los remordimientos de que para salvar su pellejo necesita sacrificarle. Gil, por su parte, paralelamente a la quijotización de Sancho Panza, se faroniza cuando llega a la ciudad: ocupa el puesto de Gregorio y cuando Faroni le pide que se marche Gil ve la posibilidad de redimir el fracaso en que se ha convertido su vida. El fervor hacia Faroni ha convertido a Gil en una especie de iluminado dispuesto a todo, algo así como un personaje de Alamut: «¡Oigo voces por dentro, las oigo, y estoy listo para morir!». Al final de Juegos de la Edad tardía la transformación de Gil en Faroni es definitiva; como Gregorio, siente la necesidad de renombrar la realidad, de buscar un nuevo nombre para Gregorio ―Lino Uruñuela―, para su campo ―«Villa Faroni»―, para el pozo, para la huerta o para el perro. De una vez por todas Gregorio Olías, Gil Gil Gil, Faroni, Dacio Gil Monroy, Gregorio Olías ―el primo de Faroni― y Lino Uruñuela acaban siendo el mismo personaje: el único, el incomparable, el magnífico, el gran Faroni.

   Este libro es una carta de póker

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