Arte ASCII de los años 40

Arte ASCII de los años 40

   La máquina de escribir es puro romanticismo. Lo dije en su día, cuando hablaba de su romance con los escritores. Pero también existen máquinas de escribir que no son para escribir, que supongo que debe de ser algo con tanto sentido como un paraguas que no sirva para parar el agua. Eso sí, sin escribir y todo no dejan de tener ese romanticismo que tanto nos enamora. Y es que aunque separemos a la eterna pareja formada por la literatura y la máquina de escribir, esta última sigue estando empapada de arte. De pintura o de escultura, según el caso.

   Usar una máquina de escribir para pintar no es ni tan extraño ni tan novedoso como pueda parecer. Pensar en cientos de letras que se unen formando un dibujo es pensar en el Arte ASCII, una técnica que se ha ido perfeccionando hasta alcanzar un grado de realismo bastante increíble. Pero este tipo de arte existía antes del ASCII y de los ordenadores, ya encontramos referencias a finales de la década de los 40.

   Aunque está claro que el extremo en este tipo de arte lo representa Keira Rathbone, que usa exclusivamente máquina de escribir para sus pinturas. Esta artista londinense empezó como un juego, porque no sabía qué escribir, y ahora es conocida en el mundo entero por sus dibujos hechos a golpe de tecla. Tiene más de 30 máquinas de escribir, porque cada una de ellas aporta matices distintos a su pintura. Por ejemplo, con una máquina rusa, de caracteres cirílicos, consigue efectos completamente distintos. Solo hay que ver su obra para comprender por qué se ha hecho tan conocida. Sus retratos son una maravilla.

   Tyree Callahan también quería usar una máquina de escribir para pintar, pero partió de un concepto completamente distinto. Tomó una vieja Underwood de 1937, que es la primera máquina de escribir en la que el texto es visible a medida que se va redactando, y creó una increíble máquina de escribir cromática. Para hacerlo sustituyó los tipos por esponjas empapadas en colores y las teclas por el color correspondiente que había al final de cada varilla. Según dice Tyree en su blog, su artefacto es una reflexión sobre las conexiones entre las palabras y el arte. Alguna vez ha tenido la curiosidad de teclear textos sobre su arte para comprobar cuál era el resultado plástico. Aunque la máquina en sí misma ya es una obra de arte, cuando se utiliza se pueden llegar a crear obras de un colorido espectacular, como puede verse en las obras que muestra en su página.

   La conjunción entre máquinas de escribir y esculturas ha dado lugar a obras muy peculiares, a veces rozando la performance. No puede faltar en esta lista la máquina de escribir blanda de Claes Oldenburg, uno de los pioneros del pop art. Oldenburg es conocido sobre todo por dos tipos de reinterpretaciones de objetos cotidianos: réplicas a gran escala y esculturas blandas de objetos duros. Además de la máquina de escribir blanda tiene una hamburguesa y un inodoro blandos. Particularmente interesante me parece la obra del artista argentino Leopoldo Maler titulada Máquina de escribir modificada. Estoy seguro de que más de un escritor de los de antes habrá visualizado su máquina de escribir como la que propone Maler.

   Hay personas que piensan que cuando una máquina de escribir se rompe no se tira, se recicla ‒y a veces hacen complementos vintage–. Afortunadamente algunas de estas personas son artistas, como es el caso de Jeremy Mayer, que desguaza completamente máquinas antiguas y convierte las piezas rotas en impresionantes esculturas futuristas. Mayer siempre se había sentido atraído por la fantasía y la ciencia ficción. Se dedicaba a hacer ilustraciones de estos géneros cuando un familiar le pidió que vendiera una Olivetti en una tienda de segunda mano. Mayer decidió abrirla para ver cómo era por dentro y lo vio que en aquellas piezas había infinitas posibilidades. A partir de ahí se dedicó a desmontar máquinas de escribir y a reconstruirlas en forma de esculturas. Tal vez parezca que Mayer destroza las máquinas, pero nada más lejos de la realidad. Las desmonta cuidadosamente, sin romper ni una sola pieza, y después clasifica las partes una a una, según la parte de la anatomía a la que se asimilen. Ya solo este proceso le lleva una gran cantidad de horas. A continuación las ensambla, pero sin pegarlas o soldarlas, sino engranándolas unas con otras, usando tornillos, pernos, tuercas, resortes y otras piezas. Todo un trabajo de planificación e ingeniería.

   Algo idéntico hace el artista francés Edouart Martinet, solo que en lugar de usar exclusivamente máquinas de escribir utiliza casi cualquier material desechable que caiga en sus manos ‒bicicletas, piezas de automóviles o ciclomotores, ollas de cocina, y por supuesto máquinas de escribir–. Martinet siente predilección por el mundo de los animales y de los insectos, que son los protagonistas de su obra. Al igual que Mater, las piezas de Martinet tampoco están soldadas, sino encajadas como si fueran un rompecabezas.

   El toque geek de este género corresponde a Gabriel Dishaw, que se ha hecho famoso sobre todo por su peculiar calzado construido con objetos metálicos y mecánicos. Dishaw ha hecho además varios cascos de Darth Vader usando piezas de máquinas de escribir, sobre todo teclas, aunque también incorpora piezas de ordenadores.

   Quizá sea cierto que la máquina de escribir esté en decadencia al competir con el todopoderoso ordenador. Pero eso no significa que esté muerta ni mucho menos. Este simple repaso, hecho desde la admiración, no pretende agotar las posibilidades de legendario objeto. Solo señalar que aparte de escribir obras maestras, la máquina de escribir es una obra maestra en sí.

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