En la consagración de una obra como clásico intervienen no pocos factores, y no siempre todos ellos tienen que ver exclusivamente con la obra. A veces la biografía particular del autor engrandece aún más la obra, si bien es cierto que únicamente cuando la obra tenga un valor intrínseco permanecerá. Uno de los ejemplos más evidentes en la literatura española es Federico García Lorca. No cabe duda de su grandeza y de la revolución literaria que supuso, pero tampoco hay que descartar una muerte en trágicas circunstancias en la construcción del mito, al menos a nivel mundial. Algo parecido ocurre con John Kennedy Toole, uno de esos escritores ha triunfado rotundamente a pesar de tener una producción nimia, concretamente dos novelas ―La biblia de neón y La conjura de los necios―. Y es que Toole es uno más de esos casos que demuestran la infinita ceguera que tienen a veces los editores. Al igual que le ocurrió a J. K. Rowling, que tuvo que peregrinar por varias editoriales antes de ver publicado su Harry Potter y la piedra filosofal, Toole tampoco encontró a ningún editor que viera especialmente rentable su libro. La diferencia está en que él, desesperado ante la indiferencia que provocaba lo que él consideraba una obra maestra, decidió acabar con su vida a los 31 años, en 1969. Tras su muerte, su madre, convencida como lo estaba el hijo de la calidad de su obra, paseó el manuscrito por distintas editoriales hasta que dio con el escritor Walker Percy, que finalmente fue quien consiguió su publicación. El éxito fue tan fulminante que se convirtió inmediatamente en un clásico e incluso ganó el premio Pulitzer.
Cualquiera que haya leído y que conozca la novela no dudará un momento en afirmar que La conjura de los necios es, en esencia, el personaje de Ignatius J. Reilly. Se trata de uno de los personajes mejor logrados de la historia de la literatura, a la altura de las grandes complejidades shakesperianas, y posiblemente un arquetipo al mismo nivel que otros ya consagrados como el Quijote ―con el que comparte más de lo que pudiera parecer en principio―, don Juan Tenorio o la Celestina. De hecho, la novela arranca con una hiperbólica y pantagruélica descripción de este personaje que es perfecta como presentación porque contiene todo lo que poco a poco se irá desarrollando. Ignatius es un inmenso tipo de estrafalaria vestimenta que ronda los treinta años y que todavía vive con su madre. No posee aspiraciones en la vida más allá de la satisfacción de un ego completa y absolutamente narcisista. Su permanente egoísmo le hace enfrentarse a un mundo que le es ajeno y al que no consigue adaptarse.
Una acérrima misantropía le hace incapaz de tratar con otros seres humanos, y ni tan siquiera es capaz de tocarlos. Para aislarse de ese mundo que detesta Ignatius realiza la construcción de un micromundo, un espacio propio formado principalmente por su dormitorio y por pequeños hábitos, como atiborrarse a dulces, beber Dr. Nut o ir casi diariamente al cine a ver películas que detesta. Tras los límites de ese pequeño cosmos se encuentra lo que Ignatius llamará en un giro conradiano «el corazón de las tinieblas, la auténtica selva». La experiencia más traumática de su vida es precisamente la única ocasión en que se vio obligado a abandonar ese mundo en un viaje iniciático en autobús, y la recuerda una y otra vez, según su exagerado punto de vista como un verdadero condicionante en su visión del mundo, como un descenso a los infiernos.
Ignatius, que ha tenido una formación sólida en historia, se ha convertido en un defensor a ultranza de la Edad Media y de todo lo que ello implica. Según sus palabras, «al desmoronarse el sistema medieval, se impusieron los dioses del Caos, la Demencia y el Mal Gusto». Como declaración de intenciones de cara al sistema Ignatius afirma: «Lo que yo quiero es una buena monarquía, firme, con un rey decente, de buen gusto, un rey con ciertos conocimientos de teología y de geometría, y que cultive una Rica Vida Interior». Y no duda en calificar el Renacimiento, el Siglo de las Luces o el Romanticismo como periodos oscuros, incapaces de ser comparados con el esplendor medieval. Y su visión del mundo es, por lo tanto, profundamente medieval, no sólo por su pesimismo enquistado, su concepción de la vida como valle de lágrimas, como miseria y dolor, o por su extremista postura religiosa ―abiertamente opuesta al «relativismo del catolicismo moderno»― sino sobre todo por su concepción de la Fortuna. Para Ignatius la vida se divide en ciclos en los que la Fortuna es propicia o adversa. Al atribuir todo lo que pasa a una entidad, casi deidad, superior e incontrolable, Ignatius se ve libre para actuar con la más descarada inmadurez, seguro de poder eludir la responsabilidad de todo lo bueno y de todo lo malo que pase.
Este universo personal, que como puede verse se sustenta sobre unos pilares ideológicos sólidos, es muy similar al que el Quijote construyó utilizando los libros de caballería. Si para don Quijote el pilar es Amadís de Gaula para Ignatius es Boecio con su obra La consolación de la filosofía. Ahí está precisamente la similitud entre ambos personajes. Ambos mundos son completamente imaginarios pero sus creadores se ven obligados a transitar por la realidad, y no pocas veces el mundo real entra en colisión directa con su fantasía. En el Quijote la evolución es tremendamente compleja, y acaso pasa del convencimiento al autoengaño. En Ignatius, sin embargo, la actitud es mucho más ambigua, ya que en pocas ocasiones deja ver una simple fisura. Si don Quijote iba transformando la realidad sobre la marcha, la transformación de Ignatius se produce sobre todo en sus cuadernos de notas. El efecto cómico es notable: primero el lector asiste a la realidad y a continuación Ignatius ofrece su propio punto de vista. Es lo que ocurre, por ejemplo, cuando Ignatius trata de amotinar a los empleados de Levy Pants, una cruzada que tiene desastrosos resultados pero que él reinterpreta de forma muy distinta. Por otra parte, la diferencia entre don Quijote e Ignatius es también clara: don Quijote luchaba por los demás, para conseguir un mundo mejor, por ensalzar la figura de Dulcinea; Ignatius lucha por sí mismo, sin más.
Precisamente la función de Dulcinea en el libro es desempeñada por Myrna Minkoff. Se trata de una caricatura más, es vez de la típica activista comprometida con todo, que tanto abundaba en la época. Pero Myrna, a diferencia de Dulcinea, no es el amor de Ignatius, sino más bien su odio. La obsesión es la misma, aunque invertida. Todo lo que hace Ignatius lo lleva a cabo pensando en Myrna, en vengarse de no se sabe bien qué. Su sentido de la competitividad le lleva a querer quedar siempre por encima de ella. Tampoco parece entenderse bien el interés de Myrna en Ignatius, que representa todo lo reaccionario que ella abomina. Más bien parece interesado en el gordo extravagante como un experimento sociológico, como si quisiera saber cuánto es capaz de degenerarse un ser humano. Lo cierto es que, sea como fuere, es finalmente Myrna la responsable de la redención de Ignatius y el resorte que activa un nuevo ciclo vital con el que se acaba cerrando la novela.
La novela podría dividirse en tres partes: una presentación previa a la emancipación laboral de Ignatius y su paso por los dos trabajos que consigue, el primero como oficinista y el segundo como repartidor de salchichas. A cada uno de estos trabajos le corresponde una cruzada, la primera a favor de los negros y la segunda en pro de los homosexuales. El racismo y la homofobia son dos elementos importantísimos en el libro que se enfocan sobre todo desde la caricatura, como no podía ser de otra forma ya que Toole eligió el título para la novela a partir de una cita de Johnathan Swift. No deja de ser curioso que Ignatius, que es manifiestamente racista y homófogo, decida emprender sus causas para ayudar a ambos colectivos, siempre tratando de rivalizar con Myrna. En realidad la intención de Ignatius es la de ensalzar su propia figura, aunque siempre acabe humillado o ignorado. Toole no pierde la oportunidad de satirizar a una sociedad, la norteamericana, que había convertido ciertos temas en tabú. Así, Jones, el personaje que critica ese racismo desde la ironía, no deja de afirmar: «creo que la gente de coló lleva en la sangre lo de barré y limpiá el polvo. Para la gente de coló es ya como comé y respirá».
Pero como en toda buena sátira, hay una mezcla agridulce de personajes. Los más trágicos son la madre de Ignatius y la señorita Trixie. La primera obligada a vivir a la sombra de su hijo, irremediablemente alcohólica, pues la bebida es la forma única de olvidar lo penoso de su existencia, incomprendida por un hijo que le hace continuos desprecios y menosprecios. La pobre señora Reilly es incapaz de dejar de hablar de su hijo, tiene también importantes dificultades para relacionarse, pero seguramente es por influencia de Ignatius, que se encarga de echar con celeridad a todos los que amenazan con entrar en su micromundo. Por otra parte la vieja señora Trixie, más aislada y desconectada del mundo de lo que Ignatius nunca lo estará, permanentemente sometida a los experimentos de la señora Levy, con el único deseo de conseguir un poco de paz.
Precisamente uno de los rasgos magistrales de la novela es cómo ese poso de amargura y de tristeza se da la mano en el libro con la carcajada continua, algo que también ocurre con la más insigne obra cervantina. Porque Ignatius, a fin de cuentas, no deja de ser un personaje trágico, más aún si se piensa que pudiera estar basado parcialmente en el propio Toole, que como se sabe vivió en Nueva Orleans, trabajó en una fábrica de ropa, repartió comida en el Barrio Francés o vivió con su madre mucho después de haber acabado la universidad. Caricatura del propio Toole, grotesca, deforme, falstaffiana.
Muchísimo más podría decirse sobre esta novela, que se ha magnificado hasta tal punto que algunos dicen que bien pudiera haber sido sobrevalorada casi como una estrategia de marketing. Quizá sea una visión muy personal, pero cuando dedico unas palabras a un libro creo poder medir su calidad más que por lo que digo, que no pasa de ser una burda repetición de lo que seguramente otros ya dijeron mejor que yo, por lo que dejo de decir. Si así fuera ―y es así como debe ser― La conjura de los necios es uno de los grandes libros del siglo XX y quizá de la Historia de la Literatura. Y Ignatius J. Reilly, ese obeso monomaníaco y egocéntrico, uno de los grandes personajes literarios que hayan salido jamás de una mente humana. En este caso, como decía Unamuno con respecto a la relación entre Cervantes y el Quijote, el personaje ha vuelto a superar a su autor, es más auténtico y más complejo que él.
A mí, Ignatius Reilly me pareció un personaje odioso y repelente, al menos cuando leí el libro, hace ya unos añitos. Sin duda, la complejidad de la obra exige, al menos, una relectura, especialmente a partir del agudísimo y pormenorizado análisis que llevas a cabo en esta entrada, tan iluminadora como todas las demás.
Un abrazo, amigo
Rafa, es cierto que si nos encontráramos con un Ignatius de carne y hueso se nos haría odioso, pero literariamente es una creación magistral, sobre todo por la inmensa complejidad del personaje. Es contradictorio, porque es cierto que representa todo lo que odio, pero al mismo tiempo me he quedado con ganas de seguir leyendo sus aventuras. En alguna parte he leído que este libro gana muchísimo en la relectura.
Santino, por si no te has dado cuenta, el hecho de que te pareiuzca odioso ignatius no es casualidad. Es precisamente lo que se propone el autor para que el lector se dé cuenta de su error. O sea, al hacerlo tan grotesco, el autor crea voluntariamente las condiciones para el prejuicio del lector.
Hacia tiempo que llevaba buscando un titulo que fuera mas o menos de esta indole, y por lo que veo, este se adapta bastante a eso, asi que habra que buscarlo.
Esta obra significó un duro golpe para muchos novelistas contemporáneos a Toole; una obra maestra, con un tema lejos de los clichés literarios, y con la capacidad de emocionar al lector; efectivamente, uno pasa de la risa a cierta melancolía al final, y frustración al saber que el autor ya no existe, y no podrá seguir entregando obras como ésta.Para mí, una novela extraordinaria, a la altura de las mejores…
Todo equivocado. Ni dulcinea tiene nada que ver con Myrna, ni don quijote tiene nada que ver (o muy poco) con ignatius, ni amados de gaula con la consolidación de la filosofía. En fin. Lo único que ambas obras tienen en común es que son grandes obras