Es curioso que por primera vez el gobierno chino enarbole con orgullo al ganador de un premio Nobel. No en vano Mo Yan, el deslumbrante ganador, es miembro del Partido Comunista y vicepresidente de la Asociación de Escritores de China, el ala cultural del gobierno, célebre por su tendencia a la propaganda del régimen y por imponer la censura a los artistas patrios. Hace unos días leía una nota del activista Ai Weiwei en la que admitía no haber leído a Mo Yan y aventuraba la posibilidad de que la Academia hubiera tratado de firmar las paces por las ampollas levantadas con la concesión del Nobel de la Paz a Liu Xiaobo en 2010. La contundente respuesta del gobierno chino por aquel entonces no se hizo esperar: arrestó a todas las personas que celebraban la concesión del premio en un banquete en honor de Xiaobo. Y es que China es mucha China.
No es ni mucho menos la primera vez que la política interfiere en el Nobel de Literatura. Es célebre el caso de Borges. Pocos se atreven a dudar hoy que el escritor argentino no mereciera el Nobel. Y sin embargo, se le negó por cuestiones políticas. En 1976, en plena dictadura chilena, visitó a Augusto Pinochet, del que recibió un doctorado honoris causa. Y tampoco le escatimó al general un laudatorio texto periodístico. Una cuestión que, unida a otros motivos de índole más personal, hicieron que se le cerraran para siempre las puertas del premio. Y seguramente también se le hubieran cerrado a Knut Hamsun, independientemente de su obra, si hubiera defendido la política del III Reich antes de que se le hubiese entregado el galardón.
Por su parte, Mo Yan se ha mostrado molesto por actitudes como las de Weiwei, que ponen en duda la concesión del premio sin haber leído siquiera su obra. Se ha defendido de las acusaciones de colaboracionismo con el gobierno comunista argumentando que en sus libros hay un importante componente de crítica social. Como no he leído ni una sola palabra de Yan prefiero no pronunciarme sobre el premio, pero sinceramente, todo este asunto recuerda a ese otro timo del Nobel que es don Camilo José Cela y a su invento simplista y rancio conocido con el nombre de La familia de Pascual Duarte. Durante mucho tiempo se vendió como una crítica social tremendista y en realidad era sólo la deformación animalizada de un pueblo sumiso y perdedor. De otra forma no se hubiera entendido que la novela, escrita por un taimado que hizo las veces de chivato y de censor, pasara por la criba franquista.
No sería este el primer patinazo de la Academia Sueca. Fue sonado el caso de Elfriede Jelinek en 2004, que acabó con el abandono de la Academia por parte de Knut Ahnlund por considerar la obra de la escritora austríaca como «porno quejica y violento». Pero mi favorito es sin duda el caso de Obama, que en su discurso al recoger el Nobel de la Paz hizo una encendida defensa de la guerra.
Son muchas las voces que dicen que premiar a Yan es apostar por alguien que representa directamente al régimen. Un régimen autoritario, que está en contra de cualquier tipo de libertad, y por encima de todo, de la libertad de pensamiento. Toda una paradoja si se piensa en la filosofía que debería dirigir estos premios. Ahora bien, en todo este tema la verdadera polémica no es Yan; la cuestión está en permitir o no que elementos ajenos a la literatura influyan en la elección del premio. Y en las consecuencias que pueden derivarse de una u otra decisión.
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