En 1929 Rilke publica en Leipzig sus Cartas a un joven poeta, un conjunto de diez cartas escritas entre 1903 y 1908 dirigidas a Franz Xaver Kappus, un joven poeta desconocido, en las que Rilke expone su ideario sobre la creación poética y sobre la vida en general y sus relaciones con el arte.
Este pequeño libro, que debería ser lectura obligatoria para todo aspirante a hacedor de versos, cayó en manos del poeta Joan Margarit cuando tenía 20 años de edad y, como no podía ser de otra forma, a partir de ese momento le acompañaría ya siempre y condicionaría su trayectoria poética. Rilke tiene la virtud de enseñarle a uno algunas verdades sobre la poesía, pero sobre todo sobre uno mismo. Es el conjunto de estas verdades, o un puñado de ellas, sobre las que escribe un Margarit ya maduro, poeta experimentado y consagrado como el Rilke epistolar, que pretende dar una cierta coherencia a sus versos con una concepción luminosa de la poesía. Planteado como homenaje, Margarit emprende en sus Nuevas cartas a un joven poeta un camino de autoconocimiento, de clarificación de ideas, de poner por escrito algo que llevaba ya muchos años pensando o incluso presintiendo. Un ejercicio creativamente sano que todo poeta debería practicar de vez en cuando.
La escritura es demasiado personal como para recordar al Benjamín Prado de Siete maneras de decir manzana. Prado define categóricamente qué es la poesía a través de lo que no es la poesía; Margarit no define. El poema es, en sí mismo, una realidad inefable: no es posible traducirlo a otro lenguaje porque dice justamente aquello que no puede decirse con otras palabras. Por eso, se limita a situar su límite en la emoción, en la felicidad que que produce el poema que nos lleva a ser mejores personas, sin dejar a un lado aspectos más técnicos como la rima, el ritmo o la métrica, pero al mismo tiempo valorándolos en su justa medida. No hay dogmatismos: cualquier lector puede convertirse en lector de poesía, siempre y cuando esté dispuesto a invertir un mínimo de esfuerzo, porque en poesía nada se regala, y «porque ser un buen lector es más difícil que ser un mal poeta».
Margarit no parece seguir una estructura determinada. Lo mismo habla de empezar a escribir y a publicar que se refiere a las relaciones entre la poesía y todo aquello que sin ser poesía está tan unido a ella como la cara y la cruz de una moneda ‒la literatura, la tradición, la filosofía, la religión, el amor o la soledad‒, sin dejar en el tintero temas tradicionales en el género de las artes poéticas como pueden ser la necesidad que siente el poeta hacia hacia el poema o la inspiración casi como elemento institucionalizado. Cada carta es una suerte de pequeña píldora poética que, eso sí, contribuye a construir junto con el resto una visión completa y compleja de la poesía.
Una idea sobre la que Margarit vuelve una y otra vez es el innatismo del poeta, el «destino de poeta», como diría Heidegger, «ser poeta es una manera de ser o de estar en el mundo», no tanto una profesión o un oficio al uso, enseñable y aprendible. El poeta tiene la certeza de que es poeta, siente esa necesidad de ese poema que tiene que ser escrito aquí y ahora, tiene que estar dispuesto a dárselo todo a la poesía o abandonarla para siempre. El poeta se conoce profundamente a sí mismo, conoce sus itinerarios íntimos y tiene carta blanca para circular libremente por ellos y para salir y entrar del mundo con la misma facilidad pasmosa con que domina el lenguaje. El poeta es el faro que ilumina los itinerarios íntimos de los lectores y descubre la poesía, el relámpago aleixandrino entre dos oscuridades, la vida al fin y al cabo.
Pero creo que, ante todo, las cartas de Margarit son una invitación a la poesía. Su enseñanza no va dirigida al poeta tanto como al lector de poesía, que en la mayor parte de los casos no tienen por qué coincidir. Que el poema no deba ser un búnker inaccesible no significa tampoco que caiga en una ingenua espontaneidad. La clave está en una intensidad que de nada sirve si no se sabe dosificar, si no se maneja la técnica para darle forma al cauce de pensamientos y emociones.
Para el poeta catalán sólo es válida la poesía que se deja entender, entendiendo por entender el poso que deja el poema en el lector, la disposición a pensarlo y repensarlo, de haber empezado a leer el poema siendo uno y terminarlo siendo otro distinto, sin que sepamos a ciencia cierta qué es lo que ha pasado en esa caja negra que es el alma. La descripción que hace Margarit del proceso es rotunda: «En un poema entra una persona con un determinado estado interior, […] con un grado de desorden a causa de los miedos, las tristezas, las pérdidas, es decir los factores que continuamente están amenazando el equilibrio interior. Si a la salida del poema este desorden es menor, quiere decir que se trataba de un buen poema y que se ha entendido». Es por eso que no duda en definirla como «la última Casa de Misericordia».
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