Las ciudades invisibles de Italo Calvino

Las ciudades invisibles de Italo Calvino

    Recién llegado Marco Polo a la corte del gran Kublai Kan, ignorando este la lengua del comerciante veneciano, sólo pudieron comunicarse mediante gestos, pero con el tiempo este primitivo idioma se refinó hasta tal punto que elaboraron un lenguaje lleno de códigos, mucho más complejo que el que tenían ambos, un lenguaje en el que el salto de un pez que huía del pico del cormorán para caer en una red designaría a una ciudad entera. De la misma forma, Italo Calvino, que como todo ser humano ha ido pasando por buenas y malas épocas a lo largo de su vida, logró inventar un lenguaje en el que todo lo que pudiera pensarse, personas, ideas, sentimientos, cosas, pudiera trasladarse a la forma de una ciudad. Él mismo diría que al final «todo terminaba por transformarse en imágenes de ciudades: los libros que leía, las exposiciones de arte que visitaba, las discusiones con mis amigos». Como resultado de este extraño lenguaje, escrito a lo largo de los años, surgió Las ciudades invibles.

    No hace mucho que publicaba en el blog una serie de cortos basados en Las ciudades invisibles de Italo Calvino. Como me supieron a poco me ha parecido justo dedicarle una anotación al libro directamente, por si algún lector despistado todavía no se ha animado a devorarlo. Hay muchas razones para recomendar el libro de Calvino, y una de ellas bien podría ser su singularidad. Para empezar, se trata de una obra inclasificable, a medio camino entre muchos géneros sin llegar a ser completamente ninguno de ellos: libro de viajes, novela, memorias, ensayos, tratados de arquitecturas, filosofía, poesía. Por la forma de trabajo que usa Calvino y que él mismo explica, podría calificarse de diario de apuntes, un montón de notas que Calvino ha ido recopilando en una carpeta sobre ciudades ‒Calvino tiene multitud de carpetas en las que va recogiendo material de los temas más diversos‒ para darle, por último, una estructura, con una trama, un itinerario y un desenlace, cuyo sentido final, como si fuera una más de las ciudades del libro, no parece ofrecerse al descubierto al lector. A modo de poliedro, el libro admite multitud de conclusiones, que pueden convivir al mismo tiempo aún siendo contradictorias entre ellas. Quizá lo única certeza del libro es una de las respuestas de Marco Polo al gran Kan: «De una ciudad no disfrutas las siete o las setenta y siete maravillas, sino la respuesta que da a una pregunta tuya».

    Al estilo de la más pura narrativa oriental, la trama se justifica en una serie de relatos de viajes que Marco Polo hace a Kublai Kan, emperador de los tártaros. El gran Kan, como todos los grandes gobernantes del mundo, domina tierras con las que jamás soñará visitar, sobre territorios que jamás soñarán con conocer la mano que les gobierna. En esa vastedad, que roza el infinito por ser mayor de lo que es abarcable en varias vidas, donde Marco Polo, recién llegado y nombrado embajador, hará las veces de guía, todas y cada una de las cosas que pueden pensarse pueden ser posibles. Parece como si Marco Polo, venido de los lugares más remotos del reino, no se hubiera movido nunca del palacio, como si su viaje hubiera sido únicamente con la imaginación, sin que esto desmintiera la realidad de las ciudades que describe. El gran Kan acaba entrando en el juego y al final él describirá la ciudad y Marco Polo tendrá que confirmarle si existe o no. Y poco importa si la descripción del gran Kan no coincide con la descripción de Marco Poco, aunque dos ciudades parezcan distintas pueden ser la misma ciudad, como si las diferencias no estuvieran en la ciudad misma sino en los ojos de aquel que las mira. Es por eso que las reflexiones que hacen Marco Polo y Kublai Kan, marcadas en cursivas, antes de cada capítulo, pueden considerarse como ciudades también, como si ambos personajes fueran confeccionando a lo largo del libro una nueva ciudad, hecha sólo de palabras.

    En efecto, las ciudades que se describen en no más de un par de páginas, todas ellas con hermosos nombres de mujeres, son inexistentes. En determinados aspectos hay ciudades que recuerdan algunas de las visitadas por Gulliver, otro viajero infatigable de lo fantástico. Lo que cuenta Marco Polo de ellas no es lo que el emperador esperaba en un primer momento, no habla del número de habitantes o del número de palacios o templos, ni de las riquezas o el comercio con otras ciudades; antes bien son el reflejo de la huella que han dejado en la memoria de Marco Polo, son, en definitiva, puntos de partida para reflexionar sobre cualquier ciudad o sobre el concepto intemporal de ciudad, o la ciudad moderna. En sus encontraremos a Anastasia, la ciudad del deseo puro, donde uno se convierte en esclavo de sus propios deseos y de la ciudad; nos perderemos en Tamara, la ciudad donde todo lo que se ve son figuras de cosas que significan otras cosas; o en Zora, la ciudad vulgar que permanece en la memoria punto por punto; entraremos en Maurilia, la ciudad que es dos ciudades al mismo tiempo, la real y la de las viejas postales; viajaremos a Fedora, la ciudad que cambia antes de que los hombres decidan cambiarla; o a Sofronia, la ciudad de dos mitades, la ciudad del circo y la ciudad de piedra, la Sofronia que permanece y la que se va moviendo; pasaremos la noche en Eusapia, que tiene una copia idéntica bajo tierra y ya nadie sabe si la Eusapia verdadera es la de arriba o la de abajo; o amaneceremos en Perinzia, la ciudad edificada por astrónomos siguiendo el orden de las estrellas y que está llena de seres deformes. Y así, la lista puede llegar a ser interminable.

    No es difícil pensar en Las ciudades invisibles como en un tratado filosófico de urbanismo que debiera ser de obligada lectura y reflexión en la carrera de arquitectura. O tal vez podría ser un largo poema en prosa en el que el gran Kan sueña conque Marco Polo está soñando con él en su corte. De el libro decía su autor: «Creo haber escrito algo como un último poema de amor a las ciudades, cuando cada vez es más difícil vivirlas como ciudades». Sea como fuere, en el código de Marco Polo cada gesto, cada objeto, cada descripción es símbolo de otra cosa, de una realidad material y concreta; el libro sería entonces, lejos de una fábula fantástica, el símbolo de algo material y concreto que aún está por descubrir y que quizá ni el propio Calvino lo haya hecho.

   Reto 2012: A leerse el mundo

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