Lo gigantesco nos sobrecoge en una mezcla de admiración y de insignificancia. Una fascinación que el arte ha sabido explotar muy hábilmente desde sus inicios. Pensemos por un momento en las siete maravillas del mundo antiguo. Aunque es evidente que la arquitectura, sin llegar a perder nunca de vista el principio de utilidad, es la rama del arte que más aportaciones ha hecho al gigantismo, la pintura o la escultura también han generado obras de arte de enormes dimensiones. Paul Philippoteaux pintó en 1883 La batalla de Gettysburg, un cuadro que mide 125 metros de largo por 21 de alto y que pesa más de cinco toneladas. Tardó un año y medio en realizarla y necesitó la ayuda de cinco asistentes. Por otra parte, entre 1927 y 1941 Gutzon Borglur talló en el monte Rushmore, en Dakota del Sur, los bustos de 18 metros de altura cada uno de cuatro presidentes de EE.UU. A Borglur le ayudaron 400 trabajadores.
Pero con la revolución artística de los 60 se redefine el espacio de la obra de arte y se plantea un nuevo significado para el concepto de gigantismo. Es la década en la que aparecen oficialmente las instalaciones y el Land Art, que juega a transformar la naturaleza. Una de las mayores instituciones en el arte gigantesco es Claes Oldenburg, que combina las grandes dimensiones con el arte pop para recrear a gran escala objetos cotidianos. Según Philip van Cauteren, director del Museo de Arte Contemporáneo de Gante, «el gigantismo es la característica del arte contemporáneo porque los artistas deben conquistar su lugar en una sociedad cuyo símbolo son los rascacielos». Los gigantes hiperrealistas de Ron Mueck son un buen ejemplo de eso.
Tanto peso ‒literal y figurado‒ tiene el arte gigante que la Feria de Arte Contemporáneo de Basilea tiene desde el año 2000 una sección para obras de arte XXL llamada Art Unlimited. En la pasada edición ha habido que dedicarle a esta sección mucho más espacio que en años anteriores, concretamente 11.500 metros cuadrados. Y no es para menos. Entre las obras expuestas hay el interior de una gigantesca boca ‒Piotr Uklanski‒, una habitación llena de hilos con un piano en medio ‒Chiharu Shiota‒, un enorme globo multicolor con banderas de todo el mundo ‒Meschac Gaba‒ o una pintura de 22 metros de largo por 7 metros de alto ‒Matt Mullican‒. La sala de Turbinas de la Tate Modern de Londres ofrece 3.500 metros cuadrados para este tipo de obras, aunque eso no es nada en comparación con los once espacios con los que contará el Guggenheim de Abu Dhabi.
Lo que ocurre es que a obras gigantes, precios gigantes. La obra de Michelangelo Pistoletto Labirinto e grande pozzo, confeccionada íntegramente en cartón, está valorada en 650.000 euros. La instalación del vasco Sergio Prego titulada Ikurriña Quater, que es un tubo de PVC de 140 metros de largo inflado con aire, vale 100.000 euros. Su objetivo es que el visitante, al penetrar en su interior e intentar llegar al otro extremo, se desoriente y sienta una sensación claustrofóbica. Que los precios sean tan elevados no es tanto una cuestión de prestigio artístico como de lo caro que ha resultado elaborarlas. Christo y Jeanne-Claude se gastaron 21 millones de dólares en confeccionar la obra The Gates en el Central Park. Más de 7.000 puertas fueron instaladas en los senderos del parque en un recorrido de 37 kilómetros. Hubo que contratar a unos 600 empleados para que repartieran folletos informativos, vendieran souvernirs y evitaran actos vandálicos. Lo pagaron todo íntegramente de su bolsillo, sin aceptar dinero de fondos públicos ni privados.
Tan caro se ha vuelto también elaborar este tipo de obra que muchos artistas han abierto estudios en países asiáticos con mano de obra más barata. En 2010 Ai Weiwei llenó la Tate Modern con cien millones de pipas de girasol que habían sido pintadas a mano en China. También en China han abierto estudios Wim Delvoye o Kehinde Wiley.
La pregunta es inevitable: ¿quién compra y dónde acaban estas gigantescas creaciones? No parece que sean las típicas obras de arte que un coleccionista pone en el salón de su casa. Desde luego no hay salón que pueda albergar el Edificio de Leandro Erlich o el bosque entero que Paul McCarthy, famoso por sus obras a lo grande ‒aquí hablo de su Complejo mierda‒, recreó basándose en los cuentos de hadas de los hermanos Grimm con un toque retorcido y grotesco. Muchas de estas obras monstruosas son concebidas para espacios públicos. Por ejemplo, la silla de playa de 8,5 metros de alto por 5,5 metros de largo que Stuart Murdoch colocó en la playa británica de Bournemouth. O la escultura de Alison Lapper embarazada de Mark Quinn en Trafalgar Square, aunque cuando ha habido que trasladarla en distintas exhibiciones del artista ha sido un verdadero infierno.
Pero también hay coleccionistas de arte multimillonarios que compran este tipo de obras. Bernardo Paz tiene el Centro de Arte Contemporáneo Inhotim en Brasil, un museo que es casi tan grande como la Tate Modern. François Pinault, dueño de Christie’s, posee dos museos en Venecia que usa para la Bienal de Arte.
Incluso eBay puede ser una forma de dar salida comercial a este tipo de obras. A través de la página se puso en subasta en 2006 la que ha sido considerada, con cerca de 8.000 metros cuadrados, como la mayor pintura del mundo realizada por una sola persona. Es la obra titulada Madre Tierra, realizada por David Aberg en un hangar de la ciudad de Angelholm, al sur de Suecia. Aberg tardó dos años y medio en terminarla y usó unas cien toneladas de pintura.
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