Pasito a paso, calladamente, los gigantes del siglo XX nos van dejando huérfanos. Si hace unos días fallecía Gonzalo Rojas ahora, a los 99 años, es el turno de Ernesto Sábato. Con su muerte prácticamente se acaba por extinguir la gloriosa generación de escritores que abrió camino al boom, maestros muchos de ellos de lo que todavía estaba por llegar, pero que fue mucho más que un tibio preludio. No en vano en esa generación hay escritores de la talla de Octavio Paz, Onetti o Cortázar. Y aún a Borges se podría añadir, aunque más de diez años dista entre sus respectivos nacimientos. Precisamente sobre Sábato diría Borges: «Ha escrito poco, pero ese poco es tan vulgar que nos abruma como una obra copiosa». Aunque es sabido que muchas de las apreciaciones borgianas son caprichosas o arbitrarias, algo de cierto hay en esta valoración. Sábato es un escritor a cuenta gotas, de una exigencia tiránica y una palabra exacta, condensada, llena de sentidos. Humanista de los de lanza en astillero ─no es necesario recordar su labor en la Comisión Nacional sobre Desaparición de Personas─, antes pensador que novelista, y aún sus novelas son de ideas. No es de extrañar que El túnel encandilara a Albert Camus.
Qué decir sobre El túnel, uno de esos libros imprescindibles que te marcan de por vida. Con un principio que desgarra: «Bastará decir que soy Juan Pablo Castel, el pintor que mató a María Iribarne; supongo que el proceso está en el recuerdo de todos y que no se necesitan mayores explicaciones sobre mi persona». Sábato utilizará una técnica narrativa, la de aparentemente desvelar el final de la trama en la primera frase del libro sin restar por ello un ápice de la intriga narrativa, que años después volverá a recoger y a desarrollar de forma hiperbólica García Márquez en su Crónica de una muerte anunciada: «El día en que lo iban a matar, Santiago Nasar se levantó a las 5.30 de la mañana para esperar el buque en que llegaba el obispo».
Cuando se cita El túnel es recurrente utilizar el fragmento que explica y da sentido al título de la novela. Y aunque este fragmento expresa perfectamente la angustia, la soledad y la alienación del protagonista, he elegido otro fragmento, el que más profundamente me ha marcado de todo el libro, el capítulo XXI, que es una pesadilla al más puro estilo kafkiano. Apabullante hasta la última coma.
Desperté tratando de gritar y me encontré de pie en medio del taller. Había soñado esto: teníamos que ir, varias personas, a la casa de un señor que nos había citado. Llegué a la casa, que desde afuera parecía como cualquier otra, y entré. Al entrar tuve la certeza instantánea de que no era así, de que era diferente a las demás. El dueño me dijo:
—Lo estaba esperando.
Intuí que había caído en una trampa y quise huir. Hice un enorme esfuerzo, pero era tarde: mi cuerpo ya no me obedecía. Me resigné a presenciar lo que iba a pasar, como si fuera un acontecimiento ajeno a mi persona. El hombre aquel comenzó a transformarme en pájaro, en un pájaro de tamaño humano. Empezó por los pies: vi cómo se convenían poco a poco en unas patas de gallo o algo así. Después siguió la transformación de todo el cuerpo, hacia arriba, como sube el agua en un estanque. Mi única esperanza estaba ahora en los amigos, que inexplicablemente no habían llegado. Cuando por fin llegaron, sucedió algo que me horrorizó: no notaron mi transformación. Me trataron como siempre, lo que probaba que me veían como siempre. Pensando que el mago los ilusionaba de modo que me vieran como una persona normal, decidí referir lo que me había hecho. Aunque mi propósito era referir el fenómeno con tranquilidad, para no agravar la situación irritando al mago con una reacción demasiado violenta (lo que podría inducirlo a hacer algo todavía peor), comencé a contar todo a gritos. Entonces observé dos hechos asombrosos: la frase que quería pronunciar salió convertida en un áspero chillido de pájaro, un chillido desesperado y extraño, quizá por lo que encerraba de humano; y, lo que era infinitamente peor, mis amigos no oyeron ese chillido, como no habían visto mi cuerpo de gran pájaro; por el contrario, parecían oír mi voz habitual diciendo cosas habituales, porque en ningún momento mostraron el menor asombro. Me callé, espantado. El dueño de casa me miró entonces con un sarcástico brillo en sus ojos, casi imperceptible y en todo caso sólo advertido por mí. Entonces comprendí que nadie, nunca, sabría que yo había sido transformado en pájaro. Estaba perdido para siempre y el secreto iría conmigo a la tumba.
Fragmentos como este pocos hay en la historia de la literatura española, y un puñado de ellos se encuentran en la obra de Sábato. Imprescindible la lectura de El túnel, una novelita que no llega a las cien páginas, y aún del resto de la obra de ficción de Sábato, teniendo que en cuenta que me refiero a la “trilogía” compuesta, además de por El túnel, por Sobre héroes y tumbas y por Abanddón el exterminador. Teniendo en cuenta que sólo escribió tres novelas merece la pena leer su obra novelística completa, porque el esfuerzo es mínimo a cambio de un beneficio incuantificable.
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