Mis libros (que no saben que yo existo)
son tan parte de mí como este rostro
de sienes grises y de grises ojos
que vanamente busco en los cristales
y que recorro con la mano cóncava.
No sin alguna lógica amargura
pienso que las palabras esenciales
que me expresan están en esas hojas
que no saben quién soy, no en las que he escrito.
Mejor así. Las voces de los muertos
me dirán para siempre.
Jorge Luis Borges, «Mis libros», La rosa profunda
Parece mentira que La piedra de Sísifo tenga ya tanta solera como para poder decir que me gustaría retomar una antigua tradición que hace dos años que tenía olvidada, la de poner y comentar un poema relacionado con el mundo de los libros cada 23 de abril. Últimamente era una costumbre aparcada porque no siempre es fácil encontrar el poema oportuno, pero gracias al regalo en forma de libro titulado Filobiblón ―y subtitulado Amor al libro― tengo un verdadero filón de poemas sobre libros. Un libro sobre libros muy recomendable para el día del libro.
Borges empieza este breve poema dejando caer un malicioso malentendido que no se encargará de aclarar hasta casi el final del texto. Lo lógico es que el lector se deje llevar por esta interpretación errónea: cuando Borges habla de sus libros no se refiere a los que ha escrito sino que está expresando la posesión material más simple y llana. Bajo el grupo de “mis libros” quedan incluidos los libros de su biblioteca, los que leyó y releyó, los que aprendió casi de memoria y que sabía recitar ya en plena ceguera. No son “mis libros” los de su alma, sino los hijos del alma del vecino. Es inevitable pensar en ese otro poema mucho más conocido, de Elogio de la sombra, «Un lector», y en su maravilloso arranque en el que Borges pone la lectura siempre por encima de la escritura: «Que otros se jacten de las páginas que han escrito; a mí me enorgullecen las que he leído». Borges siempre declinó llamar la atención sobre su propia obra, el otro Borges siempre rehuía de sí mismo y de su propia opinión y buscaba el consuelo en la cita ajena. La concepción de la posteridad, tan innovadora por otra parte, ha quedado por ser profundamente borgeana. El artista puede sobrevivir no en su propia obra sino en la de los demás. Su obra, a pesar de haber pasado ya a la posteridad ―a la Historia de la Literatura con mayúsculas― podría estar sujeta a la contingencia de las modas; un clásico, un autor consagrado, en el que se haya visto reflejado una sola vez en algún momento de su vida puede asegurarle para siempre ese paso a la Historia.
Ese paréntesis aclaratorio, esa indicación de la inconsciencia de los libros sobre la existencia del lector, no hace sino subrayar el carácter unilateral de la comunicación literaria. Si Quevedo había puesto de manifiesto la dimensión conversacional de los libros en uno de los poemas escritos en Torre de Juan Abad al decir «vivo en conversación con los difuntos / y escucho con mis ojos a los muertos», Borges en este poema se encargaría de señalar que el libro habla pero no escucha.
Se trata esta de una soledad que queda enmarcada en el periodo temporal de la vejez, simbolizada en el color gris, el de las canas. Es una soledad que se comprende en el periodo de mayor aislamiento de Borges, el de su ceguera. Con esos libros que Borges ha leído, más con los que recuerda que con los que le son recitados de vez en cuando, siente una mayor identificación que con su propio rostro, que le ha sido vetado a causa de la ceguera, un rostro que sólo le ha sido permitido conocer a través de sus manos. La ceguera, efectivamente, le ha aislado aún más del mundo, porque le ha separado de su punto de unión más fuerte con el mundo: los libros. La ironía de esta separación se expresa de forma impecable en el comienzo del «Poema de los dones», cuando Borges habla de la maestría de Dios al darle al mismo tiempo los libros ―en referencia a su nombramiento como director de la Biblioteca Nacional― y la noche.
Efectivamente, esa capacidad de permanecer en los libros que han escrito otros, de reescribirlos en la lectura, es algo que Borges se había planteado en el ensayo «Kafka y sus precursores». Borges lo ha conseguido. Efectivamente ha sobrevivido en otros escritores, en ocasiones más que en sí mismo. Al igual que ocurre con el adjetivo “kafkiano”, es posible usar el adjetivo “borgeano” para calificar a escritores que no son el propio Borges, para hablar de autores que jamás han leído al escritor argentino o que incluso son anteriores a él.
Otros poemas sobre libros:
«Matzhéva», de Jorge Valdés Díaz-Vélez
«Un lector», de Jorge Luis Borges
«Libros», de Luis Alberto de Cuenca
«Los otros libros», de Emilio Ruiz Parra
«Oda al libro», de Pablo Neruda
Pues nada de mentira, querido amigo: La piedra de Sísifo se ha convertido en toda una institución erigida en referente de las Letras en la red, con unas secciones consolidadas y el estilo inconfundible que destila el gran pozo de sabiduría del que hace gala,con discreción y humildad, su autor, que eres tú, Alejandro.
Enhorabuena a ti, a tu Sísifo y al mundo de los libros, que nunca desaparecerá. Viva la Cultura!
Un abrazo, amigo
Qué buen regalo te hicieron…
Desde luego uno entiende por qué Borges es un maestro y porque el resto normalmente nos pasamos los días queriendo escribir algo que nos haga inmortales…
Me alegro de que retomes esta antigua tradición.
Oh, libros, olor a libros, páginas añejas! Leer o escribir? Ambos son vitales
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