Lara Almarcegui junto a su polémica instalación

Lara Almarcegui junto a su polémica instalación

   Supongo que cuando uno se entera de que la obra de arte que ha representado a España en la última Bienal de Venecia es un pabellón lleno de escombros la reacción lógica y natural es llevarse las manos a la cabeza y exclamar que su autora, Lara Almarcegui, nos ha tomado el pelo, que es un timo y que eso no es arte o que es una mierda de arte, que aunque no sea lo mismo para el caso tanto da. Y si además se sabe que esos escombros han costado 400.000 euros, tal y como está la situación en España, mucho peor. Aunque hay que precisar que en realidad no fueron 400.000, que ese fue el presupuesto total ‒la mitad que el año pasado, por cierto‒, pero la obra al final no superó los 200.000 euros, lo que no se puede negar que sigue siendo una cantidad bastante respetable para tratarse de unos escombros. No voy a entrar ahora en el tema económico, pero si quieres saber por qué el arte es tan caro te invito a que leas este artículo donde lo explico.

   Como he dicho, es una reacción lógica y natural. Un libro que quizá pueda hacer que empieces a ver con otros ojos el arte moderno y contemporáneo es Después del fin del arte de Arthur C. Danto. Quizá. Según Danto el problema se presenta cuando es imposible distinguir, como se había hecho tradicionalmente, entre un objeto artístico y otro corriente. Porque cuando la vista no es capaz de hacerlo hay que recurrir a la interpretación y al intelecto. Por eso, el arte moderno y el arte contemporáneo son fundamentalmente filosóficos. Como comenté aquí, la única manera según Danto de distinguir esos dos objetos es recurrir al contexto que ha otorgado solo a uno de esos dos objetos el estatus de arte.

   Aunque eso no significa que se haya eliminado por completo el componente sensorial. Casi todas las obras pueden ponerse en una escala graduada que va desde los sentidos hasta el intelecto. Si Danto decreta el fin del arte en su ensayo es porque la obra llega al peligroso extremo del intelecto puro y pierde toda la conexión con lo emocional. Ese es, creo, el gran error que debe evitar el arte contemporáneo.

   Dicho esto, hay que advertir que el arte es un reflejo de su tiempo, y que a tiempos convulsos le corresponde un arte convulso. Hasta el siglo XX uno esperaba ponerse delante de una obra de arte y poder exclamar «¡qué bonito!», o poniéndonos todavía más profundos, «¡qué bello!». Pero a partir del siglo XX el concepto de arte cambia y esto ya no tiene por qué ser así. Puede serlo, pero no necesariamente. Además, el arte pierde su consideración de disciplina sagrada y misteriosa, que hay que venerar y respetar. Se entiende que, por encima de todo, el arte no debe dejar indiferente al espectador y que su deber es emocionar. Emocionar en el sentido amplio de provocar emociones, cualesquiera que sean: sorpresa, desagrado, indignación, rabia, miedo, tristeza, melancolía, etc. En fin, remover por dentro al espectador.

   ¿Eso quiere decir que los escombros de la Bienal de Venecia son arte porque han conseguido sorprenderme e indignarme a partes iguales? No, ni mucho menos. Eso convertiría a todas las grandes locuras que se presentan como arte automáticamente en verdadero arte. La cuestión es algo más compleja. La clave está en saber qué emociones quería producir el artista de turno y comprobar si lo ha conseguido. Es ahí donde llegamos al quid de la cuestión: para acercarse al arte contemporáneo hay que tener una mente abierta y libre de prejuicios y hay que intentar conocer ese contexto del que hablaba Danto que ha hecho que unos escombros formen parte de una bienal.

   Eso significa que en lugar de despotricar directamente contra la obra y la autora lo más correcto sería informarse sobre quién es Lara Almarcegui ‒a la que por cierto no conocía‒, cuál es su trayectoria y qué pretendía conseguir con su obra. Una vez que se tenga esa información se estará en condiciones de juzgarla, o incluso de decidir si es o no es arte. Lo que no se puede hacer es, por ejemplo, lo que Sánchez Dragó en su artículo «Cascotes en Venecia, malversación en Madrid», donde descalifica a la artista llamándola «albañila» y otras lindezas por el estilo sin más información que la que da un solo artículo de periódico.

   Que quede claro que amar el arte contemporáneo no significa tragarse cualquier cosa, ni por parte de artistas ni de críticos, comisarios, directores de museos y faunas similares. Tampoco supone estar al margen de los mecanismos de mercado que hacen que una obra pase a ser considerada como de primera fila. Me remito una vez más al artículo que recomendaba al principio, porque, guste o no, se tiende a identificar el valor estético de una obra con su precio. En arte existe un grupo bastaste reducido y cerrado de creadores de tendencias que se encarga de sentenciar qué arte merece la pena y cuál no. Si hay alguien que esté dispuesto a pagar 200.000 euros por un montón de escombros, entonces lo valdrá. Lo que no quiere decir, como acabo de explicar, que uno no investigue y saque sus propias conclusiones.

   Para terminar te diré que me informé sobre Lara Almarcegui ‒hoy en día con Internet no es demasiado difícil‒ y he sacado mis propias conclusiones. Podría comentarlas ahora, pero ese no era el objetivo de este artículo, sino contestar a la pregunta que formulaba al principio. ¿Es arte un montón de escombros? Pues depende, si solo son escombros seguramente no, pero si hay algo más, algo que en un primer momento no logramos ver, tal vez sí lo sea. Tal vez y solo tal vez.

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