Sistema educativo estandarizado

Sistema educativo estandarizado

   No, lo que vengo a proponer no es una nueva reforma educativa, cuando la LOMCE ni siquiera ha entrado en vigor ‒aunque, visto lo visto, una contrarreforma no vendría nada mal a estas alturas‒. Parece que ni todos los mareos educativos que se han propiciado desde uno y otro lado hacen que el sistema educativo levante cabeza. Si alguien hubiera dado en la tecla seguramente otro gallo cantaría. Pero no nos engañemos, no importa quién los haga: los cambios son más ideológicos y económicos que propiamente educativos. De momento nadie se atreve a hacer temblar las bases de un modelo que ha demostrado estar tremendamente desfasado. Bueno, casi nadie, porque sí que hay personas como Ken Robinson, que piensan que es posible otro modo de educar.

   Para empezar, el sistema educativo público que tenemos hoy en día fue diseñado en la época de la Ilustración ‒hasta ese momento era inconcebible que la clase obrera recibiera ningún tipo de educación‒ y responde a un determinado modelo intelectual que sitúa por encima de todas las cosas el razonamiento deductivo, convergente y lineal, como si hubiera un único camino para resolver cada pregunta. Este modelo divide a los alumnos en dos grandes grupos: los que funcionan dentro del sistema y los que no. Los inteligentes y los no inteligentes. En esta visión no deja de llamar la atención que las categorías de «inteligente» y «no inteligente» se basen en una idea preconcebida de la inteligencia como respuesta a un modelo bastante cerrado. Parece que es más fácil catalogar a un alto porcentaje de la población como «no inteligente» diciendo que los niveles están cada vez más bajos y que aún así no deja de aumentar el fracaso escolar que poner en duda todo el sistema.

   Tampoco se puede olvidar que nuestro sobrevalorado sistema educativo nació en el lejano contexto de la Revolución Industrial y responde a sus circunstancias económicas e ideológicas. Un sistema concebido como producción en cadena, como si homogeneizar fuera el objetivo último. Es a eso a lo que responden los planes de estudio estandarizados y el clásico examen de toda la vida.

   Con todo, nadie puede negar que las circunstancias históricas que tenemos hoy en día han cambiado desde la Ilustración y la Revolución Industrial. Y mucho. Estamos viviendo el período de estímulos más intenso de toda nuestra historia. Estamos saturados de información. Saturados de entretenimientos. Nosotros y nuestros alumnos. ¿Cómo podemos culparlos de que se distraigan y dejen de prestar atención a cosas que les parecen aburridas o que no les interesan? Los programas educativos en lugar de despertarlos los adormecen, en lugar de estimularlos los anestesian. Aquí es donde entra en juego el pensamiento divergente, que es la habilidad para dar muchos posibles interpretaciones y muchas posibles respuesta a una única pregunta. Es precisamente hacia donde deberíamos encaminarnos, pero lo cierto es que vamos en dirección contraria. En un estudio titulado Breakpoint and Beyond: Mastering the Future Today George Land y Beth Jarman demuestran que antes de entrar en el sistema educativo los niños aprender a usar de forma natural el pensamiento divergente y llegan a hacerlo bastante bien. Pero a medida que pasan por el sistema educativo se les va matando esa capacidad poco a poco.

   La única forma de romper con esta inercia es intentar desmitificar el actual modelo educativo, los programas de estudio y los exámenes, atreverse a romper los libros de texto al más puro estilo Robin Williams en El club de los poetas muertos, sarlirse de los límites de lo académico y adentrarse en el oscuro mundo de lo no académico. Y sobre todo tener en cuenta que aprender no es una aventura solitaria, como nos han hecho pensar los exámenes durante tanto tiempo. La cooperación entre personas es una de las formas de aprendizaje más enriquecedoras que pueden existir. Solo hace falta mucho convencimiento y un poquito de valor para empezar a dar los primeros pasos.

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