Es cierto que el retoque ha acompañado a la fotografía desde sus inicios, pero me imagino la sorpresa que debieron de causar las primeras fotografías de Philippe Ramette a principios de los 90, cuando todavía no se había inventado el Photoshop. Incluso hoy en día sus fotografías son increíbles. Aunque quizá no tanto. Tal vez tanto retoque digital nos ha vuelto demasiado insensibles a las maravillas fotográficas. Sin embargo, si pensáramos en el Photoshop al ver la obra de Ramette nos estaríamos equivocando. Este fotógrafo francés, nacido a comienzos de la década de los 60, jamás edita sus fotografías.
En su obra no hay ni un solo montaje. Le vemos a él mismo enfundado en un traje negro paseando sobre las aguas o bajo ellas, cruzando espejos o subiendo por el tronco de un árbol o por una pared, vemos balcones emerger del suelo o del agua y objetos y personas levitar. Y aunque el surrealismo es el factor común de sus fotografías, todo lo que en ellas vemos es pura realidad. Eso y puro cuestionamiento de la gravedad y de las leyes de la física en general.
¿Cómo lo consigue sin recurrir al retoque fotográfico? Con mucha imaginación y mucho ingenio. Sus fotos son lo más parecido a la magia que haya visto. Lo que más nos sorprende al ver un truco de magia es saber que es una ilusión y no ser capaces de descubrir cómo se hace. Eso mismo pasa con las fotografías de Ramette. Como si fuera un verdadero ilusionista, el fotógrafo se las ingenia para preparar milimétricamente la escena, con trucos invisibles que den la sensación de irrealidad. Muchas veces echa mano de complejos artilugios de metal que se ocultan a la vista de la cámara fotográfica a través del encuadre adecuado. Por ejemplo, en la fotografía donde Ramette camina sobre el agua hay una plataforma bajo sus pies. Y también puede verse el truco en el vídeo donde prepara su famosa fotografía del Balcón. Por eso, su obra, además de fotográfica, puede ser considerada una performance en toda regla.
Eso sí, como los buenos magos, Ramette no suele desvelar sus trucos. Y está bien que así sea. Cuando se conoce la trampa parte de la magia se desvanece, como ocurre con los crímenes insolubles que Chesterton desvela en El candor del padre Brown.
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