No ha sido hasta ahora que Occidente empieza a despertar de ese sopor que le ha llevado a vivir de espaldas a Oriente. Un conocido ejemplo de esa ceguera es el canon de Harold Bloom. Acercamientos serios y profundos, como los de Octavio Paz o Borges, alejados de exotismos y mitomanías, han sido hasta hace poco los menos habituales. Pero desde un tiempo a esta parte el interés por ese otro mundo tan distinto al nuestro ha ido creciendo con paso firme, un camino allanado en gran medida por el haiku. De otra forma es difícil explicar por qué la obra de un autor como Junichiro Tanizaki, piedra angular de la novela japonesa, haya empezado a ser publicada y conocida en las letras hispánicas un siglo después de que fuera escrita, a pesar de que fuera durante la década de los sesenta un posible candidato al premio Nobel, lo que le hubiera dado un buen espaldarazo. Lo cierto es que las traducciones al español escasean, no así con el inglés o el francés. Alabado por Henry Miller, ya en 1953 Donald Keene, gran conocedor de literatura japonesa, lo consagró como el máximo novelista del Japón moderno; mientras que en Francia editoriales como Gallimard han reconocido su obra publicando gran parte de ella en su colección La Pléyade. Las vicisitudes de las traducciones de los cuentos de Tanizaki son referidas por Ednodio Quintero, a cargo de la traducción de Historia de la mujer convertida en mono, en una breve nota en la introducción a la edición.
Si alguien hubiera convertido las cárceles de Piranesi en libro el resultado sería algo parecido a este conjunto de siete relatos. Al leerlos es inevitable un cierto aire de familiaridad como a decadentismo decimonónico europeo. No en vano es fácil leer a Edgar Allan Poe y a Oscar Wilde, dos autores que Tanizaki conocía bien, entre líneas. Y es que hay mucho de ellos en el autor japonés, y también del Gog de Papini. Desde la oscuridad abismada en las profundidades del alma humana hasta el refinamiento cínico y fetichista de unos personajes deformados por una especie de espejo cóncavo. Este punto de vista vallinclanesco hace que muchas veces se centre la atención en elementos determinados del cuerpo humano, que se exageran de forma hiperbólica: una nariz, considerada como la cosa más sucia y repugnante del mundo, puede ser el origen del odio más feroz en el relato «El odio». De la misma manera, los ojos de otro personaje adquieren tanta importancia que se convierten en una especie de puente hacia lo divino y sus lágrimas son capaces de redimir las maldades más atroces del mundo, como ocurre en «Una confesión». De una u otra forma, a modo de obsesión, estos elementos y ambientes se van repitiendo en cada una de las historias, conformando una unidad.
El relato «Historia de la mujer convertida en mono» que da título a la colección ofrece la coherencia de un relato que contiene implícitamente todos los relatos, algunos magistrales y otros más pasables. El horror onírico, la mezcla turbia de realidad y fantasía, los límites entre cordura y locura, son elementos que volverán a repetirse en otros relatos. Pero este relato produce la misma inquietud que La pesadilla de Fuseli, aunque desde un punto de vista más trágico-cómico, porque el íncubo no es un demonio sino un mono. Es una inversión grotesca del viejo mito de la bella y la bestia que se remonta al Asno de oro de Apuleyo con la historia ‒bastante más estilizada‒ de Cupido y Psique. La trágica víctima de la bestia se encuentra atrapada en tierra de nadie entre pesadilla y vigilia, entre realidad y fantasía, intenta gritar entre sueños pero no consigue articular más que un gemido ininteligible. No será la única historia que mezcle ambos mundos, como ocurre también a ratos en «Una flor azul».
La existencia de un fatum inalterable hace que el destino trágico final sea inevitable. Esta necesidad de se repite en «Una confesión», en la necesaria inclinación hacia el mal del protagonista, que llegar a declarar: «yo siempre vivo con deseos de hacer cosas malas. Estoy seguro de que dios me destinó a esta vida criminal, y no hay remedio»; y también o en forma de sacrificio en «Por un puñado de cabellos».
Pero los personajes no siempre son víctimas inocentes de la tragedia, en muchas ocasiones llevan la tragedia dentro de sí mismos, provocándola. Los relatos de Tanizaki son toda una galería de personajes inmorales, cínicos, fetichistas y descarados, inclinados de forma consciente y gustosa hacia el mal. Los protagonistas de «Una confesión», «El odio» y «El criminal» se declaran abiertamente abocados al mal. El protagonista de «El odio», que jamás ha conocido la inocencia desde que tiene memoria, afirma: «Me encanta ese sentimiento llamado “odio”. Creo que es el sentimiento más directo y absoluto, el más sugestivo que pudiera existir. Nada me parece tan divertido como odia, odiar a alguien hasta más no poder». Pero la frivolidad y el cinismo tampoco deja en mejor lugar a los personajes de «La creación», «Una flor azul» y «Por un puñado de cabellos» ‒y su femme fatale‒. A veces la contradicción es tan acentuada que raya en lo grotesco. En un arrebato cruel y masoquista el criminal de «Una confesión» admite la necesidad de de ver llorar a su mujer para redimirse de sus maldades, en una mezcla de tristeza y placer. La sexualidad también se tiñe de esta maldad; muchos de los personajes de Tanizaki, sin caer en lo explíticamente pornográfico, sí rebosan fetichismo y aberración sexual, prácticamente desde el primer relato, que aborda el tema de la zoofilia sin ningún tipo de tapujos.
Esta miseria humana aporta una visión muy singular cuando Tanizaki introduce el tema del arte, que podría partir de la famosa afirmación de Oscar Wilde de que la naturaleza es la que imita al arte, un tema que aparece con frecuencia dentro de su obra y que, por supuesto, está presente en El tatuador. A esa relación entre la genilialidad artística de la obra y el decadentismo humano del autor Thomas Mann tuvo que dedicarle un libro entero, Muerte en Venecia, pero Miguel D´Ors lo resume impecablemente en un poema sobre Charlie Parker que titula «Bird». El relato «El criminal» es el ejemplo perfecto de esta dicotomía: la genialidad más absoluta nace de la mano más miserable, la «rosa y el estiércol», que diría D´Ors. La conclusión, guiada por un idealismo platónico exagerado, no podía ser de otra manera: la superioridad del arte sobre las miserias del ser humano. Es por eso mismo que el experimento que hace en «La creación» no deja de ser curioso: convertir la vida misma en obra de arte, algo con que ya habían conjeturado otros autores europeos. Pero la premisa de la que parte el protagonista de este relato es totalmente errónea, ya que identifica el ideal de Belleza platónica con el mundo de las apariencias físicas, lo que le lleva a una un punto de vista cargado de cinismo y completamente falto de estética y de ética: «Me indigno al ver que en nuestra sociedad hay tantos feos que se aman entre sí, y que ni siquiera se avergüenzan cuando deciden casarse. No entiendo cómo esas parejas tan horribles se atreven a engendrar hijos todavía más feos que ellos». Habría mucho que discutir sobre si el resultado alcanza o no la perfección, pero lo cierto es que sí existe una especie de destino final trágico ‒una vez más‒ como pudiera haberlo en Muerte en Venecia o en «El espejo y la máscara» de Borges. La obra de arte viva, el ser humano de belleza perfecta, se ve condenado a un destino solitario cuyo camino es paralelo al de la muerte.
Este mundo complejo, lleno de ramificaciones, compuesto por Tanizaki en estos siete relatos es sólo un botón de muestra del conjunto de su obra, que abarca más de un centenar de relatos. Muchos de ellos todavía están por traducir al español. Otros ‒estoy pensando en El tatuador‒ son más conocidos. Sea como fuere, se trata aún de un autor poco leído, como ocurre con otros grandes olvidados de la literatura universal, caso de Charles G. Finney, que es necesario recuperar. Y las recientes ediciones de su obra publicadas por Siruela y por Editorial Rey Lear en 2010 y 2011 van, desde luego, bien encaminadas. Aunque todavía quede, no cabe duda, mucho camino por andar.
No hay comentarios