A veces nos hacemos una imagen de los escritores que no siempre se corresponde con la realidad. Ya lo comenté al hablar de Edgar Allan Poe, que suele verse como una personalidad sombría y taciturna, pero que tiene al mismo tiempo un lado bromista que es mucho menos conocido. En el caso de Virginia Woolf parece prácticamente imposible que así sea, y sin embargo lo es. Es cierto que la escritora londinense tenía un carácter depresivo, agravado por un trastorno bipolar y violentas crisis nerviosas. Los probables abusos sexuales que sufrieron ella y su hermana Vanessa a manos de sus medio hermanos George y Gerald Duckworth y la repentina muerte de su padre en 1904 desencadenaron una angustiosa enfermedad mental que terminó inevitablemente en suicidio.
Pero tras la muerte de su padre Virginia Woolf se trasladó al número 46 de Gordon Square en Bloomsbury, donde a partir de 1907 empieza a reunirse lo que más tarde se conoció como Círculo de Bloomsbury, un grupo de artistas e intelectuales bastante heterogéneos pero en general muy irreverentes con la religión y la moral victoriana predominante en la época. Uno de los miembros del grupo era William Horace de Vere Cole, un excéntrico poeta más conocido por sus bromas que por sus versos.
En 1910 Cole embarcó en una surrealista broma a varios de los miembros de Bloomsbury ‒a Guy Ridley, a Anthony Buxton, a Duncan Grant, a la propia Virginia Woolf y a su hermano Adrian Stephen‒. Cuatro de ellos se caracterizaron como miembros de la familia real de Abisinia, oscureciéndose la piel y disfrazándose con túnicas, turbantes y barbas postizas. Uno de esos príncipes fue Virginia Woolf, mientras que su hermano haría el papel de intérprete. A continuación Cole envió un telegrama al buque HMS Dreadnought. En el mensaje, supuestamente firmado por Sir Charles Hardinge, subsecretario de la Oficina de Relaciones Exteriores, decía que el barco debía estar preparado para la visita de un grupo de príncipes de Abisinia.
Después el extraño grupo se dirigió a la estación londinense de Paddington, donde Cole consiguió un tren especial en dirección a Weymouth, donde se encontraba el buque. Al llegar, la Armada dio la bienvenida a los príncipes con una guardia de honor. Como no encontraron una bandera de Abisinia los recibieron con una de Zanzíbar ‒y también con el himno de Zanzíbar‒. Los príncipes fueron pasando revista a la flota, mientras hablaban en un absurdo galimatías que mezclaba latín, griego y otras palabras inventadas. Para demostrar su asombro exclamaban repetidamente «¡Bunga, bunga!».
La broma fue descubierta poco después por Cole, que se puso en contacto con la prensa y envió varias fotos de los supuestos príncipes al Daily Mirror. La Armada se convirtió públicamente en el centro de toda clase de bromas y aunque intentaron que Cole y sus cómplices fueran detenidos lo cierto es que no habían infringido ninguna ley. Desde luego, no parece que Cole aprendiera la lección. Más bien al contrario: continuó con su carrera de bromista, e incluso existen sospechas de que pudiera ser el autor del Hombre de Piltdown, el que quizá sea el mayor engaño paleoantropológico perpetrado nunca. Aunque siempre será recordado como aquel que consiguió mostrarnos a una Virginia Woolf muy distinta a la que habitualmente se tiene en mente.
En la editorial Valdemar editaron el libro ‘La inocentada del acorazado’, donde el propio Adrian Stephen cuenta lo sucedido. Una historia curiosa.
Sí, es verdad, aunque no me había dado cuenta de que habías comentado de que habías comentado ese libro en tu blog. Si es que hay pocos libros de los que no hayas hablado ya…