Franz Reichelt y su paracaídas

Franz Reichelt y su paracaídas

   Los inicios de la aviación están llenos de fatales accidentes, como no podía ser de otra manera. Percy Pilcher, por ejemplo, que inventó todo tipo de artefactos planeadores que bautizó con nombres tan éxoticos como el murciélago, el escarabajo, la gaviota o el halcón, murió en un accidente aéreo en 1899. En 1908 Thomas Etholen Selfridge murió también en un accidente en un avión pilotado por Wilbur Wright. Pero muchas de esas locuras fueron necesarias para llegar hasta donde hemos llegado. Otras, en cambio, fueron completamente gratuitas y evitables. El capítulo que Franz Reichelt protagonizó en 1912 pertenece sin duda al segundo tipo.

   Reichelt llegó a París desde Viena en 1898, dispuesto a convertirse en un próspero sastre. En aquellos años, las noticias sobre accidentes aéreos, en muchas ocasiones mortales, circulaban frecuentemente por la ciudad. A partir de 1910 Reichelt empezó a interesante por estas historias y movido por el ejemplo de Louis-Sébastien Lenormand o de Jean-Pierre Blanchard, que ya habían dado saltos con rudimentarios paracaídas, comenzó a trabajar en sus primeros diseños de paracaídas. Las pruebas las realizaba con maniquíes, en el patio de su edificio en la rue Gaillon, pero nunca llegaron a tener éxito. Los muñecos siempre acababan estrellándose estrepitosamente contra el suelo. Reichelt atribuyó el fracaso de sus experimentos a la poca altura de la caída y entonces tuvo la brillante idea de intentarlo él mismo desde la Torre Eiffel.

   Sorprendentemente a principios de 1912 consiguió una autorización de la policía para realizar su experimento. Acto seguido informó a la prensa de que el salto tendría lugar la mañana del 4 de febrero. Se congregaron en la torre cerca de 30 periodistas, lo que explica que el suceso esté tan bien documentado. Había un periodista filmando desde el lugar del salto y otro desde abajo.

   Reichelt llegó a la Torre Eiffel acompañado por dos amigos. Parece ser que había engañado a todo el mundo diciendo que el experimento iba a hacerlo solo con un maniquí ‒únicamente así se explica que consiguiera el permiso de la policía‒. Pero en realidad siempre tuvo la intención de ser él mismo quien saltara, algo que no confesó hasta el último momento. Una vez en la torre sus amigos intentaron disuadirlo para que no saltara, pero Reichelt estaba plentamente convencido de que su invento iba a funcionar. En un primer momento un policía intentó negarle el acceso, pero finalmente consiguió pasar. Mientras subía las escaleras tuvo el aplomo de detenerse, volverse hacia la multitud y saludar alegremente.

   Sus amigos intentaron convencerle para que no saltara hasta el último momento. Fue inútil: a las 8:22, después de unos segundos de vacilación, saltó al vacío. El resto puede verse en el vídeo que se grabó del momento. Después de caer 90 metros se estampó contra el suelo haciendo un agujero de 15 centímetros de profundidad y murió al instante. A pesar de todo no se consideró un suicidio. Un periodista de la época sugirió que solo la mitad del término «genio loco» podía ser aplicada a Reichelt. Dos días antes del salto de Reichelt el estadounidense Frederick R. Law se lanzó con éxito en paracaídas desde la antorcha de la Estatua de la Libertad, a 68 metros del suelo.


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