Actualmente todos los sistemas judiciales del mundo consideran que un animal no humano no tiene conciencia moral y por tanto no puede ser considerado legalmente culpable de ninguno de sus actos. En cualquier caso se juzgará a su propietario, cuya negligencia habrá podido provocar lo que quiera que sea que haya hecho, pero sentar a un animal en el banquillo de los acusados y someterlo a un juicio normal parece un disparate digno de Alicia en el País de las Maravillas.
Aunque no siempre ha sido así. De hecho, en la Europa comprendida entre los siglos XIII y XVIII es más habitual de lo que pudiera pensarse. A lo largo de estos siglos todo tipo de animales ‒perros, cerdos, vacas, ratas e incluso moscas y orugas‒ comparecieron ante tribunales eclesiásticos o seculares por delitos que van de un simples robo a asesinatos. No era una broma ni una impostura. Los juicios se celebraban con absoluta solemnidad: se oyen a testigos humanos, los animales cuentan a veces con abogados y si son declarados culpables se les condena a muerte o se les exilia. Edward Payson Evans ha documentado ampliamente este fenómeno en varios ensayos, aunque entre ellos destaca The criminal prosecution and capital punishment of animals, publicado en 1906. En este libro Evans relata más de dos centenares de casos.
Uno de los juicios más célebres fue el de la cerda de Falaise, realizado en 1386 y documentado por Guiot de Montfort. La cerda fue detenida acusada de haber matado a un niño que estaba en su cuna y de haberse comido partes de su cuerpo, de su cara y de sus brazos. El vizconde Pere Lavengin organizó un juicio en el que la cerda fue declarada culpable y condenada a muerte. Disfrazada de persona, con chaqueta y pantalones, la cerda fue conducida al patíbulo, donde se le cortó el morro y las patas, tal y como ella misma había hecho con el niño, y después fue colgada. Todos los campesinos de la comarca fueron obligados a ir al juicio con sus cerdos para que los animales lo presenciaran y les sirviera de escarmiento. Al acabar la ejecución la cerda fue desmembrada y se celebró una parrillada.
Lo más habitual es que los animales fueran declarados culpables y condenados por sus crímenes, aunque no siempre era así. En 1379, en el pueblo belga de Saint-Marcel-le-Jeussery, una jauría de perros hambrientos, entre los que se había varias crías, atacó la casa de un campesino y mató a su hijo. Posteriormente los perros fueron apresados, juzgados y condenados a muerte. Hubert de Poitiers, un sacerdote local, actuó de abogado defensor y pidió clemencia para las crías alegando que habían sido malcriadas por los perros adultos. Al final el juez se mostró compasivo y decidió indultarlas. Así mismo, en 1457 una cerda fue acusada de asesinato junto a sus seis lechones, que al estar manchados de sangre fueron considerados cómplices. Finalmente fueron absueltos por su corta edad.
Michel Pastoureau cuenta en su Historia de los juicios medievales que en 1487 una plaga de ratones estaba arrasando los campos de la comarca francesa de Autun. Los campesinos acudieron al obispo Jean Rolin para que intercediera ante Dios y que acabara con la plaga. En principio el obispo pidió a los sacerdotes de la comarca a que salieran a los campos para que pidieran a los ratones que se retiraran. Al ver que esto no tenía efecto ordenó que se realizara un juicio contra las ratas por los cargos de haber devorado toda la cebada y de herejía. Pero las ratas no estaban indefensas: también contaban con un abogado de su lado, el joven letrado Barthélémy de Chassanée. Como se esperaba que las ratas acudieran voluntariamente a la sala y se sentaran en el banquillo de los acusados Chassanée pidió un aplazamiento del juicio alegando que las ratas eran muchas y que estaban muy dispersas, por lo que una simple citación clavada en la puerta de la catedral no era suficiente para que se dieran por avisadas. El abogado consiguió que una vez más los sacerdotes salieran por los campos anunciando el juicio a las ratas. Como las ratas seguían sin aparecer Chassanée alegó que sus clientes no salían de sus escondites por miedo a los gatos. Hasta en seis ocasiones logró retrasar el juicio, con excusas cada vez más absurdas, hasta que las autoridades eclesiásticas decidieron suspender el juicio. A raíz de este proceso la reputación de Chassanée como abogado penal se extendió y acabó convirtiéndose en uno de los juristas más prestigiosos de su tiempo. Chassanée llegó a escribir un tratado titulado Consilia donde explicaba cómo tenían que actuar los abogados ante procesos contra animales.
Johannis Gross cuenta en 1624 que un gallo fue llevado a juicio en 1474 por el crimen atroz y antinatural de poner un huevo. La gente del pueblo pensaba que el gallo provenía de Satanás y que dentro del huevo había un basilisco. Jan Bondeson recoge un juicio organizado por el obispo de Lausana en 1479 contra una plaga de cochinillas acusadas absurdamente de no haber estado en el Arca de Noé. El juicio se resolvió con la excomunión de los insectos. Así mismo, documenta Bondeson un juicio contra una colonia de termitas en Brasil, acusadas de destruir un monasterio franciscano. Su abogado argumentó que las termitas ya vivían allí siglos antes de que llegaran los franciscanos, así que los misioneros tuvieron que marcharse y dejarle el monasterio a sus primeras moradoras. Uno de los casos más extremos fue el cerdo acusado de regicidio. En París, en el año 1161, un cerdo se metió entre las patas del caballo que montaba el príncipe Felipe, hijo del rey Luis VI, y le hizo caer. En el accidente el muchacho perdió la vida y el cerdo fue condenado a muerte.
Todavía más lejos, Evans cita casos de juicios realizados contra objetos inanimados. En Grecia, por ejemplo, una estatua que cayó sobre un hombre fue acusada de asesinato y condenada a ser arrojada al mar. O cuerpos de criminales ya muertos que son citados a juicio.
Pero, ¿cuál era el propósito de estos largos y extravagantes procedimientos? Según Evans habría que pensar en una necesidad de carácter psicológico. En tiempos de gran incertidumbre, ante acontecimientos brutales que aparentemente carecían de sentido, el ser humano sentía que necesitaba creer que todo no estaba permitido y que habría consecuencias. Los tribunales de justicia se encargaban, entonces, de poner orden a ese caos, de dar sentido a hechos que aparentemente eran inexplicables. Y aunque ya no se celebren juicios a animales, esa necesidad, muy humana por otra parte, es algo que sigue muy vivo hoy en día.
¿De veras hubo tantos juicios…? No tenía ni idea. De hecho, si alguna vez he leído algo semejante, estoy segura de que fue algo excepcional porque no tenía conocimiento de ello. Tantos casos y con tanta asiduidad… Ha sido lo más raro que he leído en mucho tiempo. ¡De veras creían que los animales escarmentarían y que sus juicios servirían para disuadir a otros animales de cometer similares «delitos»! Por fortuna el tiempo no retrocede; quizá, con algo de suerte, tampoco lo hagan ciertas ideas… Gracias. Un saludo.
Cayendo en el chiste fácil, hoy en día también hay muchos cerdos que acaban en los tribunales (aunque no los suficientes, je, je).
Somos absurdos demasiado a menudo, no cabe duda.
Un beso.
Los casos de juicios a animales son fascinantes. ¡No sabía que se hubieran celebrado tantísimos! Agradezco que tus ejemplos estén fechados y documentados. Concuerdo con E. P. Evans en la necesidad que subyace a estas prácticas; la idea de reparar el daño, de hacer justicia, aunque el objeto de nuestra ira sea un animal. Los humanos no toleramos bien la impotencia ante los accidentes y siempre buscamos culpables.