Grabado Melancolía I de Alberto Durero

Grabado Melancolía I de Alberto Durero

   La sociedad actual ha demonizado la tristeza como un estigma del que hay que huir a toda costa y nos ha convertido en adictos a la felicidad. Y qué duda cabe de que es la droga más potente que existe en el mundo. La buscamos a cualquier precio, en la ciencia o en la literatura de autoayuda, o en esa otra literatura que sin serlo lo es, como La conquista de la felicidad de Bertrand Russell o El arte de la felicidad del Dalai Lama. Aldous Huxley lo presintió ya en 1932 y lo adelantó en Un mundo feliz. Los horrores que describe Huxley, no demasiado lejanos a los de Orwell, son el producto de un mundo en el que se ha desterrado y prohibido la tristeza. No es solo la superficialidad de los sentimientos, de los valores, de la cultura o del arte, es sobre todo la falta de libertad para levantarnos con el pie izquierdo si nos da la gana. La tristeza es un derecho que la Humanidad adquirió al mismo tiempo que la felicidad y nadie debería robárnoslo.

   Eso, y mucho más, es lo que defiende el catedrático de literatura Eric G. Wilson en su ensayo Contra la felicidad. En defensa de la melancolía. Esa melancolía de la que habla Wilson ha sido fuente de inspiración para todas las artes desde el comienzo de los tiempos. Qué es sino la catársis trágica descrita por Aristóteles como purificación emocional, corporal, mental y espiritual. Es sentir el deseo de arrancarse los ojos con Edipo cuando se descubre que Yocasta es su madre. Arrancarlos simbólicamente. De la melancolía como motor de la creación hablaba también Borges, que admiraba profundamente la Anatomía de la melancolía de Robert Burton, un libro que al mismo tiempo fue muy querido por escritores tan diversos como Antonhy Burgess, Samuel Beckett o John Keats ‒este último además escribió su Oda a la melancolía‒. Pero son muchos más los autores melancólicos, de Rimbaud a Henry Miller, de Emily Dickinson a Marcel Proust, de Alejandra Pizarnik a Roberto Bolaño.

   Kafka, que era otro de estos autores melancólicos, escribió: «Necesitamos los libros que nos afectan como un desastre, que nos afligen profundamente, como la muerte de alguien a quien queremos más que a nosotros mismos, como ser desterrado dentro de un bosque lejos de cualquiera, como un suicidio». Porque eso también es biblioterapia y literapia: literatura como medicina amarga. Leer Sin destino de Imre Kertész no es una manera de flajelarse el alma a base de tristeza. Antes bien es la extirpación edípica y simbólica de los ojos. Por eso podemos sentirlo, sin miedo a ser masoquistas, como uno de los libros más bellos ‒y más duros‒ que se han escrito nunca.

   En fin, como Kafka dejó dicho a modo de conclusión: «Si el libro que leemos no nos despierta de un puñetazo en el cráneo, ¿para qué leerlo?». Y alguna razón tenía.

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