Una anécdota cuenta que en una ocasión estaba Picasso en un restaurante y al pedir la cuenta el propietario del local, que le había reconocido, le dijo que estaba invitado pero que tuviera la gentileza de obsequiarle con un dibujo. A lo que Picasso contestó diciendo «¿quiere que le pague una comida o que el compre el restaurante?». Y razón no le faltaba a Picasso. No importa que desde hace algunos años la economía mundial penda de un hilo, el mercado del arte contemporáneo parece ajeno a la crisis financiera planetaria. En 2007 Christie´s vendió 793 obras de arte por más de un millón de dólares cada una. Y según datos de Artprice el mercado del arte movió en 2011 10.600 millones de dólares, con una subida de 1.100 millones respecto a 2010. No cabe duda de que se ha convertido en una inversión a la alza. Aquí puedes ver la cotización de los más grandes artistas de todos los tiempos.
Solo hay que comparar los precios de hace unos años con los actuales y se verá que las obras suben como la espuma. En 2004 lo máximo que se había pagado por un Picasso, concretamente por el cuadro Joven con pipa, eran 104 millones de dólares; en 2013 el multimillonario Steve Wynn, dueño de varios casinos e importante coleccionista de arte logró vender El sueño de Picasso por 155 millones de dólares, que es la mayor cantidad que un estadounidense haya pagado por una obra de arte. En 2009 Wynn compró en Christie´s Retrato de medio cuerpo de un hombre con los brazos en jarras de Rembrandt por 33,2 millones de dólares, ya por entonces una cifra record. Después de que Wynn se la vendiera al galerista neoyorkino Otto Naumann este la pondría en venta por 47 millones. Cifras que todavía están lejos de los 250 millones que pagó un miembro de la familia real de Qatar por Los jugadores de cartas de Cézanne en 2011. De momento esto es lo máximo que alguien haya pagado por una obra de arte. De momento.
¿De qué depende que el precio de un Cézanne sea mayor que el de un Picasso o el de un Picasso mayor que el de un Rembrant? ¿Es que unos son mejores que otros? ¿Hasta qué punto puede transformarse el valor estético en un precio? ¿Por qué puede llegar a pagarse hasta 12 millones de dólares por un tiburón muerto dentro de una vitrina de formol? El economista Don Thompson se pregunta en su libro El tiburón de los 12 millones de dólares «¿qué combinación de talento, suerte y sobre todo de marketing y marca conduce a un artista a la cumbre?». Desde luego hay muchos factores, entre ellos el talento, la suerte y el marketing, que determinan que un artista en concreto triunfe, que se ponga de moda y, en definitiva, que sus cuadros adquieran precios astronómicos.
Habría que empezar pensando que cuando se vende una obra de arte también se está vendiendo algo que no es material, una mezcla de originalidad y prestigio. Aunque al final siempre podemos acudir a la clásica ley de la oferta y la demanda. Como concluye Hugo Petruchansky, profesor de Arte del Siglo XX de la UBA, «la obra vale lo que se paga, si no hay ningún postor no vale nada». Y en realidad no son muchas las personas tremendamente ricas y muy interesadas en el arte que forman parte de lo que Tom Wolfe llamó «estatusfera» y que son las que crean las tendencias. China es un buen ejemplo de lo concentrado que está el negocio: el país asiático representa el 25% del comercio mundial pero solo un 2% de la población compra arte. Tampoco son muchos los grandes artistas vivos, no más de diez o quince cada generación.
Pongamos por caso a uno de los grandes gigantes del arte moderno, el empresario y galerista Charles Saatchi, conocido por sacar artistas del anonimato y lanzarlos al estrellato. Lo hizo con Damien Hirst y lo convirtió en el artista vivo mejor cotizado del mundo, con una fortuna que se estima por encima de los 1.000 millones de dólares. A principios de los 90 Saatchi visitó una exposición titulada Gambler, organizada por un todavía desconocido Damien Hirst, donde se exponían obras propias y de otros autores. Hasta ese momento la obra de Hirst había pasado sin pena ni gloria, pero Saatchi quedó maravillado con la obra Mil años de Hirst, que es una gran caja transparente con gusanos y cientos de moscas revoloteando en torno a la cabeza sangrante de una vaca. Decidió comprarla, apadrinar a Hirst y financiar la creación de su próxima obra, La imposibilidad física de la muerte en la mente de alguien vivo, que no es sino el famoso tiburón en formol. Pero del mismo modo puede acabar con la carrera de un artista consagrado, como hizo con el pintor italiano neoexpresionista Sandro Chia tras subastar una gran parte de su obra por una baja cuantía en la década de los 80. Que se sepa, las motivaciones que llevan a Saatchi a apostar por un determinado artista son completamente arbitrarias y personales.
Estos creadores de tendencias tienen tanto dinero que gastarse varios cientos de millones en arte no tiene demasiada importancia. Así se explica el episodio ocurrido con Wynn y El sueño de Picasso. Wynn compró el cuadro en 1997 por 48 millones de dólares. En 2006 accedió a vendérselo a Steve Cohen, pero la transacción se anuló después de que Wynn le diera accidentalmente un codazo al lienzo y lo rompiera. El comentario que Wynn hizo en su momento no tiene desperdicio: «Menos mal que he sido yo». Después de un complicado y caro proceso de restauración el cuadro pasó a manos de Cohen por 155 millones de dólares. Por cierto que la colección de Cohen incluye, entre otras lujosas piezas, el tiburón en formol de Hirst, por el que pagó 8 millones de dólares, a pesar de que no era el tiburón original, porque el primero se había empezado a descomponer y hubo que sustituirlo por una copia con diez veces más de formol.
Pero no nos engañemos. Estamos hablando en todo momento de esa «estatusfera» que representa solo una pequeña porción del mundo del arte. Un puñado de hombres muy ricos y de artistas muy enriquecidos. Si bajamos en la escala nos daremos cuenta de que el negocio del arte tampoco es tan boyante. Lo cierto es que la crisis sí está afectando a las pequeñas y medianas galerías, y está obligando a muchas de ellas a echar el cierre. Galeristas como Nicole Klagsbrun o Jérôme de Noirmont se han visto obligados a cambiar su forma de trabajo y han abandonado sus salas de exposición. Los astronómicos precios que alcanzan algunas obras de arte muy poco o nada tienen que ver con los artistas emergentes, los más jóvenes o menos conocidos. Ni todos los artista pueden ser un Hirst ni Hirst es representativo del arte.
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