Historias de inseparables

Historias de inseparables

   Cuando era pequeño leí en una revista de divulgación científica una breve anotación que hablaba de unos animales llamados agapornis. Lo que más me llamó la atención de estos animalitos fue que también se les conocía con el sobrenombre de inseparables, porque, según se decía, cuando una pareja se unía era para toda la vida. Si uno de los dos moría el otro no tardaba en languidecer, y poco a poco se iba apagando como la llama de una vela, hasta morir de la pena.

   Recuerdo perfectamente aquel texto en la esquina inferior de la página derecha, sin fotografías ni dibujos, como dando a entender que hasta un niño pequeño debía saber qué forma tenían los agapornis. Yo, desde luego, no lo sabía. Pero no tuve ningún problema en inventármela. Un animal con aquel nombre tan exótico se me antojaba como un ser venido de las profundidades de una galaxia muy lejana. Quise imaginarlos como algo insólito, como una especie de minúsculos roedores, de nariz ancha y redondeada, ojos tiernos, piel anaranjada y una frondosa mata de pelo verde en la cabeza. No sé si fue por vergüenza, o tal vez por miedo a que el agapornis real no estuviera a la altura del que yo me había inventado, pero el caso es que jamás me atreví a preguntar a nadie cómo eran de verdad. Por aquel entonces yo había empezado a entrever los tejemanejes del amor a través del cine, sobre todo con West Side Story, una película que yo no llegaba a entender del todo y que a mi madre le apasionaba. Si mi madre hubiera conocido a los agapornis, a los míos y no a los de verdad, seguramente habría dicho de ellos que eran los animales más románticos del planeta.

   Los primeros relatos que escribí en mi vida fueron historias de agapornis. De mis agapornis. A falta de fuentes más fiables fui reconstruyendo con mi imaginación vida y obra de los agapornis. Historia, organización, habitat, costumbres, alimentación, etc. Todo este material lo acabé recopilando en una libretita escolar bajo el título de Historias de inseparables. Además de los textos había multitud de ilustraciones a todo color.

   La obsesión por estos animalitos me duró un tiempo, no demasiado. Más pronto que tarde acabó llegando el día en que descubrí la verdadera forma de los agapornis. Fue a la vuelta de vacaciones, en una de esas maratonianas enumeraciones de la generosidad de los Reyes Magos. A Raúl le habían traído dos agapornis. A esas alturas había inventado tanto sobre ellos que no podía creer que aquellos animales pudieran existir más allá de mi imaginación. Pero no solo existían, sino que además los Reyes Magos le habían traído una pareja a un compañero de clase. La mítica pareja de inseparables que cuentan las viejas leyendas, pensé yo. Me faltó tiempo para pedirle que me llevara aquella misma tarde a verlos.

   Seguramente cometí un error imperdonable: prohibirle que me los describiera. Sentí que así era como debía ser. El caso es que cuando llegué a su casa y me sacó la jaula no daba crédito a lo que veían mis ojos. Detrás de los delgados barrotes de la jaula se acurrucaba una pareja de loros. Los colores eran muy vistosos, una mezcla de verdes, amarillos, anaranjados y rojos, pero no dejaban de ser loros. Me negué a aceptar que aquella pareja de loritos tuviera siquiera un parentesco lejano con mis míticos agapornis. Así que me fui, indignado, dejando atrás aquella descarada falsificación. Aquel mismo día guardé mis Historias de agapornis en un cajón y me olvidé de ellas. Supongo que simbólicamente, de alguna forma, ese cuadernito representaba mi infancia perdida.

   En fin, una tarde de limpieza da para mucho, incluso para rescatar cuadernitos de las profundidades de un cajón. No lo negaré: al sacarlo me he sentido como Indiana Jones cuando coge el Santo Grial, el auténtico, en La última cruzada. Le he sacudido el polvo ancestral, acumulado durante años en los abismos de un escritorio. Olía a regaliz rojo. Ahora lo tengo frente a mí, sobre la mesa, abierto. Hay un ensayito de Fernando Savater que define en tres palabras lo que siento en este preciso instante. El libro en cuestión se llama La infancia recuperada.

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