Crepúsculo de Stephenie Meyer

Crepúsculo de Stephenie Meyer

   Aprovecho que voy a dedicar unas pocas palabras al nuevo éxito adolescente Crepúsculo para desvelar algo que creo que no haber comentado antes: el origen del seudónimo Santino. Leer Crepúsculo, hablar de esta novela, supone en cierta medida retroceder a mis años adolescentes, una época en la que era un infatigable seguidor de todo lo que tuviera que ver con los vampiros, una pasión que acabó cuajando en la lectura de la saga de las Crónicas vampíricas de Anne Rice. Precisamente de esa saga procede el nombre de Santino, que tomé prestado de un personaje que era toda una joyita ─nótese el sarcasmo─, más atraído por el nombre en sí que por los atributos de su poseedor. Con el paso del tiempo las novelas de Rice se me empezaron a caer de las manos ─la única que recuerdo con admiración es Memnoch el diablo─, pero decidía mantener el nombre, más por cuestiones fonéticas que por cualquier otro motivo.

   Es evidente que existe una ingente cantidad de literatura para jóvenes, que difícilmente pasan por la criba de la edad, que cuando caen en las manos de un lector maduro se descubren imperfectas, absurdas, incoherentes o inverosímiles. Pero eso es lo de menos: la mala literatura abunda, tanto para jóvenes como para adultos. Únicamente los libros que sobrevivan a ese examen, sólo los libros que pervivan, ya sea en las manos de un adolescente ya en las de un adulto, podrán pasar a la posteridad y lucir con mayúsculas la nomenclatura de clásicos. Los ejemplos sin abundantes, y sin necesidad de recurrir a los más clásicos de entre los clásicos ─muchos de los cuales cada vez están menos al alcance de los jóvenes─, me referiré simplemente a un fenómeno de masas como es la saga de Harry Potter, unas novelas que quizá no sean una muestra de la más alta literatura, pero que no dejan de tener cualidades que permiten situarlos dentro de una literatura de calidad.

   La pregunta ineludible es, por tanto, si Crepúsculo pertenece a esa literatura de circunstancias, cuyas pretensiones no van más allá del umbral de la madurez o si por el contrario hay algo en ella que permita vislumbrar un mínimo de profundidad. Tras una lectura minuciosa la respuesta no puede ser más simple: sólo queda encuadrar la novela en el segundo grupo. Pero no me entiendan mal, no es mi intención desprestigiar la obra, he leído las suficientes novelas sobre vampiros como para no emitir un juicio a la ligera. Crepúsculo, como novela para adolescentes, cumple perfectamente con su función, es un producto sin más pretensiones ni ambiciones, que no consigue nada más que lo que pretende conseguir, lo que no es poco, teniendo en cuenta que se ha convertido relativamente en un fenómeno de masas, y digo relativamente porque no se puede poner al nivel de otras sagas que sí han movido auténticas masas. Meyer escribe esta saga prácticamente en bloque, uno detrás de otro, con la intención de vender el pack completo de una vez.

   La historia aparece narrada desde la primera persona, a través del punto de vista de su protagonista femenino, Bella. Esta opción narrativa podría ofrecer cierta verosimilitud, mediante una construcción que bien podría ser el diario que escribe una adolescente todas las noches antes de acostarse. Esta elección en el narrador demuestra tener importantes inconvenientes, sobre todo en cuanto a la construcción de los personajes. La psicología se expresa fundamentalmente a través de los diálogos, pero hay algo que no cuadra, porque, a pesar de todo, o Bella tiene una mirada muy observadora o los gestos de los vampiros son demasiado grandilocuentes, buena cuenta de que la joven Bella se percata del más pequeño cambio de humor y lo describe con el más mínimo detalle. Esa pretendida verosimilitud que se busca se viene pronto al traste cuando es evidente que un simple ser humano es incapaz de percibir tantos matices en la mirada o en los movimientos. Detrás de ese narrador en primera persona se esconde una especie de narrador omnisciente con ciertas limitaciones.

   Bella se muestra a sí misma como una adolescente llena de traumas, con una paupérrima concepción sobre sí misma, una consideración que incluye en grandes cantidades torpeza, mediocridad, vacuidad e incluso fealdad. Algo vuelve a no encajar, porque la llegada de Bella a Forks no pasa desapercibido a sus compañeros ─masculinos─, que en un principio la persiguen y casi la acosan en busca de citas. A pesar de su escasa autoestima Bella está muy pagada de sí misma en ciertos aspectos, porque, como chica de ciudad que es, no parece interesada en tener relaciones con los paletos de Forks. Todo cambia cuando aparece Edward, el chico raro.

   Algo debe de haber en Bella, desde luego, porque de otra forma no se explica por qué un vampiro que tiene cien años se ha fijado en ella. La explicación de Edward parece basarse exclusivamente en el olor, más allá del físico o de la forma de ser de Bella. Hay algo en el aroma de Bella que enloquece a Edward, que le llena de sed de sangre. Es esta atracción puramente animal lo que hay por parte de Edward, porque de otro modo no se explica cómo un vampiro de cien años, un ser que jamás ha conocido el amor y que nunca pensó en hacerlo, puede fijarse en una adolescente más bien del montón. La impresión que dan a ratos es la de dos novios virginales, por como Bella describe la situación: «De repente comprendí que todo aquello era casi tan nuevo para él como para mí. A él también le resultaba difícil a pesar de los muchos años de inconmensurable experiencia» Un lector adulto esperaría que Edward transmita a Bella toda la sabiduría que la experiencia de cien años le han dado sobre el mundo, que actúe en cierto modo de maestro; nada más lejos de la realidad, las conversaciones entre Edward y Bella no van más allá del ámbito puramente adolescente, del cómo te ha ido el día y sobre todo del cúanto te quiero, mi vida.

   El uso de la perspectiva de Bella en este sentido resulta tremendamente cargante. En la relación que le une a Edward es preferible hablar de enamoramiento antes que de amor auténtico. Ésta, en el caso de Bella, parte de lo puramente físico, porque es evidente ─y por otra parte lógico─ Edward encarna la perfección más absoluta, un encanto que provocará en cantidades iguales atracción y respeto. Un amor a primera vista, en definitiva, más allá o más acá de conocimientos de la personalidad. Lo que llega a resultar cansino es la pasión con que Bella expresa sus inconmensurables sentimientos: una mirada, un leve roce, una palabra son suficientes para que Bella empiece a hiperventilar, para que el corazón se le acelere y la sangre le golpee la cabeza. No importa en qué circunstancias estén, que hayan tenido una prosaica pelea de novios o que estén escapando del malo de turno, Bella no desaprovechará ni una sola ocasión para manifestar las infinitas grandezas de su amor hacia Edward.

   Y es que eso es Crepúsculo, en pocas palabras. Un chico malo y bueno al mismo tiempo, un demonio que hace de ángel de la guarda, un ser peligroso luchando contra su naturaleza por amor; un joven frágil y delicada a la que proteger, un ser sensible, de baja autoestima, pero único. «De ese modo el león se enamoró de la oveja» Seguramente, el sueño de cualquier adolescente hecho realidad. Si es que hoy en día el escritor que no triunfa es porque no quiere, claves hay de sobra para conseguirlo. Novela mediocre, al fin y al cabo, pero que cumple perfectamente con su cometido. Vender ha vendido, y de paso ha alimentado los sueños de un buen puñado de adolescentes hormonadas.

Comentarios

comentarios