Faro de Alejandría

Faro de Alejandría

    Hace siglos que murió el último hombre que tenía noticia cierta de la fundación de la ciudad viva, hoy conocida con el nombre de Soterios, en una minúscula isla entre Naxos y Cos. No de su fundación, sino de su nacimiento tratan las crónicas que se guardan en la gran Biblioteca. Cualquiera que tuviera el privilegio de abrir el grueso tomo por su índice, todavía incompleto, vería que se compone de una sucesión de nombres que acaba con el de Soterios. Sobre este nombre pueden leerse Dion, Lander, Giles, Dennis, Urian, Rhodes, Odell, Moses y así una larga lista de hasta doscientos veintisiete nombres que empieza con Theodore. Una vez pasado el índice, al consultar sobre Theodore, una breve nota, acaso escrita siglos después por un cronista real, indica que el nacimiento de la primera ciudad se produjo durante el reinado de Ptolomeo II Filadelfos. Nadie sabe qué había en la isla antes que Theodore, y lo que cuentan las crónicas es que la ciudad nació al mismo tiempo que su primer rey, de nombre también Theodore. Con la muerte del monarca la ciudad del mismo nombre murió con él y se produjo el nacimiento de una nueva ciudad, Eugene, con el mismo nombre que el primogénito de Theodore y heredero de la corona. ¿Qué es Soterios, además del nombre de la ciudad actual, sino el nombre del rey que vive hoy en día en ella? ¿Qué son Dion, Rhodes, Giles, Dennis, Urian, Lander, Odell o Moses sino las ciudades que precedieron a Soterios y que tuvieron reyes con esos mismos nombres?

    Pero las crónicas no cantan las grandezas de los reyes, que aparecen mencionados puntualmente y de forma anecdótica. En cambio, se extienden en detalles acerca de las ciudades, descritas como seres vivos, refiriéndose a su alimentación, los festejos de sus cumpleaños, sus enfermedades, etc. Si muere un rey es porque previamente ha muerto la ciudad, si otro rey le sucede es porque antes ha nacido una nueva ciudad y nadie puede concebir la locura de que el orden sea el inverso. En cuanto al tema del nombre, no es el rey el que nombra a la ciudad, sino al contrario: la ciudad comunica al rey el nombre que debe poner a su descendencia. Nadie se atreve a culpar al rey Odell, encerrado siempre en la torre más alta de su castillo, de la cobardía y la crueldad de la ciudad de Odell, que se alimentaba de corazones de vírgenes y aplastaba a sus ciudadanos con mano dura. Todos guardan en su memoria a la ciudad de Lander, que se levantó contra Odell y la destruyó, devolviendo la justicia y la seguridad a sus calles. A veces una ciudad se levanta contra otra y la destruye. Quizá nada cambie aparentemente y sin embargo ha nacido una nueva ciudad. Nadie sabe cómo ni dónde , ni si pueden vivir dos ciudades, o incluso más, al mismo tiempo. A los ciudadanos, de conocimiento limitado, no les hes dado comprender la naturaleza verdadera de las ciudades. Ni siquiera el rey, un ciudadano más, sabe de las ciudades mucho más que el porquero. Pero lo que sí saben con certeza es que más allá del horizonte hay ciudades que cambian de reyes pero no de nombres, una idea tan absurda como creer en la existencia de la inmortalidad. Es por eso que reciben con hostilidad a los extranjeros que llegan por mar, por eso que se ha mantenido inexplorada, fiel a sus costumbres durante siglos.

    Lo que no refieren las crónicas, lo que la memoria del último hombre que tenía noticia cierta de la fundación de la ciudad viva no podrá contar, es que en tiempos del reinado de Ptolomeo II Filadelfos, un mercader llegó a una pequeña isla entre Naxos y Cos donde gobernaba un monarca llamado Theodore. Este mercader encandiló al monarca con las maravillas de la que podría considerarse como la capital del mundo, fundada años atrás por el grandioso rey macedonio Alejandro el Magno. Alejandro utilizó su propio nombre para una ciudad, Alejandría, que le sobreviviría. Aquella misma noche Theodore soñó con un viejo Alejandro el Magno de cabellos blancos y envuelto en un manto macedonio y envidió su destino. Decidió poner su nombre a la ciudad, no importa cómo se llamara antes, sobre la que gobernaba. Lo que Theodore nunca pudo soñar es que su hijo, Eugene, también conociera y envidiara la historia de Alejandro el Magno y volviera a renombrar la ciudad con su propio nombre. Después de un puñado de generaciones los reyes tomaron por costumbre el cambio de nombre y su sentido primigenio fue olvidado. Cuando las crónicas fueron escritas se pensaba ya que cuanto contenían era verdad.

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