Desde la infancia el cerebro del ser humano tiende a identificar y clasificar objetos, buscando patrones y regularidades. Por ejemplo, una vez que hemos adquirido el concepto de silla y que hemos creado una categoría para este objeto somos capaces de ver otros objetos y decidir si son o no sillas. Así mismo podemos reconocer que, aún no siendo una silla, un objeto pueda guardar muchas similitudes con lo que sí consideramos que es una silla. Pero cuando vemos una forma que no somos capaces de identificar ni clasificar empieza a funcionar un fenómeno psicológico llamado pareidolia, que nos hace simplicar lo caótico o y lo irregular, que nos lleva a comparar esa forma con todas las que sí reconocemos, encontrando parecidos, y que le asigna una categoría a la forma. Es este fenómeno lo que nos lleva a reconocer formas en las nubes.
Sorprendemente, la categoría que más se repite es el rostro humano, que es una de las primeras formas que son capaces de reconocer los bebés. ¿Quién no ha visto esta forma representada en cualquier objeto, por ejemplo, en la parte de atrás de un despertador? Se dice que lo llevamos en los genes, que es pura supervivencia, herencia de un pasado evolutivo en el que ser capaces de distinguir un rostro entre la maleza podía poner en alerta a nuestros primitivos antepasados. Lo cierto es que el rostro humano es una de las formas que más vemos a lo largo de nuestra vida y que esquematizar sus rasgos es tremendamente simple. Basta con sus puntos y una línea debajo. Aquí puedes ver algunos ejemplos y aquí encontrarás muchos más, algunos muy sorprendentes.
Este fenómeno es el que se pone en funcionamiento en el test de Rorschach, usado para evaluar la personalidad. Normalmente suelen ser diez láminas con formas abstractas pero simétricas que el sujeto tiene que interpretar. Aunque tienen cierta ambigüedad las formas que se identifican en estas manchas son las mismas para la inmensa mayoría de individuos. Este test demuestra que la manera en la que una persona analiza y clasifica una forma abstracta puede darnos muchas claves sobre su forma de pensar y su personalidad.
Una de las propiedades más llamativas de la pareidolia es que es contagiosa. Tal vez no hayamos reconocido la forma en un primer momento, pero si alguien nos la explica no tendremos ningún problema para reconocerla en adelante. Cuando la forma reconocible es un rostro no es extraño que la superstición y la tradición se metan de por medio. Uno de los casos más conocidos y documentados es el de las caras de Bélmez, aunque los rostros de Cristo o de la Virgen han aparecido en los lugares más diversos y peregrinos, desde un trozo de pescado hasta un filetón de buey, pasando por una ostra, una tortuga o incluso en la meada de un perro. Y a veces, por supuesto, el negocio está asegurado: Diane Duyser vendió por internet por casi treinta mil euros un trozo de tostada con el rostro de la Virgen que llevaba diez años guardando. Algo parecido ocurre cuando lo que se adivinan en las formas son rostros diabólicos, como los que aparecieron en el humo de las torres gemelas o en el pelo de la reina Elizabeth en los billetes de dos dólares de Canadá ‒y que el gobierno se vio obligado a retirar‒. Otras veces se relaciona con fenómenos extraterrestres, como la famosa cara de Marte, o la más reciente foto enviada por la Mars Explorer Spirit.
Una curiosa variedad de la pareidolia visual es la auditiva. Esta explica que a veces podamos reconocer frases en nuestro idioma en el contexto de una grabación en un idioma extranjero o incluso en grabaciones reproducidas hacia atrás. Ambos casos, desde luego, muy habituales en las canciones.
yo vi nube de coraóon el 13 de junio del 2014 salamanca casualmente desde el autocar del colegio