Como si el aroma a incienso de vainilla y el Birland 60 de Coltrane no fueran suficiente caldo de cultivo para el estudio productivo, como si la página setenta y cinco del manual de antropología social II se hubiera convertido de golpe y porrazo en el Gilgamesh cuneiforme. Rabioso por no entender lo incompresible del potmodernismo debidamente encapsulado y diseccionado, te retiras hastiado del escritorio, casi chocando con las paredes, dándole vueltas frenéticamente al bolígrafo entre los dedos, cuando no llevándotelo a la boca y chupando como queriendo sacarle humo al plástico, por aquello de que fumar relaja pero tú nunca has fumado. Por distraerte un rato y dejarte de tanta filosofía barata abres uno de los cajones de la cómoda, tan alto que tienes que escalar por los salientes del armario, haciendo a un lado la diana eléctrica y la canasta. Lo sacas de su sitio, como arrancándole un hálito de vida al armario, ese armatoste gigantesco que es casi tan viejo como tú. Al ponerlo sobre la mesa le soplas el polvo de las cumbres y te zambulles de cabeza en recuerdos que han pasado años dormidos, esperando a que un día alguien escalara hasta lo más alto del armario y los rescatara de manos del olvido.
Después de hojear algunos libros de texto ─¿por qué nos complicamos ahora tanto las cosas cuando en realidad son tan fáciles como los libros de secundaria?─ esquivas ese diario que siempre pensaste en tirar y que tienes prohibido abrir bajo pena de la vergüenza más rotunda. Chucherías a granel, pequeños tesoros de incalculable valor: viejos tebeos, un trompo, unas canicas, el mando roto de una atari, cuadernos. ¡Pero qué ves en una esquina! Debajo de una concha rota hay un chicle Boomer con sabor a natillas. Casi sin pensarlo, porque de pensarlo no lo habrías hecho, le quitas el envoltorio y te lo metes en la boca, como con gula y como con miedo de que una mano vaya a salir de las sombras y te lo arranque en el último momento.
Lo que viene después deja en pañales a la magdalena de Proust. No es goma arábiga lo que se moldea entre tus dientes, no es el sabor a natillas, son recuerdos en vena lo que te electriza el paladar y te baja dándote calambrazos por todo el cuerpo. Ese sabor a natillas no te lleva a la secundaria, aún antes, te lleva a tu propia prehistoria, a una nebulosa de recuerdos infantiles, el patio de un colegio, el momento más feliz del día, pues estaba vetado comer chicles en clase. Un recuerdo va tirando de otros, como lastrado. A veces lo más pequeño es capaz de cambiar el mundo, y a veces un chicle de natillas puede hacer que recuerdes caras olvidadas, nombres y apellidos, historias de vida, anécdotas, juegos, secretos inconfesables. ¡Y qué gustazo hacer pompas con un chicle Boomer! Todo aquel que entienda de chicles y de pompas tiene que reconocer que las pompas de ahora no son ya como las de antaño. Aquella pompa bien redondeada, uniforme, con la misma cantidad de chicle por todas partes, capaz de aguantar un vendaval sin reventarse, capaz de inflarse hasta secarle a uno los pulmones.
Pero la pregunta no debería ser cuánto hace que no comías un Boomer sino cuánto hace que no veías un Boomer de los de entonces. Recuerdas el infausto lavado de cara que les hizo la marca después del fin de la peseta: le cambiaron el clásico envoltorio de papel por uno de plástico de vivos colores, los fabricaron más pequeños, les subieron el precio, y lo que es peor, nunca volvieron a saber igual. Fueron los chicles de tu infancia, del día a día, no como los Bubbaloo, que estaban reservados para ocasiones especiales porque eran los chicles de los ricos. Los Boomer costaban un duro, los Bubbaloo el doble, aunque estaban rellenos de una exquisitez líquida que se te reventaba en la boca y te dejaba un regusto de ambrosía. En realidad, si te paras a pensar, mientras mascas, hacía años que no veías un chicle Boomer de los antiguos.
Casi se te atraganta el chicle cuando el pensamiento, sólo presentido al principio, cobra después plenamente forma. Se te ha venido a la cabeza un capítulo de La carretera de McCarthy. En un mundo apocalíptico, reducido a cenizas, donde ya no queda nada, en el que todo, incluido los chicles Boomer, ha sido destruido, el padre se encuentra en una tienda, en una máquina de bebidas, una botella de Cocacola, seguramente la última botella de Cocacola del mundo, y se la regala amorosamente a su hijo, que ni siquiera sabía qué era la Cocacola porque cuando él nació ya había dejado de existir. Te das cuenta de que esa masa moldeable que pierde rápidamente sabor en tu boca es como la última botella de Cocacola de un mundo apocalíptico. Es el único fallo que tenían los chicles Boomer, que el sabor se les pasa como un relámpago entre dos oscuridades. Todavía antes de que aquello que masticas se convierta en una masa de plástico insípida y dura, el sabor a natillas ha arrastrado a otros sabores y durante un instante te ha venido el recuerdo del Boomer de melón, el de sandía, el de fresa ácida, el de Cocacola, el de regaliz, el de menta y el de hierbabuena e incluso te vino el sabor del kilométrico, ese chicle que no medía un kilómetro pero que cuando te lo metías entero en la boca sí sentías como si masticaras un kilómetro en toda su longitud. Ni tampoco se farda igual delante de los amigos diciendo que te estás comiendo un maxiroll que diciendo que tienes un kilométrico entero en la boca. En fin, es sólo un instante, porque el Boomer de natillas ya no sabe a nada.
¿Será posible que ya no existan los antiguos Boomer? Corres a Internet, la fuente de las fuentes, y ves que no eres el único que se ha preguntado sobre la existencia de los Boomer. Muchos dicen que aún existen, pero se refieren a los nuevos, esas falsas imitaciones con sus trajes nuevos y llamativos y sus sabores apócrifos, no a los de siempre. En un foro te encuentras que un tipo vio uno de natillas auténtico en Buenos Aires y hay otro que vende un Boomer de regaliz por una burrada de pesos. ¿Ha merecido la pena por un puñado de recuerdos beberte la última Cocacola del mundo o tendrías que haberla compartido generosamente con alguien importante? Pero la pregunta es otra en realidad: ¿hay alguien lo suficientemente valioso en el mundo como para merecer un Boomer de natillas? ¿Lo habrías compartido tú?
Como siempre que leo los artículos del blog saco partido. Enhorabuena, el sitio web se ha convertido para mí en una referencia. Podré estar o no de acuerdo con algunos planteamientos pero siempre es enriquecedor leer los artículos colgados. Felicidades nuevamente, seguid así y animo a la gente a que participe con sus comentarios en este tipo de sitios educativos porque la verdad es que son de un valor enorme en esta época de internet.
Ánimo y suerte con las publicaciones, os seguiré
Muchas gracias, de verdad. Lo cierto es que últimamente está más parado porque no tengo todo el tiempo que quisiera, pero es como la piedra de Sísifo, siempre rodando, lento pero constante. Sé bienvenido a tu casa 🙂
¡Yo JAMÁS compartiría un chicle de natillas! Me lo comería con ansia bulímica y cuando se pasase el sabor lloraría
No creo que la palabra «bulímica» sea la más adecuada, la verdad.