Un sueño soñaba anoche,
soñito del alma mía,
soñaba con mis amores,
que en mis brazos los tenía.
Vi entrar señora tan blanca,
muy más que la nieve fría.
—¿Por dónde has entrado, amor?
¿Cómo has entrado, mi vida?
Las puertas están cerradas,
ventanas y celosías.
—No soy el amor, amante:
la Muerte que Dios te envía.
—¡Ay, Muerte tan rigurosa,
déjame vivir un día!
—Un día no puede ser,
una hora tienes de vida.
Muy deprisa se calzaba,
más deprisa se vestía;
ya se va para la calle,
en donde su amor vivía.
—¡Ábreme la puerta, blanca,
ábreme la puerta, niña!
—¿Cómo te podré yo abrir
si la ocasión no es venida?
Mi padre no fue al palacio,
mi madre no está dormida.
—Si no me abres esta noche,
ya no me abrirás, querida;
la Muerte me está buscando,
junto a ti vida sería.
—Vete bajo la ventana
donde labraba y cosía,
te echaré cordón de seda
para que subas arriba,
y si el cordón no alcanzare,
mis trenzas añadiría.
La fina seda se rompe;
la muerte que allí venía:
—Vamos, el enamorado,
que la hora ya está cumplida.
El auténtico motivo de que haya hablado aquí de «El gesto de la muerte» de Jean Cocteau es para poder explayarme a gusto del que considero hoy en día como el mejor poema que conozco. Sé que esta apreciación puede parecer hiperbólica, pero les aseguro que no es ni mucho menos gratuita. El objetivo de estas palabras, y aún de otras, no es sino justificar el altísimo pedestal que ocupa un poema del que existen una más decena de versiones, que no está fijado definitivamente por escrito porque no tiene autor conocido, porque pertenece al pueblo, como toda la poesía inmensa.
Todos aquellos que me conozcan saben que soy bastante objetivo al respecto. La poesía popular no me apasiona precisamente, prefiero el endecasílabo antes que el octosílabo y el Romancero no es para mí desde luego un cuerpo textual que sirva de referencia. Por supuesto, hablo en líneas generales, lo que no impide que puedan gustarme libros o poemas concretos tradicionalmente incluidos dentro de esa corriente conocida con el nombre de poesía popular. Por este motivo, y porque el descubrimiento de «El enamorado y la Muerte» me resultó devastador en su época, creo que debo unas palabras para aclarar la conmoción que me supuso y lo que para mí representa poéticamente.
Nada más comenzar se repite hasta cuatro veces el lexema de sueño, con distintas terminaciones. Esta reiteración enmarca todo el relato posterior en un ambiente de ensoñación que oscila entre lo placentero y la pesadilla, y que al fin y al cabo, ya que en el sueño es todo posible, abre el camino al surrealismo. Porque sólo desde el sueño, o desde el plano más puramente simbólico, adquieren coherencia ciertos elementos del poema.
La personificación de entidades abstractas, como el Amor o la Muerte, son interpretados por los personajes como algo perfectamente posible. El enamorado, y más tarde la amada, no se detienen a cuestionarse la posibilidad de que esas entidades hayan tomado forma humana. Sin embargo, sí están personificadas con todas sus consecuencias, sometidas a las leyes humanas, lo que permite que el enamorado pueda preguntarse ―lo que realmente le extraña― por dónde ha entrado esa entidad si todas las puertas y ventanas estaban cerradas o que no se extrañe lo más mínimo cuando la Muerte le revela su verdadera identidad, como tampoco se extraña su amada cuando le confiesa que la Muerte la anda buscando. En esta humanización la Muerte no tiene el aspecto que actualmente se le asocia: en lugar de ser un esqueleto vestido con una caperuza negra y armado con una guadaña es una señora muy blanca. En lugar de asociar el negro, que es el color del luto, se le asocia el blanco, el de la palidez, la falta de salud, la enfermedad. Curiosamente, en la sociedad actual este color se ha vaciado en gran medida de su componente nefasto para pasar a identificar la pureza y la virginidad previa al matrimonio.
En la conversación que mantienen el enamorado y la Muerte ha reminiscencias de todos aquellos pactos con entidades superiores, desde el Fausto de Goethe hasta El séptimo sello de Ingmar Bergman. En este caso no es exactamente un pacto, sino una concesión: en principio puede parecer que la Muerte, en un afán de humanización, es capaz de apiadarse del enamorado y de concederle un plazo de vida para que pueda despedirse de su amada. La verdadera pregunta, nada baladí, es si la Muerte, como una entidad todopoderosa que es, no sabe de antemano que no puede llevarse al enamorado en el acto y que debe darle necesariamente una hora de vida para que vaya a ver a su amada y se produzca así el desventurado desenlace.
Ese hecho es lo que hermana este romance con «El gesto de la muerte», la antigua historia recuperada por Jean Cocteau. En ambos relatos la Muerte se materializa y actúa como una especie de actante que precipita de forma irremediable el desdichado final. Si la Muerte no se hubiera aparecido ante el jardinero, si no le hubiera hecho un gesto de sorpresa, este nunca hubiera viajado hasta Ispahán y no habría muerto. De la misma manera, si la muerte no avisa al enamorado, si no le concede una hora de vida, un tiempo que aprovecha para visitar a su amada, no se hubiera podido producir, al menos en condiciones naturales. Es por eso que esta vindicación de la muerte es al mismo tiempo la negación de su poder: la muerte actúa, pero limitada por la cadena lógica de la causa y el efecto, ya que no puede llevarse inmediatamente al difunto, sino que necesita la mediación de una causa ―la caída del cordón― de la que se derive su muerte. Justo cuando el enamorado cae del cordón se cumple la hora, lo que licita a la muerte para actuar libremente.
Uno de los aspectos más hermosos del poema, en gran medida heredado de su origen popular, es la concisión de los versos. Los diálogos, volcados a la forma octosilábica, dicen estrictamente lo imprescindible de forma explícita, aunque implícitamente están llenos de contenidos que perturban al lector. Cuando la Muerte se identifica como tal ya no es necesario dar más explicaciones, como tampoco lo es cuando el enamorado le confiesa a su amada que la Muerte le anda buscando. Lo que no impide que la amada dé una explicación más pormenorizada de por qué no puede reunirse con el amante o que incluso utilice un pleonasmo, «para que subas arriba», que reafirma la idea de la ascensión y que de alguna manera adelanta el trágico final.
Estos son algunos de los motivos que me han llevado a calificar este poema como el mejor que conozco. Podría dar muchos más motivos, como por ejemplo la acertada y brillante elección y combinación del vocabulario, un elemento que por sí sólo ya eleva el texto a la categoría de magnífico poema. El tema no puede ser más universal, amor y muerte, y sin embargo, el enfoque, a pesar de tener ya varios siglos y de que carezca de autor conocido, no puede ser más original. Fatalismo y amor, quizá sea ese el verdadero motivo que hace de «El enamorado y la Muerte» un texto sin el cual ya no puedo concebir la literatura.
Es un poema muy bueno, ciertamente. Pero para hablar de el mejor supongo que es necesario una especial disposición personal en el momento en que se lee por vez primera.
Por otra parte, si la poesía debe ser constantemente pulida, como decía JRJ, para alcanzar la perfección, los textos populares de transmisión oral, que son pulidos por cada generación deben ser los mejores, ¿no crees? Yo sinceramente no lo creo -tengo mis razones empíricas-, pero en cierto modo la afirmación puede tener parte de razón.
Y por último, el análisis que haces del poema no desmerece al mismo.
Gracias.
Querido Alejandro:
No me había yo percatado del sobreentendido final de la historia con la muerte del protagonista si tú no hubieras hecho esas aclaraciones en relación con el cordón de seda que la amada le va a pasar al amado para que éste escape de la Muerte. Ciertamente, el poema está cargado de sutilezas,como muy bien explicas (me quedo,como muestra, con tus menciones a los sueños y al surrealismo).
Muy bueno, como todo lo tuyo.
Ups! Perdón: de sobreentendido, nada. Soy yo, que estoy en la parra y no me entero («La fina seda se rompe, la Muerte que allí venía…»- se me habían pasado por alto estos versos).
¡Tus análisis son tan pormenorizados que sigo pensando que poco más se puede decir!
Me encanta cantar este poema una y otra vez, ya sabes que me lo sé de memoria 🙂
Coincido contigo; uno de los más hermosos poemas jamás escritos. El tema es universal y ahora está puesto de moda por la serie Flashforward: el conocimiento del futuro provoca el propio futuro. Si el enamorado no hubiera sabido que iba a morir no hubiera ido dónde la amada y no hubiera muerto. Lo mismo pasa en muchas tragedias griegas, como Edipo. Si su padre no hubiera recibido el oráculo no hubiera ordenado su muerte, etcétera.
Como curiosidad, la versión que yo conozco dice ‘si la hora no es convenida’, que tanto en éste como en la versión que tu pones deja entrever que los enamorados se citaban a espaldas de sus padres para ¿quien sabe? 🙂
Palimp, de hecho Flashforward es una serie que me encanta. Pienso que conocer el futuro nos sitúa ante una paradoja. Tal vez todo lo que hagamos nos empuja hacia ese futuro inevitable, o tal vez en ese futuro no estaba implícito el conocimiento del futuro, porlo que al cambiar las reglas se puede cambiar ese futuro. Sea como sea, hay algo en el futuro que desde luego es inevitable, lo mismo que en este poema, la muerte, que al mismo tiempo es el único camino seguro para evitar cualquier otro futuro.