Dumas en la portada de un folletín

Dumas en la portada de un folletín

   Uno de los fenómenos socioculturales más interesantes del siglo XIX fue el de las novelas por entregas, también conocida como folletines. Hoy en día se repite una y otra vez que no se lee lo suficiente. Sin embargo, el folletín, muchas veces denostado como literatura de baja calidad y de consumo masivo, tuvo en su haber el mérito de acercar la literatura al gran público en una época en la que apenas se leía. Mucho tuvo que ver la progresiva alfabetización de las clases más humildes, que no disponían de dinero para comprar una novela completa pero sí podía gastar pequeñas cantidades regularmente. En una sociedad llena de injusticias como era en la que vivían, con desigualdades patentes a la vuelta de cada esquina, el miserable encontró en la literatura su válvula de escape. Gracias a ella pudo dar rienda suelta a sus ensoñaciones, hacer realidad sus sueños, individuales o colectivos, crear con la imaginación un mundo que no fuera ni injusto ni desigual y proyectarse en él.

  Aparentemente la única diferencia entre una novela editada como libro y una por entregas es la manera de presentarse y difundirse. E incluso muchas de las novelas al uso se llegaron a vender por entregas para aumentar el beneficio económico ‒al venderse a plazos el precio final de la novela se disparaba y el editor se ahorraba los gastos de la encuadernación y de las tapas‒. Pero lo cierto es que la calidad de las novelas de folletín era por lo general muy escasa. El escritor, que recibía una cantidad estipulada por cada entrega según su extensión, no podía detenerse en cultivar un estilo cuidado. Había que escribir lo máximo posible y a toda velocidad, lo que muchas veces implicaba recurrir a determinadas convenciones y a unos recursos que, a la postre, empobrecían la escritura, como alargar diálogos de forma innecesaria para ocupar más folios y así recibir una mayor compensación económica o introducir muletillas que se repetían hasta la saciedad.

  Una parte fundamental del público lo conformaban las mujeres, con unos esquemas mentales que exaltaban determinados valores como la familia, el matrimonio, el trabajo, la maternidad o el sacrificio. Todo desde un punto de vista muy sentimental y lacrimógeno. Eso explica que encontremos novelas con títulos como El llanto de una hija, La esposa mártir, Secretos de la honra, ¡Sin madre!, El sacrificio de una madre o Un hijo natural. Por su parte, los personajes ‒no siempre congruentes‒ son arquetipos muy idealizados y maniqueístas: protagonistas buenos y nobles y antihéroes, normalmente patronos, feos, malvados, injustos y a menudo encapuchados. Las historias, llenas de acción y de intriga, suelen acabar con el triunfo de los buenos y la derrota de los malos. Es difícil saber hasta qué punto estas novelas impulsaban unas determinadas pautas de conducta o simplemente eran el reflejo de unos estereotipos y unos códigos morales que ya estaban asumidos por la sociedad. En cualquier caso, la imagen que proporcionaba al lector del mundo y de la realidad era dualista, esquematizada, empobrecida y, en definitiva, falsificada.

   Si partimos del hecho de que, independientemente de la calidad, las novelas por entregas solían triunfar con más o menos unanimidad entre un lector que casi sabía de antemano lo que iba a encontrar en ellas, llama la atención el hecho de que se admirara por igual a autores que serían olvidados para siempre y a otros que más tarde acabarían convirtiéndose en clásicos indudables de la literatura. Eugène Sue, uno de los primeros escritores de novelas por entregas, Ponson du Terrail o Paul Féval encabezan la lista de escritores de éxito que no verían su fama prolongada más allá del folletín. En España el más importante de todos ellos fue Manuel Fernández y González, un auténtico personaje que merecería por sí solo un artículo completo. También alcanzaron cierto renombre escritores como Enrique Pérez Escrich, Ramón Ortega y Frías, Torcuato Tárrago y Mateos o Wenceslao Ayguals de Izco. Hoy en día solo conocidos por los estudiosos del fenómeno del folletín.

  Pero también hubo autores que consiguieron combinar las exigencias comerciales del género con la genialidad artística, dando como resultado algunas de las obras más importantes de la literatura de todos los tiempos. Balzac, que por supuesto escribió novelas por entregas, era consciente de la baja calidad de esa literatura, lo que le llevó a usar seudónimos en muchas de sus obras. Aunque tener esa opinión no le impidió publicar la Comedia Humana, la obra de la que se sentía más orgulloso, en forma de folletín. De hecho, casi todas las grandes novelas de la Francia del siglo XIX fueron publicadas por entregas: Los tres mosqueteros y El conde de Montecristo de Alejandro Dumas, Los miserables de Víctor Hugo ‒tan de moda ahora‒ o Madame Bovary de Flaubert. Por si fuera poco hay que añadir a la lista Crimen y castigo y Los hermanos Karamázov de Dostoievski y Guerra y paz de Tolstoy. Más conocido es el caso de Sandokán de Salgari, pero quizá no se sepa tanto que también el Pinocchio de Carlo Collodi fue publicado de esta manera. Por no mencionar a Robert Luis Stevenson, Dickens, Wilkie Collins o, tirando ya para nuestra tierra, Benito Pérez Galdós. Para mantener el ritmo, algunos de estos autores llegaron a contratar colaboradores, como es el caso de Dumas, que llegó a tener hasta setenta y tres ayudantes.

  La literatura de folletín fue mucho más que literatura. Eso explica que sea un fenómeno que haya llamado la atención de la sociología o de la historia de la economía. Incluso es posible hablar de una industria literaria en toda regla, en tanto que las novelas eran concebidas según los gustos e intereses del público y que la gran mayoría de autores se comportaba como auténticos asalariados que escribían solo para ganarse la vida, sin más aspiraciones literarias más allá de los folletines. Sin embargo, el hecho de que entre toda esa paja aparezcan escritores y obras de indiscutible calidad es una de las grandes paradojas del género y nos lleva a pensar que seguramente el fenómeno de las novelas de folletines es mucho más complejo de lo que pudiera parecer a simple vista.

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