Cómo nace el título de una novela

Cómo nace el título de una novela

   El proceso de elaboración del título de una novela en ocasiones puede llegar a ser tan complejo o tan misterioso como la escritura de la propia novela. Es así como tiene que ser porque es su carta de presentación. Con una cubierta, mejor o peor, se viste al libro, pero el título es la piel indespegable que le acompañará para siempre. No es que un buen título haga buena a una mala novela o al contrario. Lo importante es que con el tiempo ya no podremos concebir que haya otros títulos para esos libros que nos han enamorado. Haz la prueba. Elige cualquiera de tus libros favoritos y trata de imaginarlo con otro título. Da igual si el título es bueno o malo, separarlo de libro es simplemente imposible.

   Los títulos no siempre fueron tan importantes. El manuscrito del Libro del Buen Amor no tenía título, pero nuestra mentalidad moderna ya no puede concebir un libro sin título. A fin de cuentas de alguna manera hay que nombrarlo. En este caso el título lo propuso Menéndez Pidal a finales del siglo XIX. En un principio los títulos fueron concebidos como una forma de identificar el contenido de un libro. Por eso eran tan descriptivos. Aunque los títulos excesivamente descriptivos y largos tienden a acortarse. La vida de Lazarillo de Tormes y de sus fortunas y adversidades quedó como el Lazarillo, El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha como el Quijote o, en un alarde barroco, Historia de la vida del Buscón, llamado don Pablos, ejemplo de vagabundos y espejo de tacaños fue simplemente el Buscón. Es a partir del siglo XIX, con el maridaje entre literatura y periodismo, que los títulos se convierten en el gancho comercial que son hoy en día. Y ya no podría ser de otra forma. El mercado editorial está tan saturado de libros que la única forma que tiene un libro de destacar ‒aparte de una generosa campaña de marketing‒ es singularizarse a través de un buen título.

   Hay títulos que existen antes de que el escritor haya escrito una sola línea de la obra a la que preceden. Son como la chistera de un mago: el escritor los ha encontrado, no siempre sabe muy bien cómo, y al ir tirando frase a frase de esa madeja hecha con un puñado de palabras va desenredando toda la novela. Otros títulos vienen al final, a modo de conclusión o de epitafio, normalmente en el orden prólogo‒título. Sobre el misterioso arte de titular recomiendo leer un artículo de Leila Guerrero publicado en El País y titulado, valga la redundancia, «El alma de los libros». Y es que en el título, asegura Leila, está el alma de los libros.

   Para Umberto Eco el título es una clave interpretativa. Pero claro, no todos los escritores pueden hacer lo mismo que la vietnamita Duong Thu Huong, que tituló a una de sus novelas Novela sin título. Hay que evitar los trucos deshonestos. Como hace Dumas con Los tres mosqueteros, que en realidad se centra en la historia del cuarto mosquetero. Otra novela que podría inducir a error es La montaña mágica de Thomas Mann, que podría hacernos pensar que nos encontramos ante una historia fantástica. En el lado opuesto se encontrarían las novelas que lo dicen todo en su título. Es, por ejemplo, lo que hace Wells con La máquina del tiempo o Agatha Christie con Asesinato en el Orient Express. Un caso aparte sería la Crónica de una muerte anunciada. García Márquez no solo no tiene reparos en contarnos el final del libro en el título sino que demuestra que aún habiéndolo hecho es posible mantener la intriga.

   Señala Eco que para condicionar lo menos posible la interpretación del lector lo ideal es titular la novela con el nombre del protagonista, como en David Copperfiled o Robinson Crusoe. Podría pensarse que también ocurre en Madame Bovary, aunque claro, en este caso se nos dice implícitamente que la protagonista es una mujer de la clase acomodada, que no es decir poco. Creo que sería justo añadir el Ulises de Joyce, uno de los títulos más breves y conocidos de la literatura. La referencia a la Odisea es inevitable, pero lo que encontraremos en el libro es bien distinto. Ese interés por titular con el nombre del personaje explica que en un primer momento Eco tratara de llamar a su novela El nombre de la rosa como Adso de Melk, que era el nombre del narrador. Después de que el editor rechazara ese título se le ocurrió el definitivo por casualidad. Eso sí, teniendo en cuenta el simbolismo de la rosa. Otro de los títulos que Eco rechazó porque podría confundir al lector fue La abadía del crimen. Más adelante este mismo nombre se tomaría para un popular juego de ordenador que era una versión no oficial del libro de Eco.

   La lista de escritores que titularon su obra con un nombre y después lo cambiaron es muy vasta. La jugada de Orwell para titular su más célebre novela fue aparentemente de lo más sencillo. Le bastó con tomar la fecha en que había escrito el libro, 1948, e invertir las dos cifras finales, dando como resultado el conocido 1984. Anteriormente había estado barajando la posibilidad de llamar a la novela con un nombre bastante más descriptivo y prosaico: El último hombre libre de Europa. Por su parte, Tolstoi pensó varios curiosos nombres para su definitivamente titulada Guerra y paz. Ante posibles títulos como 1805 o Bien está lo que bien acaba se podría decir sin miedo que o no llegaba o se pasaba.

   La oposición del editor ha estado detrás de algunos cambios de nombres de novela. El primer manuscrito de Jane Austen, titulado Primeras impresiones, fue rechazado completamente por un editor. Años después se lo ofreció a otro editor que le había publicado Sentido y sensibilidad. Para entonces Austen había retocado el libro y le había cambiado el título original por uno nuevo. Usando la fórmula de su novela anterior lo había titulado Orgullo y prejuicio. Se cuenta que también el editor de Henry James tuvo mucho que ver con el título Otra vuelta de tuerca. James le entregó el manuscrito con un título provisional. Al editor no le gustó mucho y le sugirió darle otra vuelta de tuerca. James se tomó el consejo al pie de la letra. De hecho, la novela no tiene prácticamente nada que ver con el título, que solo aparece mencionado en los párrafos iniciales.

   Más determinante fue la intervención del editor para Scott Fitzgerald. El escritor le presentó al editor Max Perkins un manuscrito que se titulaba Trimalción en el West Egg. El nombre hacía referencia a Trimalción, personaje del Satiricón de Petronio que simbolizaba al nuevo rico, y a West Egg, una pequeña ciudad de New Jersey que era cuna de millonarios. Dos referencias tan cultistas que rozaban lo pretencioso. A Perkins le gustó bastante la historia pero el título no tenía gancho, así que le pidió a Fitzgerald que lo cambiara. El escritor barajó nuevos títulos: Trimalción entre millonarios, El amante de las altas finanzas o El camino hacia West Egg. Como la cosa no mejoraba Perkins se tomó la libertad de bautizar él mismo la novela y le pido de nombre El gran Gatsby. A Fitzgerald no le hizo mucha gracia y el título nunca llegó a gustarle.

   En unos pocos casos el cambio de nombre parece responder más bien a una ridícula cuestión de decoro como parte de la estrategia comercial. Un decoro que desde luego no tendría Bukowski al titular a uno de sus libros de relatos Erecciones, eyaculaciones, exhibiciones, que en castellano también pasaría a ser La máquina de follar. Nada de sutilezas al estilo Sade. Pues bien, Roberto Arlt le mostró su primera novela al escritor Ricardo Güiraldes. El libro se llamaba La vida puerca. Güiraldes le aconsejó que lo cambiara por El juguete rabioso. Bolaño quiso ponerle a su novela Nocturno de Chile por nombre Tormenta de mierda. Sus amigos, el escritor Juan Villoro y el editor Jorge Herralde, le disuadieron de que lo hiciera por evidentes motivos comerciales. Y Bolaño no quedó descontento con el cambio.

   El editor de Baudelaire prácticamente la impuso al poeta que le cambiara el nombre a Las flores del mal. Antes de llamarse así el escritor maldito había pensado titular a su libro Las lesbianas y más tarde Los limbos. Aunque la fórmula definitiva tampoco estaba mal, le permitía expresar la maldad de la naturaleza. Lewis Carroll, que había improvisado su Alicia en el País de las Maravillas para las hermanas Liddell, también improvisó su título. En un primer momento el libro se iba a llamar Las aventuras subterráneas de Alicia pero el editor le pidió que lo cambiara. Así mismo el Rojo y negro de Stendhal fue Julián. A Margaret Mitchell también le pidió su editor que le cambiara el título a su novela, que iba a llamarse Mañana será otro día ‒que era la frase con la que terminaba‒. Después de tener en cuenta hasta seis posibilidades, alguna bastante ridícula, se quedó con Lo que el viento se llevó, una frase que había sacado de un poema de Ernest Dowson.

 

   Hemingway habitualmente dejaba el título para el final. Cuando terminaba un libro escribía en una hoja una lista con cerca de un centenar de títulos e iba descartándolos uno a uno. Aunque el método parece que no siempre funcionaba. En un primer momento iba a titular su novela El viejo y el mar con el nombre de El depredador del Pacífico. Un título que parecía anunciar más una historia de terror al más puro estilo Tiburón que lo que en realidad era. Por suerte decidió descartarlo y quedarse con el que hoy todos conocemos. París era una fiesta fue una propuesta que le hizo su mujer a partir de una carta que él mismo escribió a un amigo. Otros títulos los sacó de poemas. Adiós a las armas proviene de un verso de Geoge Peele y Por quién doblan las campanas de uno de John Donne.

   En realidad buscar títulos en textos ajenos parece haber sido bastante productivo. Shakespeare, por ejemplo, es una valiosa fuente de títulos. Faulkner extrajo El ruido y la furia de Macbeth y Huxley llamó a su novela Un mundo feliz por un fragmento de La tempestad. A Steinbeck no se le ocurría ningún título para su nueva novela y Carol, su esposa, le sugirió que la llamara Las uvas de la ira en referencia a la letra del «The Battle Hymn of the Republic» de Julia Ward Howe. Steinbeck, que estaba de acuerdo con el título propuesto, introdujo esa expresión en el capítulo 25 de su novela para referirse a la destrucción de los alimentos para mantener los precios. El método ha sido usado con éxito por otros autores. Truman Capote llamó a una de sus novelas Plegarias atendidas por una frase de santa Teresa, para Beltenebros Muñoz Molina tomó el sobrenombre del Amadís de Gaula y Robert Penn Warren titula a Todos los hombres del rey por una frase de A través del espejo.

   A veces la forma de dar con un título es tan azarosa que podría decirse que es el título el que encuentra al escritor. A Ian Fleming y a su agente 007 les pasó algo parecido a las películas en que se le pregunta a un personaje su nombre y él trata de improvisar una mentira con lo primero que tiene a la vista. Pues lo primero que Fleming tenía por delante era el libro Field Guide of birds of the west indies, cuyo autor era el ornitólogo James Bond. El nombre podía funcionar bien: era sencillo, masculino, de origen anglosajón. La esposa del Bond original quiso demandar a Fleming, pero finalmente se conformaron con devolverle la jugada llamando Fleming a un ave jamaicana. Por su parte, lo que tenía a la vista Frank L. Baum al acabar El mago de Oz, que todavía no tenía ese nombre,eran un par de archivadores, el primero de la A a la N y el segundo de la O a la Z. Eligió el segundo, pero la novela bien se podría haber titulado El mago de An.

   Hay otros nombres que son más raros que un perro verde. ¿Nunca te has preguntado a santo de qué viene el nombre de La naranja mecánica en la novela de Burgess? Ni hay naranjas en la novela ni uno entiende cómo una naranja pueda llegar a ser mecánica. Pero la explicación es más sencilla de lo que parece. Simplemente fue una errata del editor. O más bien una hipercorrección. Burgess inicialmente tituló la novela A clockwork orang, en donde «orang» era una palabra malaya que significaba «hombre». El editor al ver el título pensó que a Burgess se le había olvidado poner la «e» y la añadió. El título debería haber sido El hombre mecánico.

   Por último, existen títulos que parecen ser tan buenos que bien podrían ser el premio de un duelo de escritores. O por lo menos me parece una idea bastante atractiva. Aunque parece que ocurrió en la realidad con Alejandro Gándara y Juan José Millás. Parece que Gándara tenía un buen título pero no tenía novela y Millás tenía novela pero le faltaba un buen título. Se lo jugaron en una partida de póker y lo ganó Millás. El título era El desorden de tu nombre.

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