Pareidolia

Pareidolia

   A veces uno siente que la vida es una interminable sucesión de insípidos momentos. Te levantas, te duchas, desayunas, vas a trabajar, vuelves, comes, duermes la siesta, sales a pasear, vuelves, cenas, te acuestas. En fin, domir, comer, salir, volver, comer, dormir, salir, volver, comer, dormir. Y así una y otra vez, como si todo lo inmenso de una existencia humana pudiera contenerse en cuatro palabras que se repiten como una gigantesca roca colina arriba, colina abajo. Pero he aquí que un día se rompe uno de los eslabones de la cadena, algo quiebra la sucesión natural entre comer y dormir, y todo se resquebraja en un millón de pedazos. Sólo entonces, cuando eso sucede, se echa en falta la monotonía de rutinas que poco a poco nos va construyendo. Que este documento sea el testimonio de esa cadena rota, de esa vida patas arriba o bocabajo, según se mire.

   Poco importan al lector de esta nota los detalles acerca de mi persona. Quienes me conozcan saben sobre mí todo lo que hay que saber, y quienes no, nada deben saber más allá de lo que ahora voy a contar. La noche en la que sucedió aquello no era distinta en nada de todas las demás ni hubo señal alguna que me hiciera pensar que iba a pasar lo que pasó. Después de acabar la cena y recoger la cocina fui al cuarto de baño para lavarme los dientes. Creo que ya saben de qué estoy hablando. Pues bien, todo esto empezó en el justo momento en que, llena la boca de pasta dentífrica, escupí en el lavabo. Cuando bajé la cabeza para beber del grifo y enjuagarme me dio un sobresalto el corazón. Me levanté como impulsado por un resorte mágico, atónito e incrédulo ante lo que estaban contemplando mis ojos: el escupitajo de la pasta de dientes formaba perfectamente la cara de Cristo. Nunca he sido demasiado creyente, no soy de los que van a misa, la última vez que lo hice fue antes de la primera comunión, desde entonces casi no he pisado una iglesia más que en un par de bodas. Pero incluso el mayor de los ateos es capaz de reconocer el rostro de Cristo cuando lo tiene ante sus ojos, por mucho que esté hecho de pasta de dientes y que la barba se le haya escurrido un poco por el desagüe.

   Tras unos interminables minutos de mirarlo, entrecerrando los ojos, como si quisiera reconocer a un viejo familiar en una foto antigua, tuve que aceptar el hecho de que se trataba de Cristo. Me tenía por una persona cabal y con sentido común, pero jamás pensé cómo reaccionaría si algún día el rostro de Cristo salía de mi boca. Tememos lo que ignoramos, e ignorar por qué un escupitajo toma la forma de Cristo así porque sí me hizo temerlo. Qué importa creer o no creer en dios cuando te pasa algo así. ¡Un milagro ante mis ojos! ¡Evohé!, y todas esas mierdas que gritaban las bancantes cuando entraban en éxtasis. El Señor se había metamorfoseado en un escupitajo de baba y pasta dentífrica, una improvisaba y repentina cara de Bélmez, pero mucho más real, más auténtica. ¿Acaso se puede escupir a Cristo? ¿Quizá se esconde un milagroso poder en mi saliva y no lo sabía?, ¿podría sanar a enfermos y leprosos?

   ¿Pero cómo algo así había podido salir de un cuerpo mundano? ¿Pudo sentir algo parecido Da Vinci cuando pintó la Capilla Sixtina, que al fin y al cabo su obra lo sobrepasaba? ¿Hasta qué punto puede tener el creador control sobre su propia obra?, ¿hasta que punto se puede tener control sobre un escupitajo? A lo Pollock, ¿acaso calculaba Pollock sus lienzos? ¿La existencia o falta de cálculo engrandece o empequeñece la obra? Hay algo más, siempre lo hay, algo no humano, algo más que humano y cuasi divino en la obra de un escupitajo chorreante de babas y pasta dentífrica. Asustado, extasiado, como San Juan de la Cruz en éxtasis, como si una revelación divina te dijese la verdad sobre el mundo sobre todas las cosas, como si todo empezara y acabara en un escupitajo de baba y pasta dentífrica, el milagro hecho baba, la milagrosa baba, todo en la cara perfectamente formada de nuestro Señor. ¿Acaso estamos preparados para comprender el significado completo de este tipo de revelaciones?, ¿acaso el Señor nos pide a gritos, en una segunda y metafórica o simbólica venida, que fundemos la santa religión del escupitajo?

   Finalmente, extasiado por las revelaciones de una noche, desbordado por tanta gloria en tan poca saliva, temeroso de dios, como antaño, con un temor medieval, como si el castigo divino pudiese partir en dos, como el rayo fulminante de Zeus, a todo aquel que se atreviera a profanar la santa reliquia, me sentía incapaz de abrir el grifo del agua nunca más en toda mi vida. Antes bien, fui rápidamente a la cómoda a coger la cámara de fotos. ¿Cuántas vidas no se habrían salvado si en la época de nuestro señor Jesucristo no hubiesen existido las cámaras fotográficas? Dejar testimonio gráfico del hijo de Dios. Nos hemos vuelto demasiado desconfiados. No nos basta con que nos llegue un tipo y nos diga que ha escrito un libro porque se lo ha dictado Dios todopoderoso. Tampoco nos basta que otro tipo nos diga que ha escupido la cara del Señor, perfecta. ¿Acaso se convertirá ahora el lavabo en el velo de Fátima? Aquel que aguanta por los siglos de los siglos con la faz del hijo de Dios impresa a fuego. Cientos de fotos desde todos los ángulos, con todas las luces posibles, con todos los enfoques y zooms y demás aderezos fotográficos. Cientos, miles, cienmiles, o quizá algunas más.

   Mientras hacía las fotos comprobé cómo la cara se había deformado levemente, cómo parte de la barba había chorreado por el desagüe, pero no por eso era menos Cristo. ¿Es quizá la perfecta metáfora de nuestros tiempos? ¿Tal vez le toca ahora al Señor caerse por un desagüe y llegar a lugares inhóspitos pero menos decorosos que el Paraíso? Inquieto, con la mente llena de todas estas reflexiones, a las tantas de la noche decidí separarme del improvisado altar que había construido e irme a la cama. No por sueño, sino por costumbre y porque, incluso en mi nueva fe, mañana tenía que ir a trabajar.

   Aquella noche tuve sueños extraños, de esos que no se olvidan pero que tampoco se llegan a recordar. Por la mañana me desperté sobresaltado, como arrancado de las garras de una pesadilla que sólo intuida o quizá arrancado del verdadero secreto de la vida. ¿No decían que los verdaderos profetas tenían o debían tener sueños proféticos? Así ha sido durante toda la humanidad. Profecías oníricas. Profecías de Morfeo. Sueños bíblicos. Tal vez yo no tuviera una flor en las manos, como Coleridge, para demostrar mi fe, pero tenía mi propio rostro de Cristo esculpido en baba y pasta dentífrica. Corrí al lavabo, como si fuera un peregrino, emocionado, como el creyente que viaja desde lejos a la Meca, a la tierra santa, por primera y única vez en su vida. Pero cuando llegué el templo de mi nueva religión se había convertido en un puñado de ruinas: la cara se había convertido en un pegote seco y amorfo que sólo podía recordar a un ser deforme. La noche había hecho estragos en lo que ahora se perfilaba como un falso ídolo. ¿Nueva señal de los nuevos tiempos? ¿Quizá ahora las religiones se sustentan sobre falsos ídolos con pies de barro? Vacías al cabo. Religiones que de la noche a la mañana se demuestran huecas. ¿Qué hace un hombre que ha dedicado toda su vida a un ideal, que ha gastado toda su juventud, todas sus fuerzas, que ha luchado en batallas, que ha matado a otros hombres, y finalmente se da cuenta de que aquello por lo que luchó no existe? Es este el ejemplo perfecto de una existencia gratuita. Nihilismo. La gratuidad en esencia. ¿Acaso los grandes nihilistas del siglo XX escupieron santos por la boca? No sé si por la boca, pero desde luego, sí lo hicieron desde las entrañas.

   Eso fue lo que pasó aquella noche y esta es la historia del escupitajo que ha cambiado mi vida. Hoy han pasado ya varias semanas desde que ocurrió aquello y no ha habido ni un sólo segundo en mi existencia que no se me haya pasado por la cabeza que aquello fue un mensaje de Dios que yo no estaba preparado para recibir, o tal vez una broma macabra de la nada más absoluta. Sea lo que sea, lo que este escupitajo me ha demostrado, y me lo he ido planteado día a día, es el inmenso hastío que supone estar vivo. Que estas palabras queden como quedó en su tiempo el memorial de Pascal, otro hombre, otro iluminado, que acaso escupió una noche el rostro de Cristo y pasó de la luz a la oscuridad. Sea como fuere, que sirvan estas palabras, tal vez banales para la inmensa mayoría, para explicar el porqué de que ponga fin a mi vida en este mismo instante. Dejo el ordenador encendido, con el documento abierto, antes de arrojarme por la ventana y poner punto y final a esta existencia.

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