Es difícil saber si es el escritor quien decide el género o es el género el que elige al escritor. Ocurre con Borges, que nunca escribió una novela y es autor de lo conciso, de poemas cortos, ensayos breves o relatos; y también con García Márquez, que, en cambio, se inclina por una exuberancia retórica que encaja mejor en la novela. No es que no sea autor de relatos ni que estos no puedan considerarse obras de un autor de primera línea, pero qué cabe duda que sus mejores textos tienen forma de novela. En el 72 escribe, a la sombra de Cien años de soledad, La increíble y triste historia de la cándida Eréndida y de su abuela desalmaday dejaría pasar veinte años para escribir estos Doce cuentos peregrinos. De hecho, dieciocho de esos veinte años García Márquez se los pasó de una forma u otra trabajando en los doce relatos que componen el conjunto.
Lo dice el propio García Márquez en el que bien podría ser el decimotercer cuento peregrino, titulado «Porqué doce, porqué cuentos y porqué peregrinos», donde el escritor colombiano da noticia efectivamente, como su nombre indica, de porqué escribe doce cuentos y porqué los llama peregrinos. Muchos han sido los autores de relato corto, como Horacio Quiroga o Monterroso, que han reconocido la dificultad del género, ya que cuanto más corto es el cuento más cae el peso sobre la intensidad, sobre el giro imprevisto y la sorpresa, tanto que García Márquez podrá reconocer que el esfuerzo que requiere escribir un cuento corto es «tan intenso como empezar una novela» o que su escritura pueda cansarle incluso más que una novela. Y crear un corpus coherente de relatos, como lo es Doce cuentos peregrinos, y no una amalgama de cuentos independientes, es una dificultad añadida que emparenta el género con el de la poesía. De las dificultades en su escritura, de su presencia intermitente y latente a lo largo del tiempo y de los lugares, proviene su condición de peregrinos.
El fino hilo que conduce los doce relatos es la combinación del mundo autóctono, del sentido telúrico y vital de la tierra natal, con el mundo europeo, con una moralidad que muchas veces es de cartón-piedra, postiza. En su irrealidad, el nuevo mundo, del que provienen García Márquez y sus personajes, es más auténtico y verdadero que este viejo mundo que agoniza lleno de prejuicios, que se presenta como un mundo extraño y ajeno. En sus páginas se presiente mucho de Cortázar, aquel que supo reflejar como nadie esa compleja confrontación de mundos. En Doce cuentos peregrinos se representa bien en el enfrentamiento entre la absurda rigidez de la señora Forbes y la necesidad de disfrutar la vida de los dos chiquillos a los que cuida. Pero esa rigidez no es sincera, por la noche, entre las sombras, la señora Forbes estalla como negra caribeña. Es la poética de mostrar las cosas como no son para después desvelarlas.
El que vaya buscando al García Márquez de siempre anda descaminado, no se va a encontrar ni mucho menos realismo mágico en estos relatos. A excepción de «La luz es como el agua», que parece haber surgido como una interpretación literal de esta frase y donde lo fantástico es el eje, si acaso, habrá un ligero componente maravilloso, que es difícil saber si ya estaba en el viejo continente o si es un virus que está dentro de los personajes y les acompaña allá donde vayan. Son pinceladas que nos demuestran, como decía Cortázar, que el mundo no es exactamente lo que vemos y que hay una misteriosa arquitectura en sus cimientos. Por sus páginas desfilan una macondiana muchachita muerta cuyo cuerpo permanece incorruptible ante los rigores de la muerte, un viento que produce la locura, una medio bruja que es capaz de entrever el futuro en sus sueños o el pinchazo de una rosa de cuento que puede llegar a producir la muerte. Pero como en el realismo mágico más clásico, existe una cierta noción de necesidad, de inevitable, como si las cosas no pudieran ser de otro modo, lo que lleva a los personajes a aceptar con naturalidad e integrar este toque maravilloso en la gris cotidianiedad de sus vidas. Esto explica que Margarito Duarte pueda pasearse por toda Roma enseñando el cuerpo incorruptible de su hija y aún así no conseguir audiencia con el Papa.
La locura, parece que como resultado cierto del choque entre esos dos mundos, está presente, de una manera más o menos explícita, en todos los relatos. Es la protagonista indiscutible en «Sólo viene a hablar por teléfono» y en «Tramontana», pero también está presente en la construcción de muchos de los personajes, que, por su singularidad, parecen sacados del Gog de Papini. Aunque más que de singularidad, que también, habría que hablar en muchos casos de pura, simple y descarnada soledad. Soledad como la del expresidente solitario por las calles de Ginebra en «Buen viaje, señor presidente», la Margarito Duarte, solo en Roma con el cadáver incorrupto de su hija, la de María dos Prazeres, que trata de enseñar a su perro a llorar sobre su tumba para que alguien la llore cuando haya muerto, o la de Billy Martínez, agonizando por su amada Nena Daconte, en un relato que es como la esencia condensada y refinada de La espuma de los días de Boris Vian. Tanto, que bien podría haberse bautizado el libro, en lugar de Doce cuentos peregrinos, trastocando el título de Quiroga, Cuentos de soledad, de locura y de muerte ‒mucho tiene también del libro de Quiroga‒.
El estilo de García Márquez tampoco es el habitual de sus novelas. Parece como si la exuberancia de ese nuevo mundo lleno de prodigios y maravillas necesitara expresarse a través de un estilo selvático, denso y frondoso. De otra manera no podríamos imaginar lo real maravilloso de Carpentier o la prosa bosquiana ‒referida no al bosque sino al Bosco‒ de Miguel Ángel Asturias. Pero al trasladarse a este nuevo territorio, el europeo, que en realidad es el viejo, García Márquez cambia radicalmente de registro, como una demostración de su versatilidad, de que ha conseguido evitar convertir su escritura en una parodia de sí misma. A ratos parece más la sencillez y condensación de Borges que el autor que escribió Cien años de soledad o El otoño del patriarca.
Es un libro arriesgado, ya que puede leerse como una traición a la secta de los “garciamarquianos”, un libro que necesariamente debía tener forma de relatos cortos y que debía transcurrir en Europa. No es desde luego el García Márquez con el que habría que empezar ‒personalente recomiendo empezar con El coronel no tiene quien le escriba‒ porque puede llevar a malosentendidos, pero como uno de los García Márquez posibles, es indispensable su lectura, porque ayuda a la construcción completa del escritor colombiano. No cabe duda de que García Márquez es más que el realismo mágico, más que Cien años de soledad, que poco o nada tiene que ver con Relato de un náufragoo con Crónica de una muerte anunciada.Porque si hay algo que caracteriza al escritor Nobel es haber tocado todos los palos que le ha dado la gana, lo que le ha convertido en algo así como el Picasso de la palabra escrita.
no dice nada